En este espacio los niños pueden conocer las costumbres de otras culturas y aprender sus lenguas, además de oficios como artesanía y horticultura, el objetivo es que las nuevas generaciones entiendan que a pesar de las diferencias todos los pueblos indígenas son hermanos.
Por Mariana González-Márquez
Tlajomulco (México), 12 sep (EFE).- Elizabeth Valdéz abrió una biblioteca en su casa para enseñar español y otras lenguas a niños del municipio mexicano de Tlajomulco en el que conviven, como si fuera una torre de Babel moderna, siete etnias indígenas que llegaron a la ciudad en busca de trabajo.
Este lugar se llama Cuexcomatitlán, al lado de la laguna de Cajititlán, y en él se entremezclan las lenguas indígenas otomí, mixteco, maya, purépecha, triqui, huasteca y wixárika, en un esfuerzo colectivo por entenderse y organizarse.
Eli, miembro de la comunidad otomí, contó este sábado a Efe que montó la biblioteca para tener un espacio donde los niños conozcan las costumbres de otras culturas y aprendan sus lenguas, además de oficios como artesanía y horticultura.
La iniciativa en el estado de Jalisco, en el occidente de éxico, busca que las nuevas generaciones entiendan que a pesar de las diferencias todos los pueblos indígenas son hermanos, explicó.
«Cuando vieron que no hablábamos igual, se apartaban porque no se entendían. Poco a poco fueron juntándose, trataba de que hicieran un juego o leyeran un libro pero juntos. Ahora conviven mucho, ya saben qué etnia son y a veces comparten palabras, se ven como familia, siempre les he dicho que todos somos hermanos indígenas», dijo.
COMPARTIR Y ORGANIZARSE
La colonia (barrio) Sergio Blanco es una zona de terracería cuyas calles llevan el nombre de cada cultura y donde se ven las casas de adobe, lámina, madera y piedra que los pobladores han levantado gracias a la elaboración y venta de sus artesanías típicas en la zona metropolitana de Guadalajara.
Eli contó que hace siete años llegaron al lugar varias familias indígenas en busca de un lugar seguro para vivir, luego de un acuerdo de compraventa con la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y el Gobierno de Jalisco.
Cada etnia tiene un representante que consulta las necesidades de sus compañeros y, a su vez, forma parte de un comité central donde discuten y resuelven todas las decisiones que atañen a la colonia.
Así lograron construir un pequeño salón de adobe que sirve como escuela para los niños que no están inscritos en la educación formal, y donde también se realizan las asambleas o las fiestas tradicionales de cada cultura.
De este comité salen sanciones para quienes no acaten las reglas, pero también gestiona apoyos para que los pobladores vendan sus artesanías en ferias o dependencias gubernamentales, aunque la pandemia de COVID-19 los ha obligado a quedarse en casa en los meses recientes.
INTERCAMBIO CULTURAL
En un principio, la convivencia fue difícil porque cada comunidad se apartaba y no aceptaba a quienes vestían o hablaban distinto, aseguró a Efe Bruna Bautista, una mujer de la etnia teenek o huasteca que nació en el estado de San Luis Potosí y llegó a Guadalajara hace dos décadas.
«No estábamos acostumbrados a convivir con otras etnias, sí fue difícil pero de a poquito fuimos adaptándonos a ellos y también ellos a nosotros. Trabajando juntos y platicando sí se logró», señaló.
Bautista forma parte de un grupo de vecinas que comparte sus conocimientos en la elaboración de artesanías.
En el taller realizado cada semana aprendió la técnica del telar de cintura otomí y ella les enseñó cómo bordar los símbolos de su etnia y el significado de los colores.
Entre hilos, tela y agujas las mujeres conversan y aprenden palabras o frases en las lenguas que hablan las demás.
Además, se organizaron para buscar lugares donde vender su artesanía y que todas se beneficien.
«Aprender lo que nos han enseñado y lo que yo he transmitido es lo que se valora más. Sí, la necesidad existe en sacar nuestros productos, pero para mí el valor es seguir aprendiendo cosas de otras etnias», señaló Bautista.
Alberta Aguilar Domínguez es una indígena otomí originaria de Querétaro que funge como maestra del taller de telar de cintura.
Desde que llegó a la colonia tuvo claro que tenían que hacer algo para que la lengua y las tradiciones heredadas no se perdieran.
«Lo estoy enseñando para que nosotros no perdamos la costumbre del telar. Lo tenemos desde la abuela y eso es lo que somos siempre, así yo lo puedo compartir con otra gente. Y aunque no sea la misma lengua, a mí me da gusto», concluyó.