En el centenario de la primera edición de Impresiones y paisajes, primer libro del poeta y dramaturgo español Federico García Lorca, ahora llega una versión ilustrada y actualizada con documentos inéditos sobre los viajes del autor de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX.
Ciudad de México, 12 de septiembre (SinEmbargo).- Impresiones y paisajes fue el primer libro del poeta, dramaturgo y prosista español Federico García Lorca, donde narra sus viajes como estudiante por España. El libro reúne las descripciones de distintos lugares geográficos, así como una serie dedicada a Granada, otra a los jardines y, al final, una miscelánea.
García Lorca abre el texto con una dedicatoria a su antiguo profesor de música, Antonio Segura Mesa, y un prólogo en el que ya expresa su visión romántica del paisaje y de la poesía. Termina con «Envío”, texto dedicado a su maestro Domínguez Berrueta y a los alumnos con los que hizo el viaje, y que efectivamente procede de un envío que le hizo a estos.
Cada apartado está impregnado de una visión lírica y romántica de los campos y las ciudades castellanas; reflexiones sobre sus modificaciones; la huella oriental del pasado y evocaciones árabes; el contraste entre la tranquilidad y la tragedia que se respira en algunos barrios; elementos icónicos como las pitas, las chumberas, la cerámica de Fajalauza. Además, el léxico musical es constante, especialmente el apartado de «Sonidos de la ciudad», donde destaca la relación entre el sonido y el color.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Impresiones y paisajes, que debido al centenario de su primera edición, ahora llega en una versión ilustrada y actualizada con documentos sobre los viajes del poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX, y considerado una de las cimas del teatro español y la dramaturgia del siglo XX. Cortesía otorgada bajo el permiso de Malpaso.
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MESÓN DE CASTILLA
Yo vi un mesón en una colina dorada al lado del río de plata de la carretera.
Bajo la enorme románica fe de estos colores trigueños, ponía una nota melancólica la casona, aburrida por los años.
En estos mesones viejos que guardan tipos de capote y pelos ariscos, sin mirar a nadie y siempre jadeantes, hay toda la fuerza de un espíritu muerto, español… Este que yo vi, muy bien pudiera ser el fondo para una figura del Españoleto.
En la puerta había niños mocosos, de esos que tienen siempre un pedazo de pan en las manos y están llenos de migajas, un banco de piedra carcomida pintado de ocre, y un gallo sultán arrogante, con sus penachos irisados, rodeado de sus lujuriosas gallinas coqueteando graciosamente con sus cuellos.
Era tanta la inmensidad de los campos y tan majestuoso el canto solar, que la casona se hundía con su pequeñez en el vientre de la lejanía… El aire chocaba en los oídos como el arco de un gigantesco contrabajo, mientras que al cloqueo de las gallinas los niños, riñendo por una bola de cristal, ponían el grito en el cielo…
Al entrar, diríase que se penetraba en una covacha. Todas las paredes mugrientas de pringue sebosa, tenían una negrura amarillenta incrustada en sus boquetes, por los cuales asomaban sus estrellas de seda las arañas.
En un rincón estaba el despacho, con unas botellas sin tapar, un lebrillo descacharrado, unos tarros de latón abollados de tanto servir, y dos toneles grandes, de esos que huelen a vino imposible.
Era aquello como una alacena de madera por la que hubieran restregado manteca negruzca y en la que miles de moscas tenían su vivienda.
Cuando callaban el aire y los niños, solo se oía el aleteo nervioso de estos insectos y los resoplidos del mulo en la cuadra cercana.
Luego, un olor a sudor y a estiércol que lo llenaban todo con sus masas sofocantes…
En el techo, unas sogas bordadas de moscas señalaban quizá el sitio de algún ahorcado; un mozo soñoliento por el mediodía se desperezaba chabacano con la horrible colilla entre sus labios egipcios, un niño rubito quemado del sol jugueteaba al runrún de un abejorro; otros viejos echados en el suelo como fardos roncaban con los desquiciados sombreros sobre las caras; en el infierno de la cuadra los mayorales hacían sonar los campanillos al enjaezar a los machos, mientras allá, entre las manchas obscuras de los fondos caseros brillaba el joyel purísimo de la hornilla que daba a la maritornes boquiabierta el apagado brillo de un cobre esmaltado de Limoges.
Con la calma silenciosa de las moscas y del aire, rodeados de aquel ambiente angustioso, todas las personas dormitaban.
Un reloj viejo de esos que titubean al decir la hora, dio las doce con una rancia solemnidad. Un carbonero con un blusón azul entró rascándose la cabeza, y musitando palabras ininteligibles saludó a la posadera, que era una mujeruca embarazada con la cabellera en desorden y la cara toda ojeras…
«¿No quieres un vaso?».
