Tomás Calvillo Unna
10/04/2019 - 12:03 am
Sin palabras
Y si leo un poema de Neruda
y por alguna razón azarosa
emerge la imagen suya
en el Valle de México recitando
su Residencia en la Tierra
a las faldas de la Mujer Dormida,
cuyo cuerpo cubierto de nieve,
es el Iztaccíhuatl; y Neruda
el combatiente de los sentimientos
reescribe “ya habrás bebido sola,
solitaria el té del atardecer”;
entre las golondrinas de su memoria
en la siempre viuda pasión de Rangún;
y si el Pablo
se queda ahí sentado para siempre
con el deseo zoomorfo de ser un águila.
“Cantaba, leía poemas, reía
y en los mítines su voz convocaba.”
Adversario de los cacicazgos potosinos y militante de la democracia; era el ciudadano, con las puertas siempre abiertas de su casa, el amigo, el que sabía estar contento con la vida, junto a su familia, compartiendo todo lo que tuviera, todo lo que podía. Ha partido Javier Rivera Espinoza. La misa de su despedida fue una hermosa fiesta, hombres y mujeres de todas las edades le rezaron el Padre Nuestro; recordé la antigua y venerada oración que no deja de darnos la mano, él lo sabía, era parte de sus silenciosas tareas, dar la mano, sin aspavientos.
Sin palabras
Y si leo un poema de Neruda
y por alguna razón azarosa
emerge la imagen suya
en el Valle de México recitando
su Residencia en la Tierra
a las faldas de la Mujer Dormida,
cuyo cuerpo cubierto de nieve,
es el Iztaccíhuatl; y Neruda
el combatiente de los sentimientos
reescribe “ya habrás bebido sola,
solitaria el té del atardecer”;
entre las golondrinas de su memoria
en la siempre viuda pasión de Rangún;
y si el Pablo
se queda ahí sentado para siempre
con el deseo zoomorfo de ser un águila.
Y si leo a Sabines
en una esquina bajo los techos de teja
y lo veo no tan lejos respirar
entre el azulado zigzag del humo,
al mirar a esa mujer de su juventud, sonriendo
invitándolo a dar un paseo; lo miro allá
al fondo del Parque Hundido, escondiéndose
de los Insurgentes que nunca faltan,
para poder besar sin remordimiento alguno,
sin tener que dar explicaciones, besar
en un dorado atardecer a su dichosa amada;
mientras vuelven sus ojos a rastrear
las huellas del felino y leer
su última línea: “no retorna el polvo
de oro de la vida”.
Y si pronuncio la Cábala,
el número de su palabra;
y Borges, el Jorge Luis, continúa ensimismado
en la lectura de apócrifos relatos,
con las llamas de sus dedos descifrando
las arenas del tiempo,
entre páginas de una diestra caligrafía
que estremece su hallazgo: el cambio de piel
de su lucidez serpentina;
los espejos de un infinito,
que ni siquiera la eternidad puede contener,
porque el destino en su infatigable quehacer,
lo impide.
Y si digo que Paz, el Octavio, cinceló
en su Piedra de Sol, los elementos del poema,
el ritmo
los escalones del agua, el eco
ese profundo pozo del altiplano;
el ser del basalto,
no sólo el mediterráneo
aquel mar
tan antiguo de Valery ;
sí, la misma dicha del vívido poema,
su labor de sal, el sudor,
la grafía de la tinta,
su palabra incendio:
el espejo cotidiano y maravilloso
de Jorge Guillén: la libertad
de su resonancia,
pura poesía
Y si recuerdo a Rosario Castellanos
“Yo era lo que fui”
el perfil de su carácter
escrito en la frente tan suya.
Su fe en los versos de una ruptura íntima,
amorosa;
purificada en los adioses
de una diáspora personal
Poesía no eres tú,
tan poeta en su amanecer,
como a la hora del crepúsculo
en Hersliya Pituach;
la electrocución probable
que despidió a la vida,
sin tiempo siquiera para una nota
a pie de página;
sólo el verso pronunciado
entre Nahariya y Haifa
(la grabación perdida que buscó atajar el miedo)
la sirena hiriente de la noche…
No, no hay refugio ya para estas horas,
estamos a la intemperie.
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