Alma Delia Murillo
12/01/2013 - 12:01 am
Posmodernos contra el envejecimiento
He descubierto mi primera cana: blanca, brillante, llamativa, hija de puta. Señal inequívoca de envejecimiento. Qué dolor, qué pena. Qué chingadera. Qué tragedia. La tragedia de envejecer en estos tiempos de culto fanático a la juventud. El tiempo pasa. Lo voy a repetir: el – tiempo – pasa. Es así y no hay remedio, la […]
He descubierto mi primera cana: blanca, brillante, llamativa, hija de puta. Señal inequívoca de envejecimiento. Qué dolor, qué pena. Qué chingadera. Qué tragedia. La tragedia de envejecer en estos tiempos de culto fanático a la juventud.
El tiempo pasa. Lo voy a repetir: el – tiempo – pasa.
Es así y no hay remedio, la vejez llega por más que se multiplique la plaga de mujeres de setenta años rellenas y restiradas en cada milímetro del cuerpo, vestidas como si tuvieran diecisiete, pensando como si tuvieran diecisiete, forradas de pies a cabeza con accesorios infantiles del tipo Hellow Kitty. No lo invento, asómense al aeropuerto de Monterrey o de Guadalajara, al supermercado o a un centro comercial. Es una perversión total y dolorosa. Lo jodido es que lo vemos tanto que ya no lo vemos. Parecen locas de mitología o de leyenda de pueblo, en mi pueblo estaba Caritina La Loca, por ejemplo. Que a sus setenta deambulaba por las calles maquillada y arreglada a todo trapo, acercándose con las fauces bien abiertas a los hombres jóvenes que veía pasar. Pero era una loca, alguien que había perdido contacto con la realidad y con su ciclo de vida. Ahora nos parecen muy normales.
Me resulta tristísimo contemplar amigos en sus treinta y cuarenta años viviendo en casa de los padres porque aún son jóvenes y no saben qué hacer con su lejano y prometedor futuro de adultos. Qué digo amigos: países enteros cuya juventud aún no desteta. No voy a ahondar más en el tema porque ya lo hice y todavía no me repongo de la histórica paliza que me dieron mis queridos lectores.
Aunque pensándolo bien, qué remedio. A riesgo de recibir La Paliza (segunda temporada), voy a decirlo de la única manera que se me ocurre: estamos muy pendejos. ¿Qué nos hizo creer que podríamos detener el paso del tiempo? A ver, digámosle al Sol que se detenga o a la Tierra que deje de girar. Pues no, ni Cronos. Ni cómo.
No sé en qué momento nos convencimos de que la juventud es el único paraíso habitable de la existencia. ¿De verdad? Tal cosa sería como pensar que en una experiencia sexual, lo único que importa es el orgasmo: ¿y el maravilloso estado de ensoñación posterior?, ¿y el abrazo infinito, los besos, las ganas de llorar?, ¿y la contemplación del otro con cara de idiota?, ¿y las risas?, ¿y el deseo de volver a intentarlo?
Adultos de veinticinco comportándose como adolescentes de catorce. Adultos de treinta y cinco viviendo como si tuvieran veinte. Los de cuarenta como de treinta y los de cincuenta en una descarnada lucha contra las arrugas, las canas y las manchas en la piel. Todos embobados con la cándida sentencia de que los cuarenta son los nuevos treinta y que vamos en esa misma escala hacia abajo en cada década de la vida. A mí no me engañan, que alguien le diga a mis ovarios que no tenemos treinta y cinco sino veinte y que queremos lograr cuatro embarazos. No creo, por más ganas y actitud que tenga, cada célula de mi cuerpo ha recorrido el tiempo que llevo en este mundo tratando de volverme un ser humano.
Tengo que hacer una referencia obligada, lo digo sin juzgar porque todos somos una patología andante, pero no deja de llamar mi atención el fenómeno de los Hombres Bebé que últimamente parece repuntar en todo el mundo. Autonepiofilia le han llamado para enlistarlo entre las parafilias: encontrar placer sexual en ser tratado como bebé; llegar a casa y que la mujer se convierta en la madre que amamanta, baña, cambia pañales y prepara biberones. Hablo de adultos de cuarenta o cincuenta años. Eso tendría que decirnos algo, no sé muy bien qué, pero algo. ¿Será que nuestra avanzada civilización posmoderna no puede manejar la idea de la muerte? Y para rematar con una ironía perfecta: nos gusta lo vintage, lo retro. ¿No somos un chiste colectivo buenísimo?
A mí, como a todos, me asusta la perspectiva de morir y tampoco es que aplauda ante la proyección –y la realidad- de hacerme vieja pero no puedo dejar de señalar la adoración perversa que hemos hecho de la juventud. Estamos empeñados en no reconocer la edad que tenemos, el ciclo de vida en el que estamos. Hemos adoptado una resistencia terca y desesperante para no admitir que somos el cuerpo y lo que el cuerpo dura, los días que pasan, el tiempo fiero que no se detiene.
Tendríamos que asumir la idea cabal de que la única alternativa para no hacerse viejo es morir joven. Difícil elección.
Sí, ya sé que pido demasiado y que sólo somos seres humanos, especie llena de fallas evolutivas. Y a ver quién demuestra lo contrario.
Vuelvo a la contemplación de mi cana y pienso: nací en 1977, tengo treinta y cinco años ganados a pulso, palmo a palmo y beso a beso, como dice aquella elegía a ritmo de salsa.
Así que bien visto, treinta y cinco años de vida con gozos, amores y dolores incluidos bien valen una cana. Y las que vengan.
@AlmitaDelia
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