El segundo debate entre Hillary Clinton y Donald Trump se imponía catastrófico para el candidato republicano, quien días antes había sido subyugado con un audio en el que se evidenciaba a un Trump sexualmente soez.
En el audio, que por supuesto se hizo viral, Trump habló de cómo se acercaba a las mujeres, les metía la mano dentro de la falda y, aprovechando su fama, hasta se daba el lujo de besarlas.
Más allá de que esto sea éticamente reprochable o no para esta o cualquier cultura, lo que asombra es que los políticos estadounidenses, que se dicen civilizados con respecto, por lo menos, a sus pares latinoamericanos, hayan tenido que recurrir a este lodazal mediático con el fin de hacerse del poder presidencial.
Pero aun con este artilugio moral bien implementado por la candidata demócrata Hillary Clinton, su crecimiento en las encuestas no fue tan arrasador como se esperaba ni tampoco fue estrepitosa la caída de su adversario Trump, quien ha agrietado el suelo político de la clase republicana, en donde se ha granjeado a más de un enemigo.
Pese a todo esto, hay algo que sigue asombrando a propios y extraños: el porcentaje que tiene Trump de seguidores es alto, lo que quiere decir que su oferta política (racista, por lo que a Latinoamérica toca) no está tan alejada del sentir de sus paisanos, aunque a los latinoamericanos nos duela, de ahí la importancia que tiene para la construcción de nuestro propio futuro blindar nuestra soberanía del acecho imperial, tanto demócrata como republicano.
El poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en su Canto Nacional escribió, allá por la década de los 70s, este verso lapidario: “el imperialismo dice que nos quiere hacer felices”, verso hoy más que sugerente siempre que queramos atisbar el destino que la política exterior estadounidense nos impondrá con el nuevo relevo presidencial.