Alma Delia Murillo
11/10/2014 - 12:00 am
Tragedia en Cinco Actos
En el país en el que vivo, cada mañana nos levantamos contando muertos. Al principio pensé que sería una situación extraordinaria, eventos aislados, horrores inesperados que nos sorprenderían cada tanto. Pero me equivoqué. Hoy la muerte es nuestro cotidiano, nuestra palabra de cada día, nuestra compañía permanente.
En el país en el que vivo, cada mañana nos levantamos contando muertos.
Al principio pensé que sería una situación extraordinaria, eventos aislados, horrores inesperados que nos sorprenderían cada tanto.
Pero me equivoqué.
Hoy la muerte es nuestro cotidiano, nuestra palabra de cada día, nuestra compañía permanente.
He pensado, Shakespeare, mi amor, si esta realidad te daría material para escribir una tragedia que penetrara en el fondo de la condición humana, una historia que al leerla o verla representada en escena nos dejara temblando el alma.
Y me respondo que no, porque la tragedia necesita dos componentes esenciales: el de la resistencia a aceptar el destino y el del arrepentimiento o la culpa cuando somos conscientes de haber obrado mal.
Sucede que nosotros aceptamos. Y sucede que los que cometen crímenes no conocen la culpa.
Aquí no hay fantasmas nacidos del sentimiento de transgresión que hablen con los asesinos, no hay manos sangrantes como las de Lady Macbeth por saberse cómplice. Y tendríamos, todos, que mirarnos las manos enrojecidas porque aquí, los que toleramos, somos cómplices. Y todos hemos tolerado.
Porque no hay horror. No sentimos el horror.
Me he preguntado qué pasaría si contempláramos frente a nuestros ojos a esos cuarenta y nueve niños calcinados en la guardería ABC; si cada uno de esos muertos se levantara y viéramos su espectro delante de nosotros. ¿Empezaría así el terror en tu primer Acto?
Y el segundo, tal vez, serían cincuenta y tres muertos más andando desde el Casino Royale, calcinados también, con la piel en pedazos, con el hedor de la carne humana pasada por el fuego.
¿Nos hablarían?, ¿qué dirían?, ¿qué responderíamos?, ¿nos daría la entraña para sostener en alto la mirada?
Probablemente los espectadores no llegarían al tercer Acto para presenciar el desfile de setenta y dos muertos más, esta vez migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas.
O tal vez sí, tal vez lo miraríamos con absoluto desapego mientras comemos palomitas con caramelo. ¿Será que ya no somos capaces de perturbarnos, de aterrorizarnos?, ¿será que cambiamos el miedo por placer ante la idea de la violencia, de la muerte?
Pasó algo, no sé exactamente qué, pero pasó algo que nos petrificó el alma.
En el cuarto Acto cuarenta y tres jóvenes se levantarían debajo de la tierra desde Ayotzinapa. Quizá.
Y en el quinto, cada vez más cerca de la ciudad de México, los muertos avanzarían hacia el centro del país; avanzarían despacio, con los cuerpos en jirones, serían veintidós venidos desde Tlatlaya.
¿Y si se presentaran todos, desde el norte y desde el sur hasta el centro? ¿Y si se levantaran los más de cien mil y nos dijeran su nombre?
Porque cada muerto tiene un nombre.
Un nombre que entraña una vida, un amor, una esperanza, unas manos sudorosas, un andar sobre la tierra, un origen, una madre, una casta, dos ojos, una voz para decir en alto ese nombre donde volvería a comenzar todo.
Pero no hay comienzo. No hay comienzo detrás de las balas, detrás del fuego.
Sólo finales, desolación y ausencia.
Pienso en la ausencia de un abrazo, en la ausencia para siempre, pienso, me concentro, me esfuerzo por sentir.
No es fácil sentir la muerte, palparla. A la muerte se le niega, se le aísla, se le oculta.
Cuesta creer que detrás de esta fábrica de sangre haya sólo ambición y corrupción, las más ordinarias de las pasiones humanas.
Un gobernador que quiere imponerse a otro, un político o un narcotraficante desplazado que quiere recuperar la plaza de poder a través de su hijo o del sucesor en turno. Policías o soldados que cumplen órdenes como si no tuvieran alma.
¿Así?
¿Es así de fácil hablar de tantas masacres?, ¿es así de elemental y burda la explicación?
No puedo pensar, qué tonta me siento mientras intento pensar.
Qué inútil resulta la inteligencia cuando el espíritu está fragmentado. El espíritu de un país entero.
No, aquí no habría Hamlet ni Ricardo Tercero ni Macbeth porque no somos dignos portadores de la humanidad que presumimos.
Y no lo seremos en tanto no asimilemos el valor de la vida humana, en tanto no comprendamos que todos somos responsables de no depreciar ese valor.
Exterminio, mutilación, secuestro, incendio, decapitación, tiroteo. Son palabras que en mi país se pronuncian y se escriben fácil, que fluyen una detrás de la otra como si enunciáramos una serie de palabras inofensivas, una serie de colores o de formas.
Y es curioso porque todos esos vocablos sí los asumimos pero la palabra “guerra” no.
Un muerto, otro muerto, otro, otro, otro, otro. Y los que estamos vivos toleramos, olvidamos, nos anestesiamos.
¿Terminaría la tragedia de México con un coro de brujas, Shakespeare, mi amor, cantando algo como esto?
Antes, patria, que inermes tus hijos
bajo el yugo su cuello dobleguen,
tus campiñas con sangre se rieguen,
sobre sangre se estampe su pie.
@AlmaDeliaMC
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá