Jorge Alberto Gudiño Hernández
12/08/2017 - 12:00 am
Comer bien
Hago una pausa para aclarar: yo no soy, ni por mucho, un ejemplo de la buena alimentación. No sólo eso, estoy consciente de ello, de mis vicios y mis deficiencias a la hora de comer y, pese a ello, reniego de quienes buscan convencerme como si de ganar adeptos para algún culto se tratara.
Suelo ser respetuoso con el modo en que ven la vida las personas con quienes convivo. Suelo serlo, porque estoy convencido de que, en muy buena medida, ellos podrían tener razón y yo estar equivocado. Suelo serlo salvo cuando intentan convencerme. Sobre todo, cuando lo hacen a partir de fanatismos. Resulta curioso que, de entre todos los fanatismos posibles, con los que suelo enfrentarme más seguido es con los relacionados a la alimentación.
Hago una pausa para aclarar: yo no soy, ni por mucho, un ejemplo de la buena alimentación. No sólo eso, estoy consciente de ello, de mis vicios y mis deficiencias a la hora de comer y, pese a ello, reniego de quienes buscan convencerme como si de ganar adeptos para algún culto se tratara.
En ese entendido, me he visto enfrascado en discusiones de muchos niveles. En verdad, he pasado por todo. A saber: sobre transgénicos y comida orgánica; sobre la común confusión entre los alimentos genéticamente modificados y los que se cultivan al amparo de los pesticidas; sobre vegetarianismo y veganismo, por supuesto, desde los ovolácticos, hasta los que sólo consumen verduras crudas y caídas de manera natural de los árboles o los menos dogmáticos que aceptan romper su rutina cada tanto; sobre el gluten, sus efectos, los celiacos y cómo el mundo estaría mejor sin la existencia de cereales, esos engendros antinaturales que no fueron diseñados para el consumo humano; sobre las características morfológicas de nuestro aparato digestivo, dientes incluidos, comparadas con las de otros mamíferos, en especial los carnívoros con pocos incisivos; sobre el sufrimiento de los pulpos, las gallinas y la curiosa historia acerca del coraje de los gansos; sobre el azúcar, su satanización y los sustitutos, porque al sabor de los edulcorantes también se termina acostumbrando uno; sobre dietas balanceadas, bajas en grasas, en sodio, en carbohidratos, en proteínas, en fibra, en comida… para no ir más lejos: he discutido, con una de las personas más racionales que conozco, acerca de los cuestionables beneficios de las aguas alcalinas.
Si bien me parece que la alimentación es importante, cuando no fundamental, llegar a ciertos extremos me resulta innecesario e, incluso, contraproducente. M y yo obedecimos con un estricto sentido de responsabilidad todas y cada una de las indicaciones alimenticias del pediatra de nuestros hijos. Ahora ellos son sanos y fuertes. Comen de todo y comen bien (uno más que el otro: hay cosas que no le gustan a los niños). Cuando van a casa de sus amigos y les dan comida orgánica se la comen y no pasa nada. Justo lo contrario pasa al revés. Ya sé de muchos niños que, a sus cinco o seis años, se enferman por comer algo no orgánico. Me parece que es ahí donde descansa el problema. Si una persona es sana y no tiene alergias, tal vez no sea necesario optar por una dieta diferente a la habitual. Insisto: “tal vez”, lo hago así porque siempre habrá argumentos con los que intenten demostrarme que me equivoco y quizá así sea.
Al margen de esas discusiones, soy inflexible en algunos asuntos alimenticios. Lo soy, sobre todo, con mis hijos. Considero que tienen que probar de todo para saber si les gusta o si no. Una vez en ese entendido, están en el más absoluto de sus derechos de decidir no comer algo que no les gusta. También deben moderarse con lo que les gusta.
Ignoro si la ciencia demostrará algún día que los veganos, los orgánicos, los animalistas, los antigluten y demás tenían razón. Espero que no. Aun así, me parece que a la comida se debe llegar no sólo como alimento sino como a un montón de placeres confluyendo. De ahí que prefiera, por supuesto, llevar a cabo todas estas discusiones mientras estamos frente a una mesa llena de viandas. En verdad, los fanatismos nunca han sido buenos.
Una última aclaración: escribo esto desde la cómoda convalecencia por una operación de rutina. En otras palabras, estoy sometido a una dieta insípida y poco sustanciosa. Eso, sin duda, me ha vuelto más intolerante.
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