Alma Delia Murillo
09/07/2016 - 12:00 am
La otra música
Subía trotando a buen ritmo por el parque Mont- Royal, con media sonrisa pintada en la cara y las primeras gotas saladas en la espalda. En mis audífonos sonaba Iggy Pop que siempre me pone de buen humor I’m a passenger and I ride and I ride… Iba pensando que la sombra de los árboles […]
Subía trotando a buen ritmo por el parque Mont- Royal, con media sonrisa pintada en la cara y las primeras gotas saladas en la espalda. En mis audífonos sonaba Iggy Pop que siempre me pone de buen humor I’m a passenger and I ride and I ride… Iba pensando que la sombra de los árboles tiene que ser el paraíso, la tierra prometida, el templo de los dioses, todo.
Y en lo que duran dos zancadas, no sé cómo, apareció delante de mí un hombre que también corría. Resulta divertido deducir la edad, imaginar el rostro, suponer el frente de alguien cuando lo vemos de espaldas. Tendría poco más de cuarenta años y era bajito, me pareció que encajaba bien en el fenotipo oriental, trotaba con pasos cortitos y casi no movía los brazos.
Montreal es una de esas ciudades Babel donde se mezclan todas las razas y todas las lenguas. Si levantas la cabeza hay cuervos y gaviotas planeando en un cielo azulísimo y si miras delante o detrás te encuentras lo mismo con un mulato que con un pelirrojo, un pálido cercano a la transparencia o un asiático de pelo tan negro que parece violeta. Así que, supuse, mi desconocido compañero de trote tendría que ser, por ejemplo, coreano, los destellos purpúreos de su media melena eran un buen dato.
Los dos mantuvimos el ritmo durante un par de kilómetros, sus pasitos breves pero rápidos marcaban la pauta delante de mí. De pronto, se detuvo. Yo también me detuve, me tardé en reaccionar y hacer lo que tocaba que era seguir corriendo porque apenas paró, dio un tirón al cable de sus audífonos para quitárselos de los oídos y empezó a sacudirse, agachó la cabeza. ¿Lloraba?
Lloraba. A la izquierda del camino había una estación de bicicletas y una banca que le sirvieron de refugio. Se sentó ahí, flexionó el torso hacia adelante y lloró.
Seguí trotando de cualquier manera, creo que más despacio, o creo que más rápido. Perturbadísima. Sintiendo que espiaba, que presenciaba algo impropio, que debí preguntarle si estaba bien, que no sé.
Llegué a Montreal, creo, como parte de la culminación de un largo proceso de duelo. Porque luego de años de desmontar un nido que al final no fue nido, en mi alma quedó una certeza indestructible: el duelo sin música, sería un error. (Parafraseando, que es gerundio)
Pasé tantas noches —como muchos de ustedes— oyendo canciones y llorando, depurando un ciclo, despidiéndome de una yo que sonaba de un modo distinto a como sueno ahora.
No es nuevo hablar de la música y las emociones que provoca: su retumbar en el sistema límbico, su alterar la respiración y el ritmo cardíaco, su poder catártico.
No iré tan lejos como el vapuleado Tomatis que aseveró la existencia del efecto Mozart que se supone hace a las personas más inteligentes, pero sí puedo decir que José Alfredo exorciza las penas de amor lo mismo que Miles Davis y que tanto llorar con Caetano Veloso como bailar con Lee Morgan, aligera el alma.
El pianista James Rhodes asegura que Bach le salvó la vida en su libro Instrumental, Memorias de Música, Medicina y Locura (Blackie Books, 2015). Y yo creo que, si se lo permitimos, la música podría salvarnos de las separaciones, de la frustración, de la insensibilidad, de todo —de acuerdo, tal vez del mal sexo no nos salve—
Desde hace años, Montreal me llamaba por el festival de jazz que es, sí, una maravilla que reconcilia con la humanidad; pero así como tiene una ciudad subterránea, tiene otra música subyacente. La de los diferentes que se unen y que, para unirse, también han tenido que separarse, dejar lo que antes eran, sus países, sus familias, sus primeros amores. Una puede olfatear la armonía y la vitalidad en las calles pero también la nostalgia de todos los que se fueron de algún lado —o de alguna persona— para llegar hasta ahí.
Pienso en mi música interior, esa playlist integrada que todos tenemos, desde “pajaritos a volar” que me conmueve porque de pequeña me la cantaba mi madre hasta el concierto de Chick Corea que escuché hace una semana y no dejo de preguntarme si el hombre oriental lloraba por la música que oía.
Al siguiente día subí trotando por el mismo sendero, tenía la secreta esperanza de volver a verlo pero no, era una mañana nueva y todos lucían eufóricos, hasta las ardillas. Tal vez, y sólo tal vez, en su reproductor interior sonaba James Brown. O yo qué sé pero get up, get on up, stay on the scene porque like a sex machine, la vida empuja. Y baila. Y canta.
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá