Julieta Cardona
10/05/2020 - 12:04 am
Memorias de una adicta que podría volver a serlo
Lacan dijo algo como que una adicción es un goce, y un goce es como el ronroneo de un gato: no sirve para nada, pero ahí está y es incontenible.
Fumé como chacuaca y bebí cual mamarracha cuando era más joven. Recuerdo bien la sensación de no poder contenerme; era una cosa entre adrenalina con espasmos en la garganta más una ansiedad tremenda por adormecerme completa. Como bien decía mi exterapeuta: «Esa impresión sensorial de una adicta de verdad». Algo de calidad superestrella. Algo parecido a la monsternova. Bueno, que eso de la monsternova lo encontré recién por ahí en internet mientras trataba de describir esta sensación de la que hablo de un modo más puntual. Cito al respecto: «Este monstruo de “inestabilidad de pares pulsacionales” es un poco diferente […] “SN2016aps, la monsternova, es espectacular de varias maneras. No solo es más brillante que cualquier otra supernova que hayamos visto, sino que tiene varias propiedades y características que lo hacen raro en comparación con otras explosiones de estrellas en el universo”».
Entonces la sensación así era: un monstruo hiperenérgico y luminoso a pesar —dicen los estudiosos de los cuerpos celestes— de estar muerto. Les decía: años atrás, tal pulsión me atravesaba y me sumergía en un circuito eterno de hacer las cosas de la misma manera: beber el trago sin tacharlo de bueno o malo —porque a ningún alcohólico sensato le importa algo más sino que el destilado entre—, ir a bailar —sin saber bailar— a cualquier cuchitril, entretener a alguna muchacha con diez mil patrañas (cuentos de mi infancia y del mundo y de verdades científicas que ni lo eran tanto, aunque también pasaba que contaba chistes —cosa graciosa porque a la fecha no recuerdo uno solo— y hablaba de lo fácil que era crecer papayas en Siberia; mentiras, te digo) y luego quién sabe, terminar de liarnos en los cuartos de baño, o en mi auto, o en el suyo, o en su casa, o en la mía.
Después de un tiempo, ya con algo de voluntad y perspectiva, apacigué al monstruo. Me curé a medias: dejé de fumar, luego de beber, y me conseguí una novia. Y luego de esa, otra, y luego de esa otra, otra. Se me ocurre que sublimé mis adicciones, que sobrevinieron una serie de desplazamientos en mi sistema, que el placer ya no venía del abuso voluntario de sustancias que me alteraban los adentros, sino del amor y desasosiego de relaciones tóxicas y otras no tanto.
Pero pasó que tuve suerte y me cansé de creer que el amor que un tercero provee era todo menos enclenque. Durante el proceso de que me quedaran claras ciertas cosas (entender algo sobre toxicomanía, compulsión, reincidencia, obsesión, decisiones (in)conscientes, deseo y un poquitito de groserías freudianas), me percaté de que al excederme, el placer se volvía algo inútil, entonces dejé de hacerlo. No fue una transición rapidona ni me iluminé, menos repentinamente. Más bien dejé que pasaran todas las cosas que podían romperme el corazón.
En fin. Que ya no me embalsamo en brandi, tampoco fumo, ni veo salvación en la nobleza de la sonrisa de alguien que puedo amar. De eso ya nada, pero hay algo rehumano —aunque de pronto sobrehumano como la monsternova— y cachondo que me seduce a veces: que podría volver a serlo y hacerlo. Lacan dijo algo como que una adicción es un goce, y un goce es como el ronroneo de un gato: no sirve para nada, pero ahí está y es incontenible.
Ya les cuento.
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