Las fronteras de acero, infranqueables para tantos, también supusieron un inabordable obstáculo para deportistas y sus sueños; la quimera de una vida entregada a su pasión, sin escrutinios, ni escuchas o teléfonos pinchados o promesas rotas.
Por Eduardo López
Ciudad de México, 9 noviembre (AS México).- 9 de noviembre de 1989. Erich Honecker había renunciado tres semanas antes y Leipzig ardía desde hace dos meses. La iglesia de San Nicolás se iluminaba cada noche a la luz de las antorchas. La fuerza de la Volkspolizei no podía disolver las multitudinarias manifestaciones populares y la Stasi, otrora omnipresente y omnipotente, estaba en proceso de desmantelamiento. La República Democrática Alemana se desmoronaba. A media tarde, Günter Schabowski, portavoz del Comité Central del gobierno socialista, anunció en delirante e histórica rueda de prensa la revocación de las restricciones de libre tránsito, incluido el cruce voluntario por los pasos fronterizos. La Friederichstrasse, partida en dos, comenzó a poblarse a ambos lados. Cientos, miles, cientos de miles. Cinceles, martillos (y alguna hoz), sierras eléctricas. Puños en alto, bien cerrados. Lágrimas.
Las chaquetas multicolor, las bufandas polvorientas, la tarde gris, pero extrañamente luminosa. Los guardias de la Bornholmer Strasse aún combatían por mera inercia militar a la envalentonada turba. La disciplina marcial se difuminó conforme la ilusión de la multitud superó el miedo de desobedecer las órdenes. En Checkpoint Charlie, la patrulla fronteriza ya había depuesto las armas tiempo atrás. El muro ya no tenía razón de existir. “La prisión a cielo abierto ha abierto sus rejas”, escribió Jean-Marc Gonin, periodista del Libération francés, en su reputado relato de aquella noche a la luz de los chispazos de las motosierras. “En ese lugar y en ese momento, sólo se puede interpretar a Bach, y porque cautivó a sus oyentes con el órgano de Santo Tomás de Leipzig, la ciudad donde todo empezó.”
La caída del muro no solo modificó el mapa geopolítico de Europa, del mundo; cerró con candado la Guerra Fría, simbolizó el triunfo del occidentalismo, del globalismo y la libertad. El Siglo XX corto terminó de facto en la madrugada del 10 de noviembre de 1989. Y las puertas se abrieron para quienes se habían acostumbrado a verlas cerradas. “Las barreras mentales por lo general perviven por más tiempo que las de hormigón”, sentenció Willy Brandt, el mítico canciller alemán de los 70. Las fronteras de acero, infranqueables para tantos, también supusieron un inabordable obstáculo para deportistas y sus sueños; la quimera de una vida entregada a su pasión, sin escrutinios, ni escuchas o teléfonos pinchados o promesas rotas. Historias que empezaron a un lado del muro y terminaron en el otro.
POR AGUA
Axel Mitbauer, campeón alemán de 400 metros libres de natación, tenía 18 años en 1968. Su participación en el Campeonato Internacional de Hungría le supuso una oportunidad para desertar. Durante el certamen, en planeación de su huida, contactó a un entrenador de la República Federal Alemana, quien le remitió una carta que contenía instrucciones para la evasión. Sin embargo, la misiva fue interceptada por la Stasi. Mitbauer fue detenido y pasó siete semanas en una presión berlinesa. A su liberación, afrontó un juicio que sentenció su expulsión definitiva de toda actividad deportiva. Un año después, maquinó una segunda fuga. Se transportó a Boltenhagen, ciudad portuaria ubicada en la costa noroeste del país y, después de una semana, se lanzó a las aguas del Mar Báltico. Era la madrugada del 19 de agosto, y Mitbauer nadó 25 kilómetros por más de cuatro horas. Al amanecer, fue rescatado por una embarcación de la Alemania federal, que lo transportó hasta Travemünde, ya en suelo occidental, lejos de la Stasi y del muro. “Entonces me convertí en un hombre libre, en un país libre y pude dejar atrás ese sistema de injusticias”, se sinceró en 2011 mientras miraba a la lente de la documentalista mexicana Laura Soria.
POR TIERRA
Wolfgang Thüne ganó la medalla de bronce en la competencia por equipos de la gimnasia artística en los Juegos Olímpicos de Múnich 72. Dos años después de su conquista, perdió el oro en la disciplina de barra fija frente a Eberhard Gienger, alemán occidental, por solo 50 centésimas de punto. La presión del aparato estatal creció sobre Thüne. El deporte como método de propaganda; una extensión de la Guerra Fría a los campos, el tatami, el suelo; el orgullo nacional se medía en medallas. Fue en 1975 cuando el gimnasta, que entonces tenía 26 años, optó por emprender la huida. El escenario ideal era el Campeonato Europeo, celebrado aquel año en Berna, la capital suiza. Su cómplice fue, precisamente, Gienger. La noche del 2 de junio, ambos gimnastas subieron a un automóvil y cruzaron la frontera hasta recalar en la ciudad de Emmendingen. Gienger encargó a su rival a otro gimnasta amigo y volvió a Berna; no podía perderse el banquete de clausura de un campeonato en el que consiguió el segundo lugar en el all-around individual. Nadie sospechó. Tras la evasión, en 1977, se coronó campeón nacional del concurso completo en representación del club gimnástico TuS 04 Leverkusen. A su retiro, se dedicó a la enseñanza de las nuevas generaciones de acróbatas. “No me arrepiento ni de un solo segundo de lo que hice, porque aquí pude decidir con toda libertad qué deseaba hacer”, refrendó en 2011, citado por Proceso.
