Curiosa coincidencia nací el 7 de noviembre en 1952, el día en que ritualmente se llevaban a cabo los festejos de la Revolución en la Plaza Roja de Moscú de acuerdo al contemporizado calendario ruso. También fue el día cuándo León Davidovich Bronstein, León Trotsky, estaría cumpliendo 73 años de no haber sido asesinado en su bunker la tarde del 21 de agosto de 1940 por el comunista catalán Ramón Mercader.
Y en mi juventud simpatice con el pensamiento político de Trotsky y no hace mucho tiempo alucine al leer completo El Hombre que amaba los perros del escritor cubano Leonardo Padura, un relato redondo sobre los entresijos de la vida y muerte del líder del Ejército Rojo que lo terminaría trayendo hasta México donde se instalaría y forjaría amistad con Diego Rivera y se haría amante fugaz de su también amiga Frida Kahlo.
Soy quizá miembro de la última generación que vivió con intensidad los ecos emocionales de la Revolución de Octubre. De Lenin a Stalin de Stalin a Trotsky de Trotsky a Mao y de Mao a Ho Chi Min y de este a Fidel Castro. No menos emocional fue durante mucho tiempo la narrativa sobre las capitales del mundo de Moscú a Berlín de Berlín a Madrid de Madrid a Paris de Paris a Camboya de Camboya a Saigón de Saigón a La Habana y de ahí al África negra o la Ciudad de México, Buenos Aires, Lima, Managua, Sao Paulo, Guatemala y El Salvador.
Las secuelas de la Revolución rusa es la de una época marcada por la bipolaridad política y militar de las grandes potencias de la segunda posguerra. La guerra fría. El macartismo. El espionaje. Los movimientos de liberación nacional que germinaron luego de la Conferencia de Bandung y el Movimiento de los Países no Alineados o el del llamado III Mundo. La historia de la III y luego de la IV Internacional trotskista, que provocaría el primer cisma en el movimiento comunista internacional y la proliferación luego de un abanico de ismos ideológicos.
Es la época de la teoría estalinista de la “Revolución en un solo país” y la teoría trotskista de la “Revolución permanente” y, la no menos importante consigna del maoísmo, de lucha “sin cuartel contra el revisionismo soviético”. Es un tiempo convulso de guerras interpósitas, que no eran más que de posiciones geopolíticas entre Washington y Moscú, de suma cero, donde lo que perdía uno lo ganaba el otro bloque, como sucedió en Cuba con la llamada “revolución de los barbones” que puso fin a la dictadura de Fulgencio Batista y con la II Declaración de la Habana Fidel Castro hacia la declaratoria socialista.
Escuche las primeras referencias de la gran revolución de Octubre siendo un adolescente de boca de un peluquero comunista en Los Mochis, quien tenía una visión idílica gracias a la lectura de Los 10 días que conmovieron al mundo de John Reed, aquel periodista estadounidense cazador de revoluciones (él había estado en México como corresponsal de guerra y dejó como testimonio de su paso el pequeño libro de crónica México Insurgente, donde describe sus andanzas al lado de Francisco Villa y, justo, la cercanía con este bando le haría justicia en la fotografía donde aparece al lado de Villa y Zapata en el inmutable Sanborns, Los Azulejos).
Años más tarde, una noche del verano de 1974, en un departamento de la Colonia Narvarte el grupo de estudiantes sinaloenses rodeamos y escuchamos silenciosos a Don Carlos Ramón García Ceceña. El líder agrario narró con vehemencia su viaje a la desaparecida URSS, donde conoció in situ la experiencia de los koljoz soviéticos y regresó al norte de Sinaloa para crear el Sistema de Interés Colectivo Agrícola Ejidal (SICAE), la experiencia agrícola colectiva más exitosa durante el cardenismo. La pequeña Rusia, como la llamarían Jorge Moret y María Luisa Paré, en un texto memorable sobre el colectivismo agrario mexicano.
Es decir, esa Revolución nuestra generación la vivió a través de este tipo de testimonios, la militancia con las banderas de hoz y martillo, los libros de la épica vanguardista de la llamada literatura de la revolución rusa que tuvo como como exponentes a Gorki, Ostrovski, Mayakovsky y hasta el mismo Neruda, con sus loas a Stalin, los debates políticos después de la invasión rusa en Praga que darían punto final al dogma de la dictadura del proletariado y el anatema del eurocomunismo o el mismo guevarismo.
El PCM creado en 1919 por consigna de la línea marcada por la llamada III Internacional encabezó luchas obreras y campesinas en distintas regiones del país. Los comunistas mexicanos acataron sin discusión alguna la directriz política estalinista de “Unidad a toda costa” con los gobiernos nacionalistas y antifascistas que en México lo representaba el general Lázaro Cárdenas.
Luego de una intensa actividad, frenética, el PCM es perseguido y sus militantes se van a la clandestinidad en medio del debate político que deja el final de la segunda guerra mundial. Una época dura marcada por las rupturas, expulsiones, exilios, persecución, muerte y cárcel que José Revueltas registraría con filo luminoso en su obra literaria. Quien de esa generación no recuerda las novelas El Apando o Los Muros de Agua que revela el mejor perfil de aquellos comunistas. Y aquel relato rupturista y desgarrador escrito por Héctor Aguilar Camín, El Camarada Vadillo, la travesía de un joven comunista desaparecido injustificadamente en Moscú y que regresa a México veinticinco años después para en la antesala de su muerte decir convencido: “Los hombres se equivocan, el partido comunista nunca”.
Esta atmosfera se respiraba en especial enjundia en la UNAM, y por debajo de ella en las Universidades públicas de Puebla, Jalisco, Guerrero, Zacatecas y Sinaloa, es una época de dictaduras en la región latinoamericana lo traería a nuestro país un gran exilio de chilenos, argentinos, brasileños, bolivianos. Abrevamos de ellos y la izquierda mexicana se diversificó. Dejo atrás los dogmas clásicos e incursionó decididamente en la vida pública. La campaña presidencial sin registro del ferrocarrilero comunista Valentín Campa fue el primer paso y de cual manera, de la mano de la Liga Socialista, una pequeña organización trotskista que en conjunto rompían entelequias, dogmas, mitos.
En definitiva, el psicoanalista Santiago Ramírez, escribió un libro que lleva el título de Infancia es destino, una obra profunda sobre la condición humana, los resortes que mueven a las personas a lo largo de la vida, y es cuando uno entiende que una revolución con una épica y personajes a toda prueba, al menos a mí me marco e hizo una parte de lo que soy y todavía no dejo de sentir nostalgia por la vida y la convicción del Camarada Vadillo.
Qué tiempos!