La producción orquestada por Mike Flanagan, uno de los mejores directores de terror del momento, es un filme que mira al pasado, pero que también adquiere valor por sí misma al introducir personajes como Abra Stone.
Madrid, 10 de noviembre (ElDiario.es).- En 1974, Garrett Brown ideó algo que cambiaría la historia del cine. Se trataba del steadicam, un estabilizador que permitía suspender la cámara con unos arneses para hacer movimientos suaves y conseguir planos hasta entonces impensables. Pero este inventor, de repente, recibió una llamada: era Kubrick, que lo quería como operador de cámara para una película que estaba preparando y para la que aquel sistema venía de perlas: El resplandor (1980).
Pero para una de las escenas había un problema: Kubrick quería grabar a Daniel Torrance con el triciclo por los pasillos del Hotel Overlook y que al mismo tiempo se escucharan los ruedines golpeando el suelo, algo imposible de hacer sin que además sonaran los pasos del operador de cámara corriendo. ¿La solución? Perseguir al niño con una silla de ruedas.
Así nació una de las tomas más míticas del cine, una que curiosamente, casi 40 años después, es replicada en los primeros compases de su secuela: Doctor sueño. Volver al mismo lugar en el que Jack Torrance desató su locura es cuanto menos estremecedor, pero también lo es cualquier continuación de un clásico que marcó un antes y un después en el séptimo arte. Gestionar las expectativas es complicado, y más si se tratan de títulos como Tron Legacy, Wall Street 2 o Blade Runner 2049. ¿Es posible continuar sin mancillar el pasado?
Las sospechas con Doctor sueño estaban presentes, pero entre los nubarrones de la duda aparecía un rayo esperanzador llamado Mike Flanagan. El cineasta, que ya demostró su valía con productos sobresalientes como La maldición de Hill House, recogía un embarazoso testigo que implicaba dos cosas al mismo tiempo: mirar al pasado, a lo que significó El resplandor, y proponer nuevas ideas basándose en la novela homónima de Stephen King (el cual, por cierto, odiaba la «adaptación» de Kubrick). Y, a pesar de lo complejo del asunto, Flanagan lo resuelve con soltura.
El filme arranca en 1980, para ponernos en situación de qué ocurrió tras los sucesos del Overlook con Wendy y un Danny todavía atormentado por la Habitación 237. Pero pronto da un salto a 2011 para mostrarnos que el tiempo no ha tratado demasiado bien al ahora conocido como Dan (Ewan McGregor). Es un cuarentón cuya única motivación en la vida es meterse en peleas callejeras y esnifar cocaína. Además, por si fuera poco, padece otro mal que le viene de familia: es un alcohólico.
Habría sido fácil que el filme se recreara en el drama del hombre atormentado por su pasado infantil. En lugar de eso, Flanagan se deshace inteligentemente de este preludio para dar paso a otras líneas narrativas que aportan riqueza narrativa al relato. No es gratuito que en la primera escena del filme aparezca Rose la Chistera (Rebecca Ferguson), líder de un grupo ambulante llamado el Nudo Verdadero, agasajando a una inocente niña de unos cinco años. ¿El objetivo? Alimentarse de su «resplandor» inhalando el vapor que desprende su vida al desvanecerse.
Y, cuanto más dolor, más vapor. Esto da pie a algunas escenas realmente espeluznantes en las que se demuestra la habilidad de Flanagan para manejar el ritmo dramático sin parecer visceral (aunque lo mostrado en pantalla a veces indique lo contrario). Es justo ese uno de los méritos de la narración propuesta por el cineasta: que hasta situaciones que podrían prestarse a lo ridículo y a lo exagerado, como el hecho de que exista una troupe maligna que parece directamente sacada de Marvel, cuentan aquí un mimo especial para conectar a nivel emocional con los espectadores.
UN NUEVO RESPLANDOR
La línea de Dan, la de los villanos y falta una tercera, quizá la más interesante: la de Abra Stone (Kyliegh Curran). Es una niña de 13 años con un «resplandor» de una intensidad como pocas veces se han visto. Gracias a ello puede hablar con Torrance en la distancia, pero también se convierte en un punto rojo visible en el mapa de los devoradores de almas.
Lo que parece desatar una clásica historia de huir del malo, como es habitual en la mayoría de los filmes de terror, adquiere aquí otros matices que ayudan a escapar de los roles maniqueos habituales en el género.
Abra no es como Dan. No está destinada a ser una adulta borracha y traumatizada. Desarrolla un proceso de aprendizaje de sus poderes que no está basado en el miedo, sino en ser autoconsciente de sus capacidades especiales y lo que estas generan. Por muy manido que pueda sonar, lo que se subraya en el fondo con este personaje es la necesidad de aceptarnos a nosotros mismos como lo que somos. Solo así, sin esconder los problemas en un baúl, se puede resplandecer sin que eso suponga un trauma para uno mismo y quienes le rodean.
Doctor sueño viene cargada además con una dosis extra de ciencia ficción que por momentos recuerda Chronicle (2012) o a Stranger Things. Pero no supone ningún problema con respecto al relato. De hecho, que se desate el surrealismo le beneficia más que perjudica y da lugar a juegos narrativos y visuales que de otra forma no habrían sido posibles.
EL FANTASMA DEL PASADO SE LLAMA NOSTALGIA
Al tratarse de una secuela tardía no resulta extraño encontrar pequeños guiños a la vieja gloria pasada que fue El resplandor. No vamos a entrar en detalle, pero hasta cierto punto puede ser gratificante ver ciertas referencias tanto visuales como sonoras del largometraje original. Sirve como homenaje a Kubrick y para recordarnos a nosotros, educados cinematográficamente con el Redrum o con los hachazos de Jack en la puerta, que hemos envejecido.
No obstante, hay una estrecha línea entre el homenaje y la pornografía de la nostalgia que a veces Doctor sueño cruza en la dirección equivocada. No es algo que moleste en exceso y que tire por tierra todo el trabajo previo de Flanagan, pero es cierto que en ocasiones se peca de sobrecargar con simbología para adorar a aquel mito de los ochenta. Por fortuna es algo que sucede casi al final y tampoco cae en abrumar al espectador con este aspecto. Al menos, no tanto como Ready Player One.
También se podría valorar si es mejor la película o el libro o si la secuela está al nivel de la original. Pero lo importante aquí, más allá de comparativas, es comprobar cómo Flanagan ha encontrado el equilibrio perfecto entre Kubrick y Stephen King para prologar de forma digna el legado de El resplandor. Una segunda vida en la gran pantalla para el niño que jugaba en aquella alfombra con rombos rojos y naranjas.