ESCONDIDOS
Dirk Schlegel y Falko Götz crecieron juntos en la academia del Dínamo Berlín, el club patrocinado por la Stasi. De hecho, Erich Mielke, el tiránico y emblemático director de la policía secreta, fungía a la vez como presidente honorario del equipo. Ambos futbolistas, no obstante, tenían suficientes motivos como para ser considerados como sospechosos de colaborar con «agentes hostiles» del extranjero: parte de su familia había quedado en el lado occidental del muro. Los interrogatorios eran comunes; el camino hasta el primer equipo estuvo minado por la suspicacia. Finamente, en 1979, Götz debutó en la DDR-Oberliga (máximo circuito del fútbol en Alemania del Este) con 17 años; Schlegel lo hizo dos años después, a los 20. Sus aptitudes los llevaron a la selección nacional y a protagonizar los partidos trascendentales del monopólico Dínamo que gobernó con la Oberliga en la década de los 80 con el mismo puño de hierro con el que la Stasi conducía al país: 10 campeonatos consecutivos de 1979 a 1989. Sin embargo, Schlegel y Götz cuestionaron la viabilidad de su carrera y sus pretensiones económicas. El estrellato en la Oberliga apenas alcanzaba para pagar las cuentas. “Mientras conseguí establecerme como titular, comencé a entender lo que significaba una carrera en el futbol”, recordó Götz a la BBC en un enternecedor reportaje sobre su historia.
El primer intento de deserción fue durante la visita al Jeunesse Esch, campeón luxemburgués, en el marco de la primera ronda de la Copa de Europa (antecedente de la Champions League) en su edición 1983-1984. Sin embargo, los ojos de la Stasi jamás se despegaron de la plantilla. “Volamos a Luxemburgo en el avión privado de Mielke. No fue viaje ordinario. Era muy peligroso para nosotros”. El plan fue abortado. Pronto habría una segunda oportunidad. Los berlineses superaron sin mayor problema la aduana luxemburguesa (6-1 global) y accedieron a los octavos de final, instancia en la que quedaron encuadrados con el Partizán de Belgrado. El partido de ida, celebrado en el Friedrich-Ludwig-Jahn-Stadion, finalizó 2-0 a favor de los ‘vino y blanco’. El segundo capítulo, agendado para el 2 de noviembre de 1984, marcaría la vida de Götz y Schlegel. La capital yugoslava era el punto de no retorno.
La plantilla realizó un tour por el centro de Belgrado. Tenían una hora para campar a sus anchas. Los jugadores entraron a una tienda de música; Schlegel y Götz divisaron la salida de emergencia, aprovecharon que la atención de sus compañeros estaba en los vinilos, y corrieron como para alcanzar un balón a profundidad lanzado kilómetros por delante. Cinco minutos después, detuvieron un taxi que se negó a trasportarlos. El segundo los llevó a la embajada de Alemania Federal. El staff diplomático les dotó de pasaportes falsos e instrucciones precisas: debían esconderse en el asiento trasero de un automóvil oficial que los dejaría en Zagreb, desde donde viajarían a Ljubljana, donde estaban obligados a tomar el tren con destino a Múnich. Schlegel ahora se llamaba Norman Meier. Al arribar a Múnich, notaron que sus nombres protagonizaban las portadas de los periódicos.
Schlegel y Götz consiguieron un lugar en la Bundesliga entre el asedio mediático y el alivio de sus familias. La madre de Schlegel no sabía el paradero de su hijo hasta una llamada el día de la evasión. El mismo año, ambos fueron contratados por el Bayer Leverkusen. Después, sus caminos se separaron: Dirk militó en Stuttgart y en el extinto Blau-Weiss 1980 Berlín; Falko tuvo mejor suerte y despuntó en Leverkusen, donde disputó cuatro temporadas como titular (139 partidos y 33 goles) y ganó la Copa de la UEFA (con un gol suyo en la final frente al Espanyol de Barcelona), antes de recalar en el Köln, Galatasaray, Saarbrücken y Hertha Berlín, donde selló su trayectoria. Vigilados de cerca por los espías de la Stasi, los jugadores evitaron pronunciarse públicamente por temor a represalias contra sus seres queridos, quienes permanecieron el Este. Hasta que cayó el muro. Y la Stasi. Y el miedo.