Un buen día para empezar

12/05/2020 - 12:00 am

En un oscuro, casi medieval, abril de 2020 pongo ante mí mismo de nuevo “la tarea”. Por múltiples razones había encontrado pretextos para postergar este momento; pese a que hacerlo, lo considero una obligación. El panorama luce espectral. Las ciudades vacías; las personas encerradas en sus casas; los hospitales llenos. ¿Una diferencia? Las redes desbordadas de noticias más falsas que verdaderas. Sigue habiendo quien señala como causa un castigo divino; sólo que ahora con mensajes proselitistas por las redes sociales.

Aunque algunos pueblos, como en el que habito con mi familia, Cholula, la ciudad viva más antigua del continente americano, sigue con mucha actividad. Sus habitantes no se sienten parte de ese orbe global que ahora se paraliza; son colonos de su pequeño mundo plano y caminan a diario en pos de la sobrevivencia. Pese a que colinda y se integra con Puebla –capital del estado centroriental del mismo nombre–, de dos y medio millones de habitantes agregados, y a menos de 100 kilómetros de entrar a la elefantiásica CDMX, capital del país, con sus 30 millones de habitantes conurbados.

Pero hoy me encuentro aquí, entre estas cuatro paredes de un pequeño hotel, confinado en una habitación de piso de madera, acompañado por una cama, una mesa con silla y un ropero. Aquí me agarró la contingencia y como no me permiten viajar, aquí pasaré lo que dure mi encierro. Lo bueno es que, hasta el momento, el hotel mantiene una guardia que nos suministra alimentos vía servicio a cuartos.

La lap y el teléfono me acompañan y me unen al mundo desde esta distancia. El reportaje que me enviaron a hacer, sobre la minera a cielo abierto y su intento de despojar la tierra a sus habitantes, por suerte, ya fue finalizado. Lo escribí y lo envié. Toca a la dirección de la revista decidir sobre su publicación. Así que en este ir y venir de la cama a la mesa, al cuarto de baño y, en ocasiones, a la ventana desde la que se ve la ciudad callada y se aprecia la única torre de la Catedral y los árboles y palmeras que impiden ver los pisos de la plaza central; aquí me apunto a emprender “la tarea”.

Dicen los líderes de las naciones, básicamente occidentales, que se trata de una crisis pasajera. ¿Pasajera a qué? ¿Con boleto a dónde? Si aún no salimos del asombro por las devastaciones de enormes porciones de Australia y de la selva del Amazonas, pulmones del planeta, con los millones y millones de organismos devastados; de posibles especies animales y vegetales extinguidas entre altas espadas flamígeras. Y hace apenas unos años que los desastres se intensifican y que vamos recibiendo y conviviendo con distintas y más severas plagas: VIH, Ébola, SARS, A1HN1…

Hay quien especula que estas pandemias como la del Covid-19, que hoy nos aísla y diezma, haya salido de algún laboratorio. Es posible. Pero, lo indudable es que la acción humana las disemina por el mundo, abonando a su propia destrucción. La Tierra sobrevivirá a su plaga: el homo “sapiens”.

Hace algunos años sé que tengo que escribir los hechos más relevantes de mi vida. La pregunta es por qué siempre he aplazado esta tarea. Como periodista he visto cosas susceptibles de ser rememoradas; como ser humano me he involucrado en causas del tamaño suficiente para asentarlas para la historia; y como persona he tenido una vida rica en amores, desamores y sus reciprocidades. Quizás temo enfrentarme con estos. No lo creo, porque siempre he sido un tipo que he tenido como mejor interlocutor a mí mismo. ¿Entonces?

Hace algunos años, comentaban unos ambientalistas sobre las amenazas del cambio climático y del calentamiento global, los cuales, según muchos científicos, colocan ya en riesgo a la humanidad. Decía en ese entonces, que cuando los verdaderos dueños del mundo se sientan amenazados, no van a buscar una solución “para todos”, como un nuevo planeta o al estilo de la película Wall-e, en la que los sobrevivientes, todos juntos, se van a vivir gravitando en torno al planeta en un satélite artificial mientras esperan el tiempo necesario para repoblar la Tierra. No, claro que no. Cuando el 1% de la población que detenta el 80% de lo que todos los seres humanos producen, se sienta de verdad amenazado, ¡nos van a echar del planeta!

Y me pregunto ¿no estamos asistiendo hoy a los ensayos generales? Cada vez más cerca unos de otros. Y más específicamente dirigidos: hacia los homosexuales, los negros, los jubilados, los pobres (bueno todas estas pandemias y tragedias culminan siempre por lapidar a los más pobres).

El hotel cuenta con un pequeño salón con algo de equipo para hacer ejercicio. Mas, por la contingencia, no nos permiten visitarlo. Así que, cuando me siento un tanto entumido, hago lagartijas en el piso y abdominales haciendo palanca con mis pies anclados bajo el soporte de la cama. Sigo pensando: quizás no me he dedicado a “la tarea” –así le llamo desde hace algún tiempo– de escribir mi vida; porque, muy en el fondo, no había visto en el horizonte atisbos de final. La noche ha sido siempre para mí sólo una parte del día.

Así, en este mundo movido por la ganancia; orbe de diseño que no tiene en sus nóminas a seres humanos, sino a consumidores (antes que consumidores, compradores. A las compañías, en realidad, no les importa si se usa o se desperdicia lo adquirido. Les importa cobrarlo; que sus cuentas bancarias engrosen como pavos antes del “Día de gracias”); cuya finalidad es generar dinero, cueste lo que cueste a los individuos, a la sociedad y a la naturaleza; en el que ninguna razón que esté del lado de las personas vale algo; en este mundo de guerras comerciales y bacterianas, de ejércitos invasores, de fronteras cerradas y nacionalismos rupestres, de represiones a lo diferente y autocensura ideática asumida… y además encerrado en la casa por quién sabe cuántos días más, me arranco a escribir lo que de alguna manera considero una tarea pendiente, una deuda.

Esta civilización siglo XXI, como todas las anteriores ha tenido en el miedo una herramienta de gobernabilidad. El pánico a las guerras, a la represión, a la pérdida del trabajo, del sustento, a la enfermedad y a la muerte. Asustadas, las personas aceptan con mayor facilidad las migajas que desde los penthouses del poder se les salpican, como a las palomas en el atrio de la Catedral. El miedo a lo que sea es un arma de dominio, de gobernabilidad. Y la sucesión de pandemias de estas últimas décadas parece contribuir a la generalización del terror. Terror viral. Por medio de todas las formas de viralizarlo posibles.

Y el autoritarismo de los aparatos de Estado; mejor debería decir: de los dueños de los supraEstados, que a su vez mandatan a quienes se encuentran a la cabeza de los Estados nacionales… A los dueños del mundo les queda “como anillo al dedo” una crisis humanitaria como ésta. Para reacomodarse como lo hacen en todas las crisis; para deshacerse de nuevos tiradores, aspirantes arribistas, advenedizos pseudocompetidores.

Pero en esta ocasión, además, para reforzar y modernizar sus mecanismos para “vigilar y castigar”, como explicara Michel Foucault1, a la gente, al pueblo, a las personas. Lo han hecho siempre. Ahora pueden revisar hasta tu temperatura corporal y detenerte si te equivocas al doblar una calle. Campañas mediáticas atemorizadoras. Cierre de fronteras. De aeropuertos. De transportes. De traslados. Personas confinadas. ¿Son experimentos? ¿Holocaustos democráticos?

De cualquier manera, las sociedades que resurjan de este episodio serán diferentes: apanicadas, ultravigiladas, endeudadas, virtualizadas y más farmacodependientes.

Este es el primer año de los 65 que llevo vivo, en que no veo celebraciones multitudinarias con motivo de la “Semana mayor”. Aglomeraciones de gente cargando ramos tejidos de palma. Multitudes peregrinando en la visita de las siete casas. Viacrucis masivos. Manifestaciones en silencio. Quizás, después de casi siete siglos de la peste negra, aprendimos que la flagelación sólo expande la muerte.

La muerte. Quizás esa sea la llave que no había sentido en las manos. Son poco más de las dos de la mañana. Camino hacia la ventana. Detrás de ella solo se percibe oscuridad, apenas interrumpida por algunas farolas encendidas por acá y por allá a las que rodea una neblina que sofoca su luz en escasos metros. El horizonte es imperceptible. Negro. Cubierto por una capa espesa de alquitrán.

Acompañado de esta no visión; en estos días infaustos me doy a “la tarea”. Abro la lap y comienzo a escribir Mis memorias.


1 “…Cuando se les dice: ‘Están naciendo los nuevos Hitler sin que ustedes se den cuenta’, saben que es falso. En cambio, si se les habla de su experiencia real, de la relación inquieta, ansiosa, que tienen con los mecanismos de seguridad –¿qué acarrea consigo, por ejemplo, una sociedad completamente medicalizada?, ¿qué se deriva, en cuanto efecto de poder, de los mecanismos de seguridad social que van a vigilarlos día tras día?–, en ese caso, entonces, lo aprecian muy bien, saben que no es fascismo sino algo nuevo.”

Foucault, Michel, El poder, una bestia magnífica. Sobre el poder, la prisión y la vida. Siglo XXI Editores,

Argentina, 2012.

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