El escritor boliviano Rodrigo Hasbún fue conocido internacionalmente por Los afectos, la historia de Monika Ertl, la guerrillera que le quitó la vida al verdugo del Che Guevara. Ahora saca Las palabras, «un capricho mío» que Rose Mary Salum, la editora de Literal, le ha regalado.
Ciudad de México, 12 de enero (SinEmbargo).- Leer Los afectos, del escritor boliviano Rodrigo Hasbún (1981) es ir directamente a la guerra tremenda que sufrió el continente sudamericano, fruto de la Escuela de las Américas y con su doctrina de Seguridad Nacional que tantos muertos dejó en nuestra área.
“Los afectos aborda la paulatina desintegración de los Ertl, una peculiar familia de aventureros que, tras la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, decidió exiliarse en Bolivia. Es en esas tierras extrañas donde el cabeza de familia, Hans Ertl, pretende alcanzar el gran sueño de Paitití, la ciudad perdida de los incas que se oculta en algún lugar inhóspito de la selva amazónica. Ni su mujer ni sus tres hijas saldrán indemnes de las inalcanzables quimeras y las ausencias de este padre explorador. Pero será Monika, la mayor y la más aventurera, la única que acabe heredando su carácter inconformista para lanzarse, con los años y en aras de sus convicciones, a un objetivo mucho más temerario”, es la sinopsis de la novela.
Narra, en definitiva, la historia de Monika Ertl, la mujer que le quitó la vida a quien le quitó las manos al Che Guevara y que luego fue asesinada por un amigo nazi de su padre, en un drama que une a la Segunda Guerra Mundial con las dictaduras latinoamericanas.
Los alemanes exiliados en Bolivia es como un continuum de los dramas humanos que unen al planeta mucho más que la felicidad o el optimismo.
Ahora, ha lanzado el pequeño volumen Las palabras (textos de ocasión), por la editorial Literal, un trabajo con la pluma libre, sin estar atado a un tema o a un tiempo y que revela el grado de sensibilidad de este joven escritor boliviano.
En la obra de Hasbún, además, están los libros de cuentos Cinco (Gente Común, 2006), Los días más felices (Duomo Ediciones, 2011), Cuatro (El Cuervo, 2014) y la novela El lugar del cuerpo (Alfaguara, 2009).
“En la creación literaria hay una especie de motor que podemos desarmar y analizar. Eso es lo que yo hago en el taller, ver cómo funciona ese motor en cada uno y que, a partir de eso, se desarrollen estrategias para cada participante en sus propias búsquedas literarias” detalla Hasbún, quien reconoce que “el camino del escritor es muy solitario… se busca constantemente a sí mismo, y se pierde constantemente a sí mismo… el taller puede servirles en esa búsqueda escuchando lo que otros, no sólo yo, tengan que decir”, le dijo al periodista David Dorantes, en Houston, la ciudad donde vive y donde se dedica, entre otras cosas, a dar talleres literarios.
–Quería preguntarte por Los afectos, primero que nada…es una historia maravillosa.
–Me enteré de la historia de la familia Ertl y quedé fascinado. Primero el padre, que había trabajado con Leni Riefenstahl y que había venido a Bolivia para buscar la zona del Paitití, pero también con la historia de la hija mayor, Monika, que se involucra con la guerrilla de izquierda.
–¿El padre sabía que ella estaba metida en la guerrilla?
–Sí, el padre sabía y estaba muy dolorido porque Klaus Barbie, que era amigo del padre, la identificó y la hizo matar. Durante muchos años pensé que iba a escribir una novela sobre Barbie, porque es un personaje tremendo, el tema es que cuando me crucé con la familia Ertl, me impresionó mucho y decidí escribir sobre ellos.
–¿Cómo ha sido vivir con estos nazis en Bolivia?
–En Bolivia trabajaron de cerca con Banzer. No tuvieron mucha visibilidad, supieron ocultarse bien, se asimilaron.
–La novela tuvo muy buen recibimiento.