Y él: «No porque tengo malo el gaznate».
«¿Vienes del pueblo?»… «No. Vengo donde mi hermana, que tiene esa enfermedad que es nueva»…
«Si fuera rica —contestó la mujeruca— ya el médico se la habría quitado»… «ya… pero ¡los pobres!». Y el hombre haciendo un gesto cansado repetía: «¡Los pobres!, ¡los pobres!»; y acercándose el uno al otro continuaron en voz baja la eterna cantinela de los humildes.
Luego los demás, al ruido de la conversación, se despertaron y comenzaron a platicar unos con otros, porque no hay cosa que haga hablar más a dos personas que el estar sentadas bajo un mismo techo sin conocerse… y todos se animaron menos la embarazada, que tenía ese aire cansado que poseen en sus ojos y en sus movimientos los que ven a la muerte o la presienten muy cerca.
Indudablemente, aquella mujeruca era la figura más interesante del mesón.
Llegó la hora de comer y todos sacaron de sus bolsas unos papelotes aceitosos y los panes morenos como de cuero. Los colocaron sobre el suelo polvoriento, y abriendo sus navajas comenzaron la tarea diaria.
Cogían los manjares pobrísimos con las manazas de piedra, se los llevaban a la boca con una religiosa unción, y después se limpiaban en sus pantalones.
La mesonera repartía vino tinto en vasos sucios de cristal, y como eran muchas las moscas que volaban sobre los pozuelos dulzones, estas se caían a pares sobre las vasijas, siendo sacadas de la muerte por los sarmentosos dedos de la dueña.
Llegaban tufaradas sofocantes de tocino, de cuadra, de campo soleado.
En un rincón, entre unos sacos y tablas, el mozuelo que se desperezaba engullía unas sopas coloradas que la criada le servía entre risas e intentos a ciertas cosas poco decorosas.
Con el vino y la comida los viajeros se alegraron, y alguno más contento o más triste que los demás, tarareaba entre dientes una monorrítmica canción.
Y fue sonando la una y la una y media y las dos, y todo igual.
Siguió el desfile de tipos campesinos, que todos parecen iguales, con sus ojos siempre entornados por la costumbre de mirar toda la vida al campo y al sol… y pasaron esas mujeres, que son un haz de sarmientos, con los ojos enfermos y los cuerpos gibosos, que van con gestos de sacrificadas a que las curen en la vecina ciudad, y desfilaron las mil figuras de tratantes, con sus látigos en la faja, que son muy altos, y los rumbosos de las posadas, y esos hombres castellanos, esclavos por naturaleza, muy finos y comedidos, que tienen aún el miedo al señor feudal, y que al hablarles siempre contestan:
«¡Señor!, ¡señor!»… y los que son de otras regiones, que hablan exagerando sus palabras para llamar la atención… y hasta se asomó por aquella escena pintoresca el prestidigitador, que va de pueblo en pueblo, sacándose cintas de la boca y variando las rosas de color… Y dieron las dos y las dos y media, y todo igual… Como ya había sombra en la puerta, a ella se salieron todos los personajes para gozar del aire perfumado de los cerros…
Solamente quedaron dentro adormilados aún y cubiertos de moscas, dos vejetes muy apagados, que con las camisas entreabiertas enseñaban un mechón de pelo cano de sus pechos, como mostrándonos la muerta bravura de su juventud.
Afuera se respiraba el aire sonado por los montes, que traía en su alma el secreto más agradable de los olores.
Las peladas y oreadas colinas, tan mansas y suaves, invitan con su blandura de hierbas secas a subir a sus cumbres llanas.
Unas nubes macizas y blancas se bambolean solemnes sobre las sierras lejanas.
Por el fondo del camino viene una carreta con los bueyes uncidos, que marchan muy lentos entornando sus enormes ojazos de ópalo azul con voluptuosidad dulcísima y babeando como si masticaran algo muy sabroso… Y pasaron más carretas destartaladas con arrieros en cuclillas sobre ellas, y pasaron asnos tristes, aburridísimos, cargados de retamas y golpeados por rapaces, y hombres, hombres que no veremos más, pero que tienen sus vidas, y sospechosos de los que miran de reojo… y silencios augustos de sonido y color…
Dieron las tres… y las cuatro…
La tarde se deslizaba melosa, admirable…
El cielo comenzó a componer su sinfonía en tono menor del crepúsculo. El color naranjado fue abriendo sus regios mantos. La melancolía brotó de los pinares lejanos abriendo los corazones a la música infinita del ángelus…
Ciega el oro de la tierra. Las lejanías sueñan con la noche.