El Presidente ha rebasado la línea media de su sexenio. El balance no es discutible: con Peña Nieto no nos está yendo mejor.
Para los críticos: el gobierno de Enrique Peña Nieto es el de Tlatlaya, Ayotzinapa, la fuga de “El Chapo” Guzmán y la “casa blanca”. Para el priísmo y casi toda la oposición, el argumento es que tarde o temprano habremos de ver el efecto transformador de las reformas.
Como señalaba Jesús Silva-Herzog en su más reciente artículo: a juzgar por los hechos y el discurso, Peña Nieto apuesta por la eficacia de su plan. Lo demás, todo lo que esté afuera, no importa. He ahí su mayor error.
Por eso no es sorpresa que sus índices de popularidad anden por los suelos y que la mayor parte de los mexicanos le otorguen una calificación reprobatoria a su gestión.
Por eso -y ojo, el mensaje es también para los partidos- las opciones independientes como Jaime Rodríguez y Manuel Clouthier empiezan a figurar (según la encuesta de Reforma) en el escenario electoral cuando faltan todavía tres años para la siguiente elección presidencial.
Sabemos que las candidaturas independientes no solucionarán este país de un plumazo. Pero a la luz de la corrupción interna de la vida partidaria, su falta de transparencia y credibilidad, las independientes son las únicas candidaturas que se antojan como una opción diferente en la oferta electoral mexicana. Falta, por supuesto, ver qué sucederá con ellas en 2016. ¿Veremos Caballos de Troya o candidatos competitivos?, ¿serán buenos gobernantes? No lo sabemos.
El Presidente sabe que poco podrá cosechar lo que resta de su sexenio. En ese sentido, tiene dos opciones: primero, continuar en la estrategia reformista desoyendo las críticas de quienes le reclaman el mediocre crecimiento económico, la repetición de la fallida estrategia de seguridad o la evidente y probada corrupción de su gobierno. O segundo: abrir la puerta para un diálogo fecundo con las instituciones y con las organizaciones más representativas de la sociedad civil. Un diálogo que lleve a acuerdos concretos que puedan reflejarse en la implementación de las reformas estructurales.
Ese diálogo tiene que pasar primero por la relación del Presidente con el Congreso. Un poder que, lejos de ser su contrapeso, controla. Será su decisión si decide manipularlo para no afectar los intereses de su grupo o si decide usarlo como aliado para sentar verdaderos precedentes en el cambio de los incentivos al interior de las instituciones de la democracia mexicana.
Soy honesto, no espero mucho en el segundo sentido. Peña Nieto no ha demostrado tener la sensibilidad ni el oído fino necesario para la toma de decisiones en política pública. Ha decidido jugar al monopolio del poder en lugar de poner la mesa y abrirla a las opiniones. Su afán por controlar al Poder Judicial desnuda su estilo autoritario.
De la oposición tampoco podemos esperar gran cosa. Si fueran del tamaño que repiten en sus spots, la democracia mexicana sería una muy distinta de la que tenemos. Sus liderazgos se enfrentan a la misma disyuntiva que la del Presidente: oír a sus militantes e incluir las propuestas y necesidades de los ciudadanos en sus programas; o continuar repartiendo prebendas para conservar sus cuotas de poder y presupuestos. Muy pronto veremos si Ricardo Anaya y Agustín Basave están a la altura de las circunstancias.
Por último, como dice G. Friedman, fundador y director de Stratfor, en su libro Los próximos 100 años: México puede aspirar a mediados de este siglo a convertirse en una verdadera potencia mundial. Los recursos y las oportunidades están allí: el bono demográfico, la cercanía con Estados Unidos, nuestra posición geográfica estratégica.
Falta que hagamos la tarea, que construyamos las instituciones y los liderazgos a la altura de esa modernidad a la que aspiramos.
Dejo la pregunta: ¿nuestro gobierno, nuestros partidos, nuestros empresarios, la academia, los medios… están a la altura de esa ambiciosa aspiración?
La respuesta es no. Falta mucho.
Ni el gobierno, ni los partidos, los verdaderos decisores de la política pública, cambiarán si la ciudadanía organizada no los empuja. El acompañamiento informado, la presión constante, el litigio estratégico y un continuo cabildeo en temas específicos pueden posibilitar verdaderos cambios en nuestros actores políticos. Están obligados a escuchar si no quieren quedarse solos, más todavía de lo que están ahora.
Por eso vale insistir en la coyuntura. Un Presidente débil a mitad de sexenio representa una clara oportunidad para que la sociedad civil empuje una agenda nacional con puntos y propuestas concretas. Si sabemos que de la oposición no surgirá, corresponde a las organizaciones empresariales y civiles ponerla.
¡Vaya paradoja! Al final de su sexenio y en el suelo de la desconfianza, la única manera que el Presidente Peña Nieto tiene para fortalecerse es ceder espacio y poder a la ciudadanía.
Con un Presidente débil, lo que urge es una sociedad fuerte. Hemos dado algunos pasos, pero no ha sido suficiente. La buena noticia es que depende solo de nosotros.