Con maestría y sin piedad, Imanol Caneyada sacude nuestras conciencias con esta ficción detectivesca anclada en nuestro pasado reciente y nos mete en la piel de las víctimas -hijos y padres de tan inmensa tragedia, la peor en un México que desborda de ellas. 49 cruces blancas es sin duda una novela negra… tan negra como la realidad.
Por Iván Ballesteros Rojo
Ciudad de México, 11 de agosto (SinEmbargo).- Hace casi una década, para ser más específico el 5 de junio de 2009, trabajaba para una empresa de monitoreo de medios. Hacía las veces de espía. Capturaba las opiniones de conductores de radio sobre diversos temas y con eso elaboraba un informe para clientes en específico. Mi hora de entrada era a las 12:00 del día. En aquel momento todos los programas trataban el tema de las elecciones para gobernador de Sonora; además de sus contenidos habituales.
Fue después de las 14:30 que la programación viró radicalmente. Los conductores, editorialistas en su mayoría, advirtieron sobre un incendio en un almacén al sur de la ciudad y pasaron la voz a sus corresponsales en la calle. Se percibía confusión, caos y casi se podía oler el nervio de los reporteros que arribaban a un edificio ubicado en la colonia Y Griega, donde el fuego que inició en una bodega del gobierno estatal se había propagado hasta una instancia infantil subrogada por el Seguro Social con el nombre de Guardería ABC. Los primeros reportes cayeron como la pesada navaja de una guillotina: 20 bebés muertos. Una de mis compañeras de oficina explotó en un grito al escuchar la cifra. De entre todas las voces que replicaban la terrible noticia, la de un reportero llamó mi atención especialmente. Con un tono agitado berreaba, evidentemente afectado, lo siguiente: “Estamos desde el lugar donde se está dando el episodio más trágico de esta ciudad. Se trata de una visión dantesca. Se habla de 40 niños y niñas que han perdido la vida y 20 más que están debatiéndose en hospitales de la ciudad (En ese momento, mi compañera soltó en llanto y se llevó las manos al pecho. Después comenzó a hacer llamadas telefónicas con sus familiares. Yo no podía moverme. Creo que nunca he tenido los ojos más abiertos como en ese día). En el lugar hay muchos elementos de la policía municipal. Están otro tanto de federales; no sé para qué están aquí si no hacen nada. Los policías municipales resguardan el lugar para que no entren personas ajenas. Veo boquetes en una de las paredes por los que salen lenguas de fuego. Me comentan que una persona, en su desesperación por no poder entrar a la guardería, estrelló su pick up justo ahí. En el interior del lugar está lloviendo lumbre. Y es que esto es en realidad una bodega habilitada como guardería. Un galerón que tiene en el techo poliuretano, material inflamable que irónicamente se usa para evitar el calor. Un material que se convirtió en lava mortal para los niños que, me informan, se encontraban tomando la siesta (la voz del reportero se quiebra). Hay que imaginarse la lluvia de fuego cayendo en sus cuerpecitos. Y es que esto, repito, es una vil bodega acondicionada como guardería. Sigue el trabajo intenso de los bomberos. Hay un denso humo y puede que tome fuerza de nuevo el incendio. Está llegando otra pipa de bomberos. Hay muchos curiosos. El tráfico es intenso. Hemos insistido que lo que menos se necesita en estos momentos son a tanto mitotero rodeando la zona. Entiendo que puedo sonar chocante ahora mismo, pero no puedo evitar decirlo: alguien tiene que dar una explicación por esto. Se tiene que revelar qué fue lo que sucedió aquí y por qué esta guardería estaba laborando en estas condiciones.”
Detrás de la voz del reportero se escuchaban gritos que parecían más aullidos de dolor. Seguramente madres y familiares con el alma destrozada. Las últimas preguntas que dejó en el aire el reportero, después de casi 10 años, han sido respondidas a medias. Los responsables de la tragedia y el origen de la misma se han perdido en versiones, teorías. Lo que todavía no tiene pies ni cabeza es el concepto de justicia en este caso. Todas las autoridades que hicieron omisiones y los dueños del inmueble que no tenía los mínimos reglamentos de seguridad al día, no han sido alcanzados por esa noción que suele ilustrarse con una mujer vendada de los ojos sosteniendo una balanza cuya cadena, como sucede en este país, siempre se rompe por el eslabón más débil.
Días después de la tragedia hablé con Imanol Caneyada (San Sebastian, 1968). En nuestra charla salió el tema de la guardería. Caneyada señalaba que él no entendía por qué los ciudadanos de esta ciudad, Hermosillo, no habíamos salido rabiando a la calle a incendiar el palacio de gobierno. No entendía cómo no habíamos desbaratado, con nuestras propias manos, a todos los personajes involucrados: la clase política que mantiene el poder en este estado del noroeste mexicano desde hace décadas, y en algunos casos, siglos. Esa indignación, esas ganas de salir a reventar todo, yo también la sentí. Y me consta que muchos habitantes de esta ciudad la sintieron. Cuando Imanol habló sobre esto en aquel momento, lo hizo con rabia. Apretando los puños.
Con 49 cruces blancas (Planeta, 2018), Caneyada ha tomado parte de aquella indignación y la ha convertido en una enrabiada novela. Una que mantiene al lector embrujado, con las narices y las sensaciones al filo de las páginas. Conozco la obra de Imanol: un observador cáustico, sin concesiones, de la naturaleza humana. Un narrador potente, dotado de una tremenda estamina para representar escenarios, personajes y situaciones propias de los círculos más infernales de la realidad mexicana. Construye personajes y escenarios como pocos. Sus descripciones de personas y lugares, así como de emociones y pensamientos, son pura literatura. Es uno de los más destacados escritores de novela negra del país. Pero, a diferencia de la mayoría de sus obras, cuyas tramas flotan en una ciudad sin nombre con las características propias de la frontera norte de México, ahora nos encontramos con un escenario específico: Hermosillo. La ciudad misma es un personaje. Podríamos trazar un mapa por los lugares comunes que transita el narrador y personaje principal, un viejo sabueso y exministro que quiere encontrar un poco de redención en su vida. A través de él es que caminamos por el mercado municipal, el Centro de la Ciudad, las plazas del Bulevar Hidalgo. Un teibol muy famoso, las colonias del sur de Hermosillo. Bueno, hasta la casa del Emiglio, como se le llama en la novela a ese lugar que le brota a la ciudad cuando han cerrado las cantinas y la noche está ya muy avanzada. Esta especificación de lugares y trayectos resulta un elemento que le ha otorgado más solidez al universo narrativo de Caneyada.
49 cruces blancas pareciera un thriller, pero después no tanto. Tampoco es una novela de crítica social o una histórica: los acontecimientos son todavía muy recientes. No podemos decir que se trate de una obra policíaca o que se inscriba totalmente al género negro. Hay elementos que escapan, afortunadamente, de todas estas etiquetas. Así mismo, no podemos ubicarla dentro de las llamadas novelas de no ficción: Imanol se vale de la ficción como un elemento primordial. Todos los personajes son trazados por el autor. Habrá alguno que esté inspirado en alguien de carne y hueso; pero responden al proyecto novelístico de Caneyada. Descontando aquellos personajes incidentales, que flotan en la obra y que cumplen una función específica: la de ser presentados ante el lector como responsables de una deuda con los padres y familiares de los 49 niños y niñas muertos y los más de 100 que quedaron con marcas de por vida. Todos los personajes que aparecen con nombre y apellidos reales, no tienen juego dentro de las acciones que hacen avanzar la trama de la novela. Sólo están ahí, arrojados por la ignominia del caso.
Cuando conocí el nombre de esta obra, debo admitirlo, dudé, sobre todo, de las intenciones creativas de Imanol al meter el dedo en la herida, todavía viva, de nuestra historia contemporánea. Sin embargo, al adentrarme en la lectura descubrí un universo de ficción, alimentado por nombres y datos específicos, que generaban en mí no solo ese goce estético del que se habla en las academias. También me provocaba la misma rabia e impotencia que sentí aquella tarde del 5 de junio de 2009. Esto último no sería posible si la obra se tratara de un simple documento testimonial. Un reportaje con chispazos literarios. Una investigación más, con elementos de periodismo narrativo, de las decenas que se pueden revisar a la fecha. Lo que logra Imanol; además de agitar el panal sensorial del lector, es una poderosa representación sobre una infamia de enormes proporciones. Una crítica brutal a la desalmada clase política sonorense; una crítica de la que no escapa el ciudadano, cómplice acomodaticio en muchas ocasiones de este feudo.
¿Por qué no estamos ante un texto que se aprovecha de una tragedia para venderse? ¿Por qué no estamos ante una sospechosa y oportunista oferta editorial más sobre el caso? Porque se trata de una novela realizada con enorme valentía, talento y respeto. Porque en el fondo del texto está un hombre que decidió salir de su casa el día del incendio con una bomba molotov en las manos. Porque la rabia de Imanol tardó nueve años en convertirse en un universo narrativo que por sí solo sacude a la realidad misma.
Además de ser una novela que nos lleva por una de las versiones más sólidas de lo acontecido en el incendio; la teoría de que el fuego fue provocado y premeditado para resguardar intereses políticos, la investigación detectivesca, muy a la mexicana, realizada por el personaje principal, José González, nos conduce hasta las consecuencias padecidas por los protagonistas de un evento tan brutal. Imanol se las ha arreglado para realizar un ensayo sobre el fracaso, por un lado, de la justicia. Por el otro, el fracaso que se va haciendo más evidente con el paso del tiempo: el de las luces que se van apagando, lentas y anestesiantes, de la esperanza por encontrar respuestas.