Diana Ramírez Luna logra algo de lo que pocos pueden jactarse, y es que la ubicación espacio temporal del Jardín es algo perfectamente estructurado, no solamente para que nuestras mentes aprendan a ubicar las dimensiones y recovecos del lugar, sino para vivirlo.
Por Alejandro Volta
Ciudad de México, 12 de junio (SinEmbargo).- Tengo la certeza de que las letras siempre son una especie de medio de salvación para el que las ejecuta, ya sea que porque no puede traducir el discurso que trastabilla en la garganta por el miedo o la pena, por mera catarsis, donde se destila la rabia y el dolor acumulado, o porque la alegría y el amor no tienen cabida en el pecho y el corazón e inevitablemente necesitan desbordarse por los dedos. Sea por el arquetipo o el tropo que sea, es inevitable dejar un pedazo de nuestro yo impregnado en las páginas escritas, y Diana Ramírez Luna junto con El Jardín de las certezas (Camelot América, 2020) no es la excepción a esta regla no escrita.
Como en esta novela, las casualidades no existen y el destino está íntimamente ligado a la vida misma, pues las páginas de esta novela cayeron en mis ojos, en un momento aciago de la vida, así que, amable lector, estoy seguro de que aun en los momentos más grises o en la inevitable puesta del alba, encontrarás un hermoso bálsamo, no solamente en las cuestiones del alma y el corazón, sino también en la hermosa mezcla de colores y matices que regala este Jardín, el cual bien podría sugerir un estilo surrealista, con árboles cual dientes de león, lagos que cambian sus tonalidades y magníficas alboradas sacadas directamente del recuerdo.
Diana logra algo de lo que pocos pueden jactarse, y es que la ubicación espacio temporal del Jardín es algo perfectamente estructurado, no solamente para que nuestras mentes aprendan a ubicar las dimensiones y recovecos del lugar, sino para vivirlo; si uno se toma su tiempo, hasta se puede hacer el plano del sitio y sentirse como en espacio propio, en una de esas acogedoras maisons.
Otro acierto es la interrelación de todos los personajes, teniendo esos reflejos del ser amado vertidos en personalidades tan abrasadoras como Santiago o André, la musicalidad naciente del padre de Natalia (protagonista de la novela) esos boleros y tríos que los años de tecnología y la vida de cartón digital nos ha ido quitando. Ese golpe de nostalgia viene equipado junto con el cine de aquella época, donde tequila en mano, se destilaba la tristeza más áspera.
El síncope de las despedidas está a pedir de boca, ya sea de alguien o algo, el crecimiento que implica dejar ir es la lección más grande en esta novela; bien diría Gustavo Cerati: poder decir adiós, es crecer, y aunque uno nunca puede desprenderse totalmente de la memoria y la nostalgia, es posible dejarla en refractarios que nos recuerden que incluso el dolor puede transmutar al cuenco de la esperanza, lo importante, siempre será existir a pleno.
Pero, amable lector, siempre es mejor caer inmerso en el juicio propio, así que te exhorto a adquirir este Jardín de las Certezas de la mano de Diana Ramírez Luna y a dejarte guiar a un mundo en el cual bien puedes terminar habitando.