–Yo no había sido traducido hasta entonces y fue el primer libro que recibió atención internacional. La tradición literaria boliviana está invisible fuera del país. Tuve la fortuna de que este libro tocara alguna sensibilidad y se tradujo a varios idiomas. Le tengo un poco de miedo a la palabra representar, porque no estoy seguro de eso, pero sí es posible que forme parte de una generación que ha estado expuesta a otro tipo de influencias, una generación más conectada, que ha viajado más.
–¿Una generación más alimentada?
–Sí, es una generación que ha tenido muchas más posibilidades y que ha estado más expuesta a lo que se hace en otros lados. Curiosamente o significativamente muchos de los escritores viven fuera de Bolivia. Evidencian ciertas circunstancias de cómo funciona el país, son escritores que han intentado preservar la escritura, porque si estás en Bolivia, la literatura desaparece. Estados Unidos se está volviendo un polo de la literatura latinoamericana. Con el Gobierno de Evo Morales pasan dos cosas, una es que el país se ha vuelto más visible en lo internacional y la otra es que la gente ha aumentado su autoestima. En estos últimos 15 años Bolivia se ha mirado a sí misma y ha asumido su complejidad.
–Las palabras es emocionante y coincido mucho, por ejemplo en el tema Kiarostami.
–Uy, a mí Kiarostami me voló la cabeza. Veo a Bolivia reflejada en el tratamiento con Irán. Ese librito surgió a partir de la amistad que tengo con Rose Mary Salum, de Literal Ediciones. Gracias a su insistencia, comencé a ver lo que tenía guardado y fue una experiencia curiosa leerlos juntos, ver que hay ciertas continuidades, como decía Piglia, hay una cierta biografía involuntaria. Es un capricho que me ha regalado Rose y que yo he aceptado feliz.
Fragmento de Los afectos, de Rodrigo Hasbún, con autorización de Literatura Random House
Fragmento
PAITITÍ
El día que papá volvió de Nanga Parbat (con unas imágenes que trituraban el alma, tanta hermosura no era humana), mientras cenábamos, nos dijo que el alpinismo se había tecnificado demasiado y que lo importante se estaba perdiendo, que ya no escalaría más. Tras oírlo mamá sonrió como una idiota, creyendo que esas palabras contenían algún tipo de promesa, pero se quedó callada para no interrumpir. Es la comunión con la naturaleza lo que importa, siguió diciendo él, la barba más larga que nunca, tan oscura como sus ojos un poco desquiciados, la posibilidad de llegar a los lugares que han sido abandonados hasta por Dios es lo que importa. No, por Dios no, se corrigió, en el principio de uno de esos monólogos que duraban horas apenas llegaba, antes de que empezaran a crecerle el silencio y las ganas de emprender una nueva aventura, es más bien en esos lugares donde se lo encuentra, donde Dios descansa de nuestra ingratitud y sordidez.
Monika y Trixi lo oían sumidas en una hipnosis incipiente y mamá ni qué decir. Éramos su clan, las que lo esperábamos, hasta entonces siempre en Munich pero ahora en La Paz desde hacía un año y medio. Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse pero también volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse una vez más. Solía suceder luego de unos meses de quietud. Esta vez, justo después de quejarse del alpinismo, con la boca medio llena, mencionó que pronto se largaría en busca de Paitití, una antigua ciudad inca que había quedado enterrada en medio de la selva amazónica. Nadie la ha visto en siglos, dijo y me dio pena mirar a mamá, constatar lo poco que le había durado la ilusión. Está llena de tesoros, los incas los resguardaban ahí de la codicia de los conquistadores, añadió él, pero eso era lo que menos le interesaba, su único tesoro sería encontrar las ruinas de la ciudad. Lo cierto es que a su regreso de Nanga Parbat había hecho una escala decisiva en São Paulo y finalmente tenía el financiamiento y los equipos. No hay que olvidar cuánto tiempo pasó desapercibida Machu Picchu, dijo, durante cientos de años nadie sabía que estaba donde está, hasta que el audaz de Hiram Bingham la encontró.
