Puntos y Comas

«Todos somos autodefensas»: el relato a sangre, fuego y dolor de la lucha de Mireles en Michoacán

09/12/2017 - 12:07 am

En 2014, los cárteles, insatisfechos con las ganancias obtenidas con el tráfico de drogas, diversificaron sus actividades en Michoacán e incursionaron en la extorsión, el secuestro, el pillaje y, en el colmo del sadismo, la violación y la tortura. Después de una década de violencia desatada, los habitantes de la zona reaccionaron. Empobrecidos por los embates del crimen, olvidados por las autoridades, furiosos y hartos, decidieron tomar la justicia en sus manos.

El doctor José Manuel Mireles Valverde es una figura central en este panorama. Fundador de las autodefensas en la Tierra Caliente, luchó durante más de un año contra los cárteles, pero fue apresado en junio de 2014 durante un operativo federal duramente criticado. Entonces debió emprender otras batallas: la jurídica –por salir de prisión– y la moral –para no doblegar su espíritu–. Y salió triunfador.

Mireles ha convertido esa «digna rabia» en la crónica completa de las autodefensas michoacanas. En “Todos somos autodefensas. El despertar de un pueblo dormido”, que se remonta a la herencia purépecha y la pelea que los terracalenteños dieron durante la Revolución mexicana y la Guerra Cristera, el médico y comandante narra a detalle la génesis del movimiento de autodefensas, así como la adrenalina de los combates y las negociaciones frustrantes con el gobierno, que culminaron en una traición histórica.

Ciudad de México, 9 de diciembre (SinEmbargo).– Hace apenas unos días, en el marco de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el doctor José Manuel Mireles Valverde –nacido en Tepalcatepec, Michoacán, el 24 de octubre de 1958– comentaba que “Todos somos autodefensas. El despertar de un pueblo dormido”, lo escribió durante su estancia en el penal de Hermosillo, Sonora, y luego en el de Tepic, Nayarit. En total estuvo recluido 47 meses, y el libro, dice, se redactó en sobres y rollos de papel higiénico, porque estuvo en incomunicación absoluta.

El doctor Mireles Valverde fue liberado el 11 de mayo de 2017 del Centro de Readaptación Social (Cefereso) Número 4, en Tepic.

Un mes después tuvo una larga charla con SinEmbargo, y se le preguntó si Alfredo Castillo Cervantes, considerado su verdugo, debería estar tras las rejas.

“Pues ya sabemos que el sistema premia a sus súbditos los más criminales, los más bandidos. ¿Qué esperamos del sistema que tenemos ahorita?, ¿qué lo aprese?, cómo lo van a apresar si es de los más allegados del Presidente de la República, primo hermano del Procurador General de la República [entonces Raúl Cervantes Andrade], él fue el que nos dejó el Procurador que tiene Michoacán [José Martín Godoy Castro]. Nos dejó a la Delegada de la PGR [Bertha Paredes Garduño] que tiene Michoacán. Él fue el que uniformó a Los Viagras, les dio armas, les dio credenciales y son los líderes de los cárteles ahorita. ¿Quién es más criminal? Manuel Mireles, que lo único que hizo fue defender su vida y su pueblo, o el que vino a armar a los criminales para que nos siguieran jodiendo a todos los civiles”, respondió entonces el médico de Tepalcatepec.

Por la importancia del personaje y del momento histórico que representa para Michoacán y para este país sumido en la violencia, SinEmbargo comparte con sus lectores –por cortesía de Grijalbo, editorial que es parte de Penguin Random House– el texto con el que el doctor Mireles concluye su relato: “Junio. La trampa y el arresto”, que es parte del capítulo “2014”.

Portada del libro que el doctor José Manuel Mireles Valverde dedica a sus compañeros de lucha en Michoacán y a las víctimas de la violencia en esa entidad. Foto: Cortesía Grijalbo.

