No sé si llamarlo paradoja, ni tampoco pretendo denostar una u otra circunstancia en la historia de un libro; sin embargo, debemos reconocer que las reglas del juego han cambiado, en el sentido de que los procesos a través de los cuales un autor llega a sus lectores ya no se define exclusivamente por los encauces de la crítica y el establishment de las letras
por Alejandro Espinoza
Ciudad de México, 12 de marzo (SinEmbargo).– Imaginemos este escenario: un joven, de aproximadamente veinticinco, veintiséis años, acaba de terminar de escribir una colección de relatos. Vive en una ciudad no-metropolitana (lo cual quiere decir quizás, no-protagónica, no paradigmática, anodina, una ciudad como cualquier otra ciudad anónima) y ha estado inserto en varias comunidades virtuales de escritores en otras ciudades de iguales circunstancias, anunciando por medio de mensajes de texto, posts en su blog o en Facebook o en Twitter, posibles videos en Youtube, conversaciones con amigos y cómplices y aliados invisibles que conoce de Antofagasta, Chile, de Norfolk, Inglaterra o de Torreón, Coahuila.
Adjunto a su anuncio podrán encontrarse una serie de caminos por los cuales el lector potencial tendrá acceso a estos cuentos, ya sea con un archivo en pdf, con la apertura de una cuenta en un servicio de print-on-demand, en formatos de pasta gruesa, pasta delgada, versiones para kindle y de ahí en adelante se dedica a promover por estas vías alternativas lo que probablemente sea –y es que esto puede ser peligrosamente relativo—una obra maestra o un terrible y torpe intento de escritura literaria.
La propuesta flota en el aire. Estos procesos viven en sus propias burbujas.
Ausente de todo ejercicio crítico o de discusión en el campo, el libro no obstante puede ser leído, discutido y disfrutado en el exterior, en una red de complicidad democrática donde se hace caso omiso de las formas habituales de dicho campo.
En ocasiones, estos libros saltan a la vista de críticos y escritores que rinden sus alabanzas o despotrican contra la mediocridad y amateurismo de aquellos que “tienen la osadía” de producir obra como si esto fuera cualquier cosa.
En el interim, este libro es leído por más de cien mil personas alrededor del mundo. Nadie dice nada, todos los celebran desde esa extraña privacidad colectiva que han generado las comunidades virtuales y la vida sigue.
Es posible que en ese mismo tiempo, el libro de un autor consolidado y venerado por el campo, cuyas reseñas manifiestan cómo los críticos se quedan sin aliento al imaginar no tanto la genialidad del autor sino la absoluta injusticia de que dicho autor se mantendrá en condición de marginado, por siempre “de culto.” Estos críticos y otros cuantos, digamos, unos mil, leyeron realmente ese libro.
No sé si llamarlo paradoja, ni tampoco pretendo denostar una u otra circunstancia en la historia de un libro; sin embargo, debemos reconocer que las reglas del juego han cambiado, en el sentido de que los procesos a través de los cuales un autor llega a sus lectores (exceptuando los del ámbito comercial, que para eso tienen todo el aparato publicitario y distributivo de las grandes casas editoriales) ya no se define exclusivamente por los encauces de la crítica y el establishment de las letras,el mismo que, alternativamente, se queja de la ausencia de propuestas literarias audaces, al tiempo que critican la facilidad con la que se cualquiera puede publicar hoy en día, lo que sea, aunque sea de ínfima calidad.
También, por supuesto, debemos reconocer que el derecho que proclama el escritor que difunde su trabajo por estas vías emana de una democratización de la producción literaria (y de las artes visuales y de la música, incluso del cine) que trae como consecuencia una sensación de desorden o inestabilidad –y la consiguiente ansiedad—en el sentido o rumbo que tiene la expresión artística en general. No es sólo cuestión de otorgar valores. Es el empeño de un canon, una tradición y un sentido histórico que sirven como sustento o validación del arte en general.
Existe, pues, una pérdida de piso, si se quiere, de discernimiento, que sigue siendo estable a través de los vehículos tradicionales (la oficialización de las reseñas en revistas literarias) y expandidos (las notas o brevísimas menciones en revistas comerciales, quienes abrieron una sección dedicada a la literatura, normalmente de una o dos páginas, pero cuya mención no pasa de las dos líneas de texto), pero que en el marco general han generado una cortina de humo interesante para el desarrollo de la literatura; y digo interesante, porque este dilema no es ni síntoma ni consecuencia de una depravación del orden.
En realidad, es un desafío a la capacidad transformadora que ha tenido el arte y la literatura a lo largo de nuestra historia, y que hoy se vuelve líquida, efímera. Y por lo tanto, inestable.
Alrededor de este contexto se encuentra el escritor que no vive en las grandes ciudades; por lo menos en países latinoamericanos (en Estados Unidos e incluso en Canadá los escritores viven felices arraigados en su sitio predilecto, pero su sistema de producción y distribución literaria es más pragmático y sobre todo menos cortesano; Europa tiene una dinámica similar), el escritor de provincia está pasando por una transformación.
A QUÉ ME REFIERO CON ESCRITOR DE PROVINCIA
Pero antes de continuar con estas reflexiones, quisiera puntualizar a qué me refiero con “escritor de provincia.” Primero que nada, debo señalar que la mayoría de los escritores somos “de provincia”; en su devenir vagabundo, trotamundos, nómada o simple caminante (que en ocasiones su caminado viene acompañado de una embestidura diplomática o legitimadora, digamos, a partir de que obtuvo membresía en el Sistema Nacional de Creadores), todos, o por lo menos la mayoría de los escritores han tenido una clara conciencia de que “vienen de un pueblito.” No todos, por lo tanto, son “cosmopolitas.”
¿Ejemplos? Arbitrariamente: Kerouac nació en Lowell, Massachussetts; Hemingway en Oak Park, Illinois, García Márquez, en Aracataca, Colombia; Burroughs en Saint Louis, Missouri; Juan José Arreola –legendariamente, o por lo menos él lo convirtió en leyenda—en Zapotlán el Grande, Jalisco; Sergio Pitol es de Puebla; Gabriel Zaid nació en Monterrey, Jesús Gardea en Delicias, Chihuahua y si queremos ser contundentes, incluso puede decirse que Miguel de Cervantes provenía de un “pueblito,” Alcalá de Henares (según los historiadores); William Shakespeare nació en Stratford-upon-Avon, sitio que, por supuesto, ha sido resignificado como “el lugar donde nació Shakespeare,” de modo que ya se imaginarán el número de cafés y callejuelas y remembranzas físicas y urbanas a la figura del progenitor de Chespirito.
Por otro lado, hay que distinguir también al escritor de provincia del escritor “provinciano,” muchas veces truncado en las formas y devenires de la expresión literaria decimonónica, que conserva esa peculiaridad naive del artista informal, que emula ciertas fórmulas probadas, que considera que todavía pueden figurar un descubrimiento que combine las mejores retóricas de Kafka, Nietzsche y Hesse[i] y cuyos libros y plaquettes se encuentran atiborrando sus libreros y el de docenas de otros escritores locales que, simplemente, no van a leerlo.
O alternativamente, es la figura emblemática del escritor tallado de modernismo, que ya tiene sesenta años y que esboza dos tres ejercicios rulfianos, ya saben, para recuperar la jerga, las crónicas y los sentires de su pueblo, exprimiendo todas las manieras lingüísticas que encontramos en el autor de Pedro Páramo, pero carentes de esa sustancia que la convierten en la obra que es, que siempre ha sido y que siempre será.
De manera que, tomando en cuenta estas variaciones, la condición de escritor de provincia que quiero señalar, viene acompañada históricamente de una diáspora que dirige los rumbos de los autores a los epicentros de producción literaria; de la periferia a Ciudad de México, con dos tres paradas en Xalapa, Monterrey o Tijuana; no obstante, sus orígenes están en aquella geografía, aquel terruño que José Revueltas señaló como el sitio que la memoria jamás abandona, ya que lo cargamos a cuestas como peso, como mierda o como sustento.
En ese sentido, la geografía originaria de los autores se convierte en un espacio al que acogen como espacio de significado o al que rehúyen, a partir de que confeccionan un determinado ethos literario que les permite extraerse de la localidad para pensar desde una (aparente) “universalidad.”
En otras palabras, un escritor proviene siempre de otra parte, y se integra al espectro de producción literaria de una nacionalidad determinada, ya sea a partir de que reafirma las condiciones de su entorno (“escritor del norte,” “escritor fronterizo-tijuanense,” “escritor del desierto” “escritor de las rancherías” “escritor de las cantinas”, “escritor de los talleres literarios”) las cuales le permiten ingresar al campo como aquello distintivo que le otorga cierto exotismo a su obra, o intentan una desterritorialización de sus imaginarios, para situarse “en cualquier parte”, en un tiempo y en un espacio no definido.
Sin embargo, hay algo más que hemos traído a cuestas los escritores de provincia y que las recientes transformaciones en los procesos de distribución de la información han redefinido ciertos caminos. Me explico.
Volvamos un poco a la vida de ese escritor de provincia que compartió su recién creada obra a partir de las redes sociales virtuales. ¿Cómo fue su formación? ¿Qué lecturas han definido su conocimiento de la literatura, su desarrollo, sus formas, sus géneros, sus estructuras? ¿Qué espacios le brinda su entorno para poder dedicarse a una lectura enriquecida por el diálogo, ya sea a través de un círculo de lectura o de un cotorreo de café con otros amigos? ¿Qué tan bien nutridas están las librerías de su localidad, que le han permitido tener acceso a lo nuevo, lo distinto, lo imprescindible, lo necesario, incluso?
Uno de los atributos, y al mismo tiempo, una de las carencias del escritor de provincia es su autodidactismo, y este se encuentra íntimamente ligado al tipo de educación que recibió, la que, seamos honestos, es una moneda al aire, ya que por cada buen maestro de literatura en secundaria, existe una centena que proporciona como lectura obligatoria los libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Digo que es un atributo, porque de tener una formación afortunada (buen acceso a libros, posiblemente una buena colectividad de individuos con intereses afines que se rebotan novelas, libros de cuentos y demás, la llegada de autores que ofrecen talleres reveladores, así como la posible presencia de autores locales de mayor edad que acogen desinteresadamente a quienes tienen una afición por la escritura), existe la posibilidad de trasgredir; y sigo pensando que este es un ingrediente imprescindible para la escritura, en cualquier época. Dicha trasgresión, cuando tu formación intelectual no fue estructurada académicamente (ya que en muchas de las ciudades de provincias no hay programas de estudios en Filosofía y letras), tiende a ser más libertaria que en otros contextos, donde el peso de la tradición y el sometimiento a las formas generadas por el estudio literario (que puede ir del canon a lo lingüístico a la teoría cultural al estructuralismo a las horrendas disquisiciones que intentan deconstruir la forma), tienden, mayormente, a truncar los procesos creativos desde los que emana la escritura. Precisamente porque las formas, identificadas académicamente, se estabilizan, son objetos de estudio, son razonados al grado de que se pierde el entendimiento de que la escritura es el resultado de una contingencia, como toda la naturaleza.
Esto puede convertir al escritor de provincia en un snob insufrible o en una especie de leyenda viva, alguien que será buscado como héroe local por parte de los escritores que lleguen de visita a la ciudad por un encuentro organizado por la institución cultural en turno y le rendirán pleitesía o lo llevarán a pistear cognac, le pasarán unas líneas de coca y lo invitarán a colaborar en la próxima antología de cuentos de realismo crudo escritos por gente de su generación.
A las cinco de la mañana, se confesarán entre todos que siempre han sido fans de The Cure. Escucharán Love song y se acordarán de la prepa, cuando los sueños eran simples, llanos y te quedaste clavado en ese cuento de El llano en llamas que leíste en el libro de literatura de quinto semestre.
Por otro lado, también se puede convertir en el surtidor de títulos legitimadores para sus coetáneos, creando grupúsculos y cofradías dedicadas a la repartición de premios locales; puede igualmente convertirse en un tipo huraño y gris que se esconde en un trabajo relacionado con su carrera, que siempre sueña con el día en que su genialidad será descubierta, y sueña con ser el autor de setenta años que vive un segundo aire cuando lo convierten en celebridad internacional; y, finalmente, puede simplemente huir de la ignominia. Y desaparecer.
[i] Sí, así de arbitrarios; y si no me creen, visiten las bibliotecas locales de sus ciudades: es muy probable que éstos sean los autores más leídos; son como los formadores de la actitud rebelde y trasnochada de dos que tres poetas que luego renuncian a la literatura, no sin antes haber configurado toda una personalidad trágica y torturada. Van y vienen de las salas de lectura y los cafés literarios como espectros sin rumbo. Luego estudian derecho y se unen al PRD.