Papá se sabía los nombres de mil exploradores, yo no. Me faltaba un año de colegio y mis preocupaciones eran otras, entre ellas qué haría después. La Paz no estaba tan mal, pero era caótica y nunca dejaríamos de ser extraños, gente venida de otro mundo, un mundo envejecido y frío. Al menos ya habíamos logrado adaptarnos, después de meses de meses luchando contra todo, incluido el bendito español. Mamá apenas podía hablarlo, pero mis hermanas lo manejaban cada vez mejor y yo me defendía sin grandes dificultades. Mi segunda opción era regresar a Munich. Me disuadía el hecho de que Monika estuviera considerándolo también, porque en ese caso quizá terminaríamos viviendo juntas. Ella tenía dieciocho recién cumplidos y acababa de graduarse y estaba más confundida y rabiosa que nunca. Con sus crisis nerviosas había logrado que todo girara a su alrededor aún más que antes, y que Trixi y yo tuviéramos que resignarnos a ser personajes secundarios, un poco como mamá en relación con papá. Era feo verla revolcándose, no voy a negarlo. Era impactante, horrible incluso, hasta habíamos tenido que atarla la última vez. ¿Papá ya sabía? ¿Se lo había contado mamá en alguna carta? ¿Se lo había contado más temprano, apenas se quedaron solos en su cuarto, antes de la cena? Aunque mamá llevara meses implorando, Monika no le daba importancia al asunto (no es nada, decía, déjenme en paz) y se negaba tajantemente a visitar a un psiquiatra o a un médico internista.
En cualquier caso, el desorden interior de mi hermana coincidiría diez días después de la llegada de papá con esto otro: los arqueólogos brasileros a los que esperaba le notificaron que necesitaban postergar el inicio de la expedición. Él no entendió los motivos o los asumió como una afrenta personal, y una tormenta de mierda se desató entonces en casa. En los días siguientes lo oímos hacer llamadas interminables, cerrar puertas con todas sus fuerzas, amenazar y gritar. Entre medio se la pasaba rumiando como una bestia en cautiverio, como un hombre que lo ha perdido todo. Nosotras estábamos de vacaciones y no podíamos eludir el martirio. Al fin, una tarde en la que Monika y yo lo ayudábamos en el jardín, le propuso a ella que lo acompañara. Mi hermana no sabía si quería estudiar ni qué estudiaría si lo hacía, ni dónde lo haría de hacerlo. Por lo demás, ella había sido la que cuestionó más la decisión de instalarnos en Bolivia, hasta en el barco sus reproches fueron de nunca acabar. No podemos dejar nuestras vidas así como así, decía antes de que empezara el pataleo, eso no se hace. Empezar de cero es una oportunidad que pocos tienen, decía papá. Empezar de cero no se puede, lo cortaba mi hermana, irse es de cobardes. Ante palabras como esas él se quedaba callado y a ella su silencio le daba rienda suelta, al menos hasta que él perdía la paciencia, y entonces mamá nos decía a Trixi y a mí que nos fuéramos a pasear por la borda mientras ellos se quedaban discutiendo, a veces durante horas. Luego, el día que llegamos a La Paz, entendí mejor los temores de mi hermana. Nada era reconocible (había niños mendigando por las calles, indios cargando bultos enormes en sus espaldas, demasiadas casas a medio construir), y en general todo se veía precario y sucio. Un par de meses después, ya acomodadas en un barrio céntrico y luego de que papá se hubiera ido a Nanga Parbat, empezaron las crisis nerviosas de Monika. Había pasado más de un año desde entonces. Ahora, en el jardín, para mi sorpresa, aceptó de inmediato la propuesta que él acababa de hacerle.
