Alguna vez escribí que tengo recuerdos claros de la noticia de la muerte de Pedro Infante, lo que representa sesenta años de memoria personal.
En algunos momentos he tenido la sensación de inseguridad global, y la certeza de que no puedo hacer nada, como en los últimos años de la década de 1950 cuando nos enteramos en la frontera que en Estados Unidos la gente construía subterráneos para sobrevivir a una guerra nuclear mientras nuestros techos goteaban con la lluvia. Temí durante mi infancia.
Al comienzo de 1960, la invasión a Bahía de Cochinos y la crisis de los misiles en Cuba me hicieron pensar que la guerra final podía estar cerca, y me desconcertó la noticia del ataque inexplicable a los barcos norteamericanos en el golfo de Tonkín que justificó el bombardeo masivo a Vietnam del Norte en medio del conflicto en el sureste asiático, que después se reveló como una maniobra de funcionarios americanos para ampliar la agresión. Sentí miedo en mi adolescencia.
En el 68 la masacre en Tlatelolco me golpeó con la realidad de la muerte ante el activismo social y estudiantil. Tuve miedo en mi juventud.
Pero en 1970 parecía que el sueño de John Lennon y Bob Dylan podían cumplirse, siempre y cuando las dictaduras de Sudamérica cayeran y se recuperara la democracia. Entonces tuve esperanza en el futuro.
En la década de 1980 la represión brutal a la huelga de los controladores aéreos por el Gobierno de Reagan, el salto al poder de Salinas de Gortari y la persecución a los obreros sindicalizados en Europa y en México nos mostró que un mundo más agresivo y violento estaba presente; pero la democracia en México se inauguraba y daba vida a la izquierda partidista. Había temor pero también anhelo.
El siglo XXI comenzó el 11 de septiembre de 2001 y otra vez vino la sensación de crisis global cuando, 18 meses después, el bombardeo a Bagdad en Irak, motivado por la mentira de que había armas de destrucción masiva en ese país, nos arrancó el sueño. Mientras tanto en México, y desde 2006, continúa la guerra contra el narco que ha producido ya cerca de 200 mil homicidios.
Hoy, 60 años después, la incertidumbre permanece; como en Tonkín e Irak, no se explica el uso de armas químicas en la guerra siria ni la rapidez con la cual estados Unidos lanzó un ataque militar directo contra ese país, no se puede justificar al Gobierno que ahoga a aquella nación pero tampoco el inicio de otra guerra que cobre miles de vidas.
Ante la impotencia del ahora y la incertidumbre del porvenir sólo queda exclamar: “este mundo se ha vuelto loco”.