***

Junio

La trampa y el arresto

El 15 de junio de 2014 fue ejecutado el señor De Molina con toda su familia, una situación que nos indignó como autodefensas. Unos días antes recibí una llamada suya, en la que me decía:

—Doctor Mireles, presiento que me quieren asesinar.

Yo sólo me reí, y le dije:

—Señor, tenemos más de año y medio en batalla y usted apenas se da cuenta de que lo quieren asesinar.

—No se ría, médico, ahora es de a de veras.

—¿Por qué asumes que te quieren asesinar?

—Doctor Mireles, el ejército ya no me permite salir de mi rancho en mi camioneta blindada ni traer mis propias armas, quieren que traiga lo que ellos me asignaron.

El asunto es que De Molina ya se había registrado como defensa rural de la Secretaría de la Defensa Nacional, y como tal tenía que disciplinarse, lo que signicaba estar siempre bajo amenaza de expulsión, de desarme y de aprensión. Eso es lo que significa pertenecer a las fuerzas armadas del gobierno: no tienes definición propia, tienes que hacer lo que se te ordena; pero como autodefensas el único criterio de todos nosotros era defender nuestro pueblo, nuestras vidas, nuestras familias, nuestra productividad y nuestra propiedad. Al momento en que se enlistaron nuestros compañeros en esas Fuerzas Rurales de la Defensa Nacional o en las Policías Rurales Estatales del gobierno de Michoacán, en ese momento se estaban convirtiendo en esclavos del sistema, tanto federal como estatal. Ya no iban a tener criterio propio para defender a su familia, ni siquiera para defender su vida. Lo que le sucedió a este señor tres días después fue una situación trágica, muy dolorosa para las autodefensas. A las 9 de la noche nos habló el comandante de la Base 7:

—¡Están asesinando al señor De Molina y a toda su familia en su rancho!

A los cinco minutos ya teníamos 40 vehículos llenos de autodefensas para salir al rancho del señor De Molina. Pero, ¡oh sorpresa!, nos encontramos con un coronel  el cumplidor de las órdenes superiores que no permitió que saliéramos en defensa de nuestro compañero, pero que también afirmó según sus órdenes, que él tampoco podía salir a defenderlo porque no era su función; su función era cuidar la salida del pueblo de Tepalcatepec hacia La Estanzuela, donde estaba el rancho del señor De Molina, a poquitos kilómetros de donde todavía se oía la balacera. Nos indignó, nos llenó de coraje, nos sentíamos humillados y el señor dijo:

—Es que no pueden salir…

Y al final de cuentas un compañero dijo:

—Pues deténganos si puede —y que empieza a cerrajear las armas apuntándoles al coronel y a su gente. El coronel, cambiando de actitud, dijo:

—Señores, no se molesten.Todos van a ir a defender a su amigo, pero permítanme primero apuntar las placas de sus camionetas. Jamás en mi vida había escuchado tal estupidez de los labios de un comandante de alto rango en el glorioso Ejército Mexicano. Nos hizo perder cinco minutos. Yo solamente le dije:

—Señor, si alcanza a ver el número de mis placas apúntelo —rápido me subí a mi camioneta y le dije a mi compañero—: ¡Acelera!

Había militares que se atravesaban apuntándonos con sus armas, pero no se atrevieron a dispararnos, más bien se hicieron a un lado. Desgraciadamente esos cinco minutos les costaron la vida al señor De Molina y a toda su familia.

Cuando llegamos a su casa, en la puerta de su rancho estaba su mujer hecha pedazos sosteniendo todavía el palo mayor del falsete de la entrada. La señora se había bajado a abrir para que el señor De Molina, con el resto de sus hijos, cruzara esa puerta montado en su camioneta ranchera color rojo. La camioneta todavía tenía el motor y las luces encendidas. El señor De Molina estaba completamente hecho pedazos ante el volante de su camioneta; en el asiento de atrás, su niña de once años de edad estaba igualmente hecha pedazos y con un boquete de aproximadamente 30 centímetros en el costado izquierdo; sus dos hijos, de 14 y 16 años, estaban tirados al lado derecho de la camioneta, en el piso, destrozados. Sus cuerpos y sus cabezas completamente destrozados a balazos, gracias a ese coronel y a su gran valor de solamente recibir órdenes.