Obviamente papá intentaba matar dos pájaros de un tiro: contar con su ayuda para la expedición, que según supimos entonces había decidido no retrasar un solo segundo, pero además alejar a Monika de sus demonios y de su incertidumbre. Tras oírlo, incrédula, dije que también debía llevarme. Tú todavía estás en el colegio, pelotuda, se entrometió mi hermana. Puedo faltar unos meses, respondí sin perder la calma, y luego volví a dirigirme a papá. Algo como esto podría ser importante en mi vida, dije, tú lo sabes mejor que nadie. ¿Cómo sería para él volver a casa después de tanto tiempo rodeado de naturaleza inhóspita, acompañado únicamente por hombres parecidos a él? ¿Habría pasado algo de lo que no estábamos al tanto para que no quisiera seguir escalando? Y con lo de Paitití, ¿qué buscaba realmente? ¿Y yo? ¿Faltar a clases nada más? ¿Sentirme única entre mis amigas, que reventarían de la envidia al enterarse? ¿No quedarme atrás en relación con Monika? Como si lo hubiera previsto todo, incluidas las preguntas que me estaba haciendo, se le formó una sonrisa rara a papá mientras asentía. Se me heló el pecho y miré a mi hermana y ella me miró y ya ninguna supo qué decir. Supongo que nos dio miedo saber que el asunto iba en serio.
Es necesario estar preparados, dijo él al rato. Entre nosotros hablábamos en alemán, las pocas veces que debíamos hacerlo en español se sentía falso. Atardecía, pronto tendríamos que volver adentro. Ya habíamos terminado de desyerbar el jardín, solo faltaba hacerle un nudo a la bolsa de yute y salir a la calle a botarla. Materialmente estamos más que listos, dijo, tenemos trajes a prueba de picaduras, aparatos de radiotelegrafía, escalas de aluminio, estuches especiales para proteger el celuloide, una cámara estupenda, tenemos todo lo que necesitaríamos para llegar al mismísimo fin del mundo. Ese equipo pudo comprarlo gracias al apoyo de algún ministerio boliviano y del instituto brasilero, que había aceptado que se fuera sin su gente. El futuro sucederá aquí, lo había escuchado decir varias veces en los últimos días, Europa ha perdido la oportunidad, es el turno de países como este. En el nuestro ya no lo querían y el desprecio era mutuo, aunque la cinematografía alemana le debiera tanto. Durante las Olimpiadas de Berlín, en la famosa producción de Leni Riefenstahl, papá había sido el primer camarógrafo en filmar bajo el agua y en hacer unas tomas aéreas increíbles, el primero en tantas cosas. También se había dedicado durante años a sacar fotos impresionantes de la guerra. Lo sabían todos y nosotras más que nadie, no por nada tuvimos que mudarnos de continente y de vida. Materialmente estamos preparados, insistió él en el jardín, poniéndose al hombro la bolsa de yute, pero logísticamente aún no, ni física ni mentalmente, y espiritualmente menos. ¿Sabría mamá? ¿Lo habrían discutido ya? ¿Nos iríamos sin su consentimiento? No será fácil, dijo él, nadie dijo que lo será, ni para ustedes ni para mí, pero encontraremos Paitití. Paitití nos espera hace siglos, dijo, llegaremos cueste lo que cueste.
Tres semanas después el nuevo grupo estaba conformado y listo para partir. Por supuesto, papá era el jefe de la expedición. No era arqueólogo, nadie lo era en el grupo, pero eso no importaba, al menos por ahora no. Rudi Braun había emprendido aventuras similares (acababa de volver del Chaco) y no parecía atado a nada y sabía de sobra quién era papá, por lo que no fue difícil convencerlo. A mí me bastaron dos segundos para enamorarme hasta las patas y para sentirme afortunada por estar ahí. Entomóloga de profesión, la señorita Burgl llevaba meses anclada en Bolivia, adonde había llegado a estudiar algún tipo de insecto. Ella ayudaría con lo que hiciera falta pero además se dedicaría a recolectar muestras de fauna. Por último, Monika y yo nos encargaríamos de un sinnúmero de tareas, entre ellas asistir a papá en el rodaje del documental que se había comprometido a hacer.
Viajamos en una Kombi hasta donde se pudo. Era lenta, quizá por lo cargada que estaba. Ese primer día pasamos por Balca y Chacaltaya, deteniéndonos cada tanto para que él filmara o tomara fotos. Antes de partir nos había enseñado cómo ayudarlo y para entonces ya sabíamos armar el trípode en un abrir y cerrar de ojos, conocíamos los lentes de memoria, entendíamos en detalle el funcionamiento de la cámara. L …