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Alma Delia Murillo

10/10/2015 - 12:01 am

Abusos, silencios, redenciones

A veces la belleza es tragedia. A veces, la belleza, cuando coincide con la orfandad o la violencia es la mayor de las tragedias. ¿Por qué será que los seres humanos tendemos a destruir, a consumir, a masticar hasta regurgitar y hacer mierda todo lo hermoso? ¿Por qué será que, particularmente algunos hombres, no pueden […]

Imagen Del Diseño De Portada Liz Batta
Imagen Del Diseño De Portada Liz Batta

A veces la belleza es tragedia.

A veces, la belleza, cuando coincide con la orfandad o la violencia es la mayor de las tragedias.

¿Por qué será que los seres humanos tendemos a destruir, a consumir, a masticar hasta regurgitar y hacer mierda todo lo hermoso?

¿Por qué será que, particularmente algunos hombres, no pueden resistirse a la pulsión destructiva de apoderarse de lo bello hasta dejarlo en jirones?

A Rita Hayworth, Margarita Carmen Cansino en realidad, la destruyó su hermosura y la condición miserable de su padre y de todos los hombres que abusaron de ella y la prostituyeron y la lastimaron tanto durante toda su vida que no le quedó más remedio que volverse loca, amnésica. Hasta que no le quedó otra salida que enfermarse de olvido para evitar el dolor y morir de Alzheimer.

El abuso generacional parece ser una plaga apocalíptica. Ya sé, esa no debería ser la explicación de una mujer dosmilera que pasó por la universidad pero ante los límites rebasados siempre asoma esa parte esotérica y nada científica con la que tratamos de asir y comprender la realidad.

¿Será que todas las familias donde hubo abuso estamos condenadas a repetir la historia ofreciendo una víctima para las fauces de los dioses violentos que gobiernan al mundo?

Recordar viene de re-cordis que significa volver a pasar por el corazón ¿pero quién quiere volver a pasar por el corazón cuando ha dolido tanto? Esta línea maravillosa es uno de los desvaríos imaginarios que Sandra Lorenzano, lúcida e hiriente, pone en boca de Rita Hayworth en su estupenda novela La estirpe del silencio.

Terminé de leer la novela todavía tratando de ponerme a salvo, todavía intentando que fuera mi cabeza y no mi corazón la que se encargara de contarme esa historia tan extraordinariamente bien escrita. Pero al día siguiente, mientras me subía a un autobús que me traería de Tepoztlán a la ciudad de México, algo se quebró dentro de mí y ocurrió uno de los milagros más antiguos de los que podemos dar cuenta, ese que sucede cuando las palabras curan.

Así, solitas, derechas, masticadas o tragadas en seco, sin agua. Una palabra detrás de la otra, una negrita seguida de otra y otra y otra que alivian más que todas las píldoras juntas de cualquier receta psiquiátrica se sumaron a un proceso curativo que llevo años tratando de conducir a buen término.

Tal vez porque yo tuve mi propia hermana mayor que fue mi avanzada y mi guardiana como Anette tuvo a Claire en La estirpe del silencio, tal vez porque crecí en una familia sin padre que rápidamente se volvió blanco fácil de muchos depredadores que parecen oler a las mujeres y a las niñas vulnerables como los tiburones a la sangre. Tal vez porque comprendí desde muy pequeña que la tragedia de mi madre, con treinta años y criando sola a ocho hijos, era precisamente su inocultable belleza, sus piernas torneadas, su ojos grandes, sus pómulos altos, su piel suave.

Rita Hayworth pasó por la frontera mexicana cuando sólo tenía 13 años. Estuvo en el Casino de Agua Caliente de Tijuana dando espectáculos de baile junto a su padre y vendiendo servicios sexuales a los clientes que, precisamente su padre Eduardo Cansino, le traía a la mesa. Y es ahí, en Tijuana, donde Rita y su hermano menor Verny coinciden con Anette que ha pasado por el sufrimiento de ver a su hermana mayor Claire, apenas adolescente, ser prostituida. Los personajes de la novela de Lorenzano, nacidos de una realidad que supera la ficción y luego ficcionados con una maestría irreprochable (valga en todo su peso este juego de palabras y realidades), encuentran redención luego de atravesar pasajes que casi recuerdan a la Fuenteovejuna de Lope de Vega.

Pero la verdadera redención sucede, o me lo parece, porque la autora teje las palabras con tal elegancia y con tal ternura que sólo así pueden reconstruirse con respeto y verdad historias tan desgarradoras.

Porque ser víctima y ser sobreviviente es igual de duro, igual de difícil, igual de doloroso. Lo sabemos quienes hemos estado de un lado y del otro.

¡Carajo, Sandra Lorenzano!, no te conozco pero tú me conoces. ¿Cómo es que no te conozco y me conoces?, ¿cómo has podido presionar, con esa precisión quirúrgica, justamente el nervio que más me dolía?

Me refiero a ese nervio que conecta el dolor con la familia, la familia con el abuso, el abuso con la sobrevivencia, la sobrevivencia con el mundo.

Supongo que uno de los nombres de ese centro neurálgico es literatura y no me queda mucho más que agregar salvo dos pequeñas certezas.

La primera es que, una vez más, confirmo que Chabela Vargas tenía razón: los dolores se curan con alcohol… o con palabras.

Y la segunda es que si se atreven a leer La estirpe del silencio desde al alma, terminarán sintiéndose, no sé, más miserables pero también más grandes, más privilegiados, más humanos; sí, es eso: mucho más humanos.

@AlmaDeliaMC

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