Yo, José Manuel Mireles Valverde, lo culpo del asesinato de esta familia por no habernos permitido salir cuando íbamos a ayudar al señor De Molina. Probablemente le hubiéramos salvado la vida a él y a su familia, probablemente hubiéramos detenido a los asesinos. Esto jamás debió pasar. Gracias, señor coronel que estuvo de guardia ese día en la salida de Tepalcatepec a La Estanzuela; gracias por todo el apoyo que nos brindó para darle seguridad al pueblo de México.

La última batalla

El 25 de junio me llamó urgentemente doña Evangelina Contreras, de Caleta de Campos, diciéndome que los que asesinaron a su hija después de que la secuestraron, después de que le pidieron un rescate que la señora pagó, y además nunca le regresaron el cadáver, andaban circulando por la población de La Mira, caminando por la calle como si nunca hubieran hecho nada malo en su vida. La Mira es una comunidad que pertenece al municipio de Lázaro Cárdenas, ubicada a 40 minutos de Caleta por la carretera costera michoacana. Le contesté a doña Evangelina esa noche:

—Mire, todas las autodefensas acordamos deponer las armas el 10 de mayo, pero siguen registrando armas, siguen uniformando rurales, tanto de la Defensa Nacional como del estado de Michoacán. No puedo movilizar gente, sólo tengo tres escoltas de los cuatro que usualmente tengo. Siempre descansa uno por semana y esta semana le tocó descansar a mi amigo Nacho —los únicos tres escoltas que tenía en ese momento eran mi amigo Chava Mendoza, mi amigo Gerardo y mi amigo Javier.

—No se preocupe —me dijo doña Evangelina—, yo aquí en Caleta tengo 300 personas.

—Perfecto —le dije— Ahí nos vemos mañana.

El plan era nada más ir a La Mira a buscar a los que asesinaron a su hija para que nos llevaran a donde habían dejado el cadáver; ése era todo nuestro objetivo de guerra ese día. Yo llegué a La Mira la noche del 25 de junio. Ahí había un señor de Lázaro Cárdenas y dijo:

—Señor, yo tengo otras 300 personas que también van a luchar junto con nosotros y ya están en La Mira.

Nos reunimos temprano al otro día. Salimos ese 26 de junio a las 6 de la mañana de Caleta rumbo a La Mira y a las 7 de la mañana ya habíamos tomado pacíficamente el pueblo. Como no era fin de semana, yo personalmente bajaba y les decía a las mamás que corrían, que llevaban a sus hijos de la mano corriendo a la escuela:

—No corran, no es una guerra, venimos por cuatro personas nada más —y la gente se tranquilizó.

—Es que este día tenemos graduación —me dijo una maestra.

—No se preocupe, nosotros nos vamos a ir en media hora. Hagan su graduación, nada va cambiar en sus vidas, nosotros sólo vinimos a revisar y a llevarnos a cuatro personas para que nos digan dónde tiraron el cadáver de la hija de esta señora.

Llegó un coronel del Ejército Mexicano, y me dice:

—Señor, supimos que anda usted en un operativo aquí en La Mira y vinimos a ponernos a sus órdenes. Díganos en qué podemos ayudarle.

—Solamente vine a buscar a cuatro personas para que nos digan dónde está la tumba o dónde tiraron o enterraron a la hija de esta señora que está conmigo.

—Está bien, pero estaremos al pendiente por si ocupa apoyo. Con todo gusto se lo damos.

Todo iba bien, no había ningún problema. Mis muchachos encontraron las casas de los criminales. En una casa había un laboratorio de químicos, de procesamiento de drogas; en otra casa había armas y una más había una persona joven, una dama, contando mucho dinero arriba de su cama; esas tres casas las aseguramos. Después, como a las 8 de la mañana, llegó un coronel de la Marina con sus tropas y me dijo:

—Doctor, sabemos que está violando los derechos civiles de esta comunidad.

—¿Cuáles?

—Usted está revisando casas.

—Sí, señor, tenemos tres casas aseguradas y, por favor, háganos usted el favor de recibirlas. En una había armas federales, en otra había un laboratorio de drogas y en otra estaba esta muchacha con muchas pacas de dinero.

El coronel de la Marina le preguntó a la muchacha: —Oiga, ¿y ese dinero?

—Es mío —dice la muchacha—, me lo regaló mi novio.

—¿Y usted sabe a qué se dedica su novio?

—Claro que sí, lo sé perfectamente. ¿Pero qué quiere, que no se lo reciba? Si no estoy loca; tampoco se lo voy a regresar.

El coronel se indignó y dijo algunas cosas que no vale la pena escribir, dando indicaciones de que esa muchacha debía ser en- tregada. Decía que debía pagar y ser entregada a la justicia, porque también es un crimen recibir dinero ensangrentado, aunque se lo haya regalado su novio. Yo le dije al coronel de la Marina:

—Señor, ¿qué hacemos con estas casas?

—Permítame tantito —y le habló a su general comandante, quien le dijo: “Usted no se meta en esos líos. El doctor que se las arregle con el Ministerio Público Federal”.

Entonces el coronel se retiró de la comunidad. Yo traté de contactar al Ministerio Público Federal, pero no me contestaba; duramos marcándole tres horas. Ya en la tarde pasó un comando de los federales que iba hacia Arteaga. El comandante se paró y me dijo:

—Doctor, acompáñeme. Vamos a ir a dar una vuelta de patrullaje a Arteaga. Sería muy bueno contar con su presencia y la de su gente.

—No. Nosotros aquí ya acabamos.

Le comenté de las tres casas aseguradas y de la persona que teníamos ahí; le avisé que ya habíamos tratado de comunicarnos con el Ministerio Público Federal de Lázaro Cárdenas y que nunca nos contestó. El señor escribió dos números de teléfono y me dijo:

—En éstos sí le van a contestar, son sus teléfonos particulares.

Pero ni así nos pudimos comunicar con él. Terminamos por dejar las casas y a la muchacha con el encargado del orden de la comunidad, para que ellos decidieran qué hacer con ella, porque nuestra misión ya había terminado en La Mira. A las 6 de la tarde se convocó a una reunión en la placita, en el quiosco del jardín, donde instalamos el Consejo Ciudadano de Autodefensas de La Mira. Éste era el segundo, porque el primero ya se había instalado, pero el mismo Pitufo, quien lo instaló, fue después a desarmar y apresar a todos.

El doctor Mireles en una imagen captada en junio de este año en Morelia, Michoacán, luego de que fuera liberado –el 11 de mayo de 2017– del Cefereso Número 4, en Tepic, Nayarit. Foto: Cri Rodríguez, SinEmbargo

El 27 de junio le dije a la gente que ya nos retirábamos de La Mira. Desde el 26 en la tarde, después de la instalación del Consejo, los líderes de las autodefensas de la región Sierra-Costa se retiraron con su gente a sus lugares de origen. Yo no, porque la gente me pidió que me quedara para tener una reunión el día siguiente y querían que estuviera presente el señor Hipólito Mora. Entonces hablé con el señor Mora, quien me dijo:

—Con todo gusto voy si tú me vas a acompañar.

—Aquí te voy a esperar —le contesté.

A las 2 de la tarde, la hora acordada para la reunión, el señor Hipólito no llegaba. Después me comentaron que se le había ponchado una llanta y se tardó casi dos horas en hacer el cambio y en arreglar la llanta ponchada para no andar sin refacción. A las 4 de la tarde me habló un gran amigo, el doctor Rogelio Ramos, y me dijo:

—¿Dónde estás?

—En La Mira.

—Yo estoy en Lázaro Cárdenas, te invito a comer.

—Qué bueno, porque ya es tarde y tengo mucha hambre. —Ahí en la glorieta venden pollos asados, ahí nos vemos en 10 minutos.

—Ok.

Yo me metí al restaurante; sólo iba con mi chofer. El doctor Rogelio no tardó diez sino 15 minutos, y cuando llegó pedimos los pollos. A las 4:30 exactamente, teniendo yo una pierna de pollo en la mano, entraron unos que después dijeron que eran ministeriales, con armas largas apuntando al suelo, y dijeron:

—Señores, sólo es una revisión de rutina.

Nosotros no pensamos que iban hacer lo que hicieron con nosotros, pues ya habíamos hablado con un coronel del ejército, con un coronel de la Marina y con los federales, y nunca mostraron ninguna intención de que estuvieran preparando una trampa para su servidor y su gente. A las 4:30 de la tarde exactamente, dos de los ministeriales se dirigieron rumbo al baño, de espaldas a donde estaba yo. No entraron en él, sino que voltearon hacia mí; uno me sujetó del hombro izquierdo y otro del hombro derecho, pero le dio un apretón y un jalón tan fuerte a mi hombro y a mi brazo hacia atrás que, por reflejo, apreté el pollo (no lo solté). La articulación del húmero clavicular se dislocó; yo escuché el tronido y sentí un dolor intenso. En ese momento, mientras los dos me tenían sujeto por la espalda y los hombros, llegó uno de sus compañeros y le dio un culatazo en la nuca al doctor Rogelio, lo aventó al suelo y lo agarró a patadas. Estaba con nosotros la maestra Bertha, a quien también le dieron un culatazo en la cabeza y la sentaron en el suelo medio noqueada y a puras patadas. Un ingeniero que estaba con nosotros y un chofer que ellos traían igualmente fueron maltratados. A mí en ese momento me pusieron esposas por detrás y una funda en la cabeza; me quitaron mi sombrero, me metieron a mi propia camioneta y me pusieron otras esposas en los pies. Jalaron tanto la funda que traslucía todo lo que estaban haciendo. Vi cómo este señor de los aprehensores me ponía unos fierros viejos oxidados en el asiento del copiloto, que era donde yo estaba. Sin ninguna vergüenza, dijo:

—Mira lo que te voy a cargar.

—Señor, mis armas están nuevecitas —le contesté yo—, están registradas y las tengo en la casa; aquí están los papeles. Son las únicas armas que cargo, yo no cargo fierros viejos, no los necesito, yo no ando en guerra.

—Pues yo no sé qué le hiciste al pendejo de Castillo [Alfredo Castillo Cervantes] que por culpa de él andamos chingándote a ti y a toda tu gente.

—¿“A toda mi gente”?

—Sí. Ya están deteniendo a todos en la plaza y en las calles, y a todo el que ven lo están cargando.

—Pues si toda mi gente son tres personas. ¿Cuántos llevan o qué?

—Pues hasta ahorita van como unos 80.

—Oiga, pero yo sólo traigo tres personas. ¿De dónde es que están agarrando a tanta gente?

—Ya mejor no diga nada.

De ahí me llevan esposado, vendado y amarrado a un sitio que por los colores parecía ser el cuartel de la Marina en Lázaro Cárdenas. Ahí me pasaron a otra camioneta de la misma marca que la mía; los vi con bolsitas de mariguana en la mano y otras bolsitas con algo blanco. Andaban viendo dónde acomodarlas, y le dijo uno al otro:

—Mira, mira, el señor nos está viendo.

—Pues que nos vea —dijo el otro sinvergüenza—. Él ya sabe que tengo la orden de empaquetarlo y empapelarlo.

Y ya lo que hicieron fue ponerme otra bolsa negra en la cabeza, que ya era menos traslúcida, menos transparente.

Ésa fue la situación del 27 de junio de 2014. Todo ese movimiento, entre mi detención y el empaquetamiento y las cosas en mi vehículo, duró hasta las 6:30; fueron como dos horas exactamente. Después de eso me subieron a un helicóptero; al subirme le pregunta uno al otro:

—Y a éste, ¿a dónde lo vamos a tirar?

—Pues dijo el jefe que lo aventáramos donde hemos estado aventando a los otros.

Como hicieron el mismo procedimiento que los asesinos y secuestradores y descuartizadores del crimen organizado, inmediatamente caí en taquicardia. Ya a medio vuelo se dieron cuenta que llevaba taquicardia y me empezaron a checar la presión y a hablarme de cosas calmadas, pero el daño ya me lo habían hecho. Cuando bajamos del helicóptero en Morelia comenzó el show de fotografías ordenando mirar al suelo. No me quitaron la funda, sino que me la bajaron hasta el cuello, pero siempre mirando al suelo para que viera dónde pisaba. El escenario, la humillación, la tortura psicológica, pues no fueron para menos. Cuando me revisó la doctora que me recibió en la Procuraduría del estado de Michoacán, en Morelia, me dijo:

—Señor, usted trae taquicardia.

—Sí, desde que me subí al helicóptero —y le expliqué el porqué.

Me revisó la lesión del hombro, me dio unos analgésicos y antiinflamatorios y procedió al chequeo completo. Después llegó alguien a tomarme las huellas dactilares, hacer pruebas de balística, lo de lo que llaman antidoping y cosas de ésas. Todo salió negativo, no hubo huellas de armas en mis manos, no hubo huellas de rodizonato de sodio que demostraran que hubiera disparado alguna arma en los dos meses anteriores. No había absolutamente nada que saliera positivo para desgracia de sus planes. Simplemente me empaquetaron y me empapelaron, tal y como lo había dicho el ministerial enviado por el comisionado federal para joderme. Ésa fue la situación la noche del 27 de junio, la noche de mi detención y de mi traslado a los separos de la Procuraduría del estado, en Morelia, Michoacán.

Desde que llegué empecé a exigir una llamada telefónica, que me fue negada; no me permitieron hablar con mis abogados, no me permitieron hablar con mi familia, no me leyeron mis derechos. Al día siguiente llegó una señorita con una sonrisa muy amable, que en lugar de inspirar confianza despertó muchas sospechas malas. Me dijo:

—Le traigo un documento para que lo firme, es relativo a que usted tiene derecho a un abogado defensor —así nomás me dijo— y le vamos a presentar a uno de oficio. ¡Firme! —y me insistió fuertemente, a lo que le respondí:

—Yo nunca firmo un documento sin leerlo.

Lo agarré y me puse a leer en voz alta. Era la peor estupidez del mundo. El documento decía que “desde anoche que llegó el señor José Manuel Mireles Valverde, le hemos estado rogando y ofreciéndole todos los teléfonos de esta oficina para que le avise a sus abogados y a su familia que está aquí, que está bien, que no tiene ningún daño, y el señor se ha negado a hacer llamada alguna, no ha querido llamar a sus abogados ni a su familia”. También decía que “desde anoche que ingresa a este lugar se le leyeron todos sus derechos porque así lo marca la ley”. Entonces yo me reí y le dije:

—¿Usted cree que yo voy a firmar esta estupidez? Llega usted echando mentiras, llega diciéndome una cosa que no está escrita en este papel, sino todo lo contrario. Todo es falso. ¿Todavía no me leen los derechos y usted quiere que firme que ya me los leyeron? ¿Todavía no me dejan hacer una llamada por teléfono y usted quiere que firme que ustedes me ofrecieron el teléfono, que me rogaron para que yo hablara con mi familia y un abogado y yo no quise? ¿Ésa es la justicia que tenemos en México? ¿Ésa es la justicia que tenemos en Michoacán?

Para el amanecer del 28, como a eso de las 2 o 3 de la madrugada, me pasaron a un cuarto que estaba lleno de personas: unas me pidieron mi nombre, otras me midieron, otras me sacaron muestras de sangre, otras checaron mis signos vitales, otras tomaron miles de huellas, otras tomaron miles de fotografías de frente, de perfil, con números en el pecho. Ése fue el proceso para el amanecer del 28 de junio.

El 29 de junio, a las 6 de la mañana, me sacaron de mi celda junto con mis tres compañeros escoltas que no andaban conmigo el día de mi detención. Nos trasladaron al aeropuerto, nos subieron a un avión presidencial muy lujoso y me llevaron a Hermosillo, donde solamente me bajaron a mí. A mis tres compañeros escoltas los regresaron en el mismo avión al penal de Nayarit.

El domingo 29 de junio llegué al penal de Hermosillo, Sonora, donde por cierto no nos abrieron la puerta. No nos recibió nadie porque todos los señores custodios oficiales y todo el personal administrativo y directivo del penal estaban bien ocupados viendo el último partido de la selección mexicana de futbol y no tenían tiempo de abrir la puerta ni de recibir a ningún detenido hasta que no acabara el futbol y los comentarios del partido. Cosa curiosa: salieron tan enojados que me trataron como lo peor del mundo que les hubiera llegado ese día, con gritos e insultos. Desquitaron conmigo el coraje que les dio que su selección nacional hubiera perdido ese partido de futbol.

Soy mexicano, orgullosamente mexicano, orgullosamente michoacano, orgullosamente de origen campesino. Pero no soy fanático del futbol, para desgracia de los directivos y custodios de ese penal de Sonora. Ellos no sabían que a mí no me importaba el futbol, pero me trataron como si yo hubiera sido el equipo que les ganó a ellos en el partido; se desquitaron conmigo a puras estupideces, gritos, empujones e insultos… demasiada violencia. Yo creo que no se desahogaron lo suficiente mentándole la madre al árbitro o a quien haya tenido la culpa de que haya perdido la selección mexicana, pero conmigo sí se desquitaron.

Ésa es la historia de este humilde campesino que solamente tenía un sueño: lograr la paz social del estado de Michoacán, tener un estado libre del crimen organizado, tener una seguridad pública eficiente, conseguir una justa impartición de justicia para todos los michoacanos y tener restablecido el Estado de derecho. Por todo lo anteriormente expuesto, ofrezco disculpas a quien haya ofendido directa o indirectamente, o a quien se sienta ofendido por lo aquí escrito. Pero es mi verdad, no es  ficción, no es mito: es la realidad en la que vivíamos a sangre y fuego, con el llanto, el dolor y las lágrimas de nuestros hermanos caídos, de nuestras familias asesinadas, de nuestras niñas violadas, de nuestra dignidad pisoteada. Al final de la vida, lo único que les pido a los humildes lectores de esta pequeña obra es que me recuerden como una persona que siempre quiso ser libre.

Con esto doy por terminado lo que con gran dolor en mi corazón logré transcribir, porque se vuelven abrir las heridas de todo lo que hemos perdido. Gracias por el apoyo a los que intervinieron en esta lucha. Por eso insisto en que: “Es mejor despertar conciencias ahora, que tener que comprar voluntades mañana y tener que pagarlas con sangre y fuego, si es que queremos tener paz en nuestra nación”. Gracias.

JOSÉ MANUEL MIRELES VALVERDE

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Redacción/SinEmbargo
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