Quizás ese fracaso familiar, asociado a un pinche lactobacilo, fue una primera advertencia de que el universo era, esencialmente, un lugar no-Montessori.
por Daniel Saldaña París
Ciudad de México, 9 de julio (SinEmbargo).- Resuenan en mi cabeza los versos de “El retorno maléfico” mientras el olor a leña de las cocinas y las vaharadas fecales del río componen un oximoron en mi tráquea para recordarme esos años que pasé en Monte Valioso: “Mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se calla/ en la mutilación de la metralla”. Mejor sería, en efecto, no regresar al pueblo. Pero regreso y me resbalo con un aguacate medio podrido que casi me hace dar con mi esqueletamen en la calle empedrada. Regreso a buscar las huellas o las postreras consecuencias de una historia de la que ya casi nadie debe acordarse; una historia, en cualquier caso, insustancial y prescindible para el conjunto de la patria pero determinante para mi escueta biografía. Una historia de búlgaros.
Monte Valioso era entonces un suburbio de otro; situado en las afueras de Cuernavaca, era el destino predilecto de exiliados de variado signo: pintores uruguayos, chilangos amedrentados por el temblor del 85, antropólogos gringos con un exasperante gusto por la artesanía vernácula. Además, claro, de los oriundos: morelenses de perenne machete, duchos en el arte de primero defender y luego vender a varios fuereños desprevenidos los mismos veinte metros de tierras ejidales. Era, a finales de los noventa, el lugar ideal (junto a muchos otros) para que brotaran como hongos los esquemas piramidales.
Mi papá llegó con la noticia como quien vuelve airoso de una guerra: alguien en la universidad le había pasado el dato: comprabas un tarro lleno de búlgaros de agua, los alimentabas metódicamente con piloncillo, los reproducías sin riesgo en tu cochera y luego los regresabas y te deban plata. Mucha plata. La idea era, desde el principio, absurda, y la explicación que pretendía darle aires verídicos no era mucho más elaborada: que usaban los búlgaros (o “tibicos”, como les decían) para elaborar cosméticos de una marca sueca. La inclusión de lo sueco en el esquema era el principal gancho. Hipotecamos la casa.
Digo “hipotecamos” por repartir un poco el peso de la culpa, que en realidad recae íntegro sobre mi padre y hasta el día de hoy le taladra los oídos por las noches con un zumbido agudo, como de mosco biónico. Él, finalmente, fue quien se confió ciego a la evidente estafa e incluso esparció la pólvora del engaño entre sus primos y compadres. Todos perdieron algo, unos más y otros menos, pero solo mi papá lo perdió todo y hasta un poco más que eso; de ahí vino su divorcio, su cara para siempre tasajeada por el agravio y su huida cabizbaja hacia el DF, donde nos fuimos a instalar después de aquello para no volver sino hasta ahora, que lo hago solo y sin decirle media palabra, pues la sola mención de Monte Valioso se le clavaría entre las uñas y los dedos como una astilla incómoda, haciéndole mover las manos con nervio durante semanas.
No hay nada que hacer ya, por supuesto. Si acaso escuchar la historia en voz de otros, de algunos que queden de aquellos días y guarden bajo llave el rencor o la jactanciosa victoria del “te dije”. Regresar a la casa y pedir permiso para entrar y recrear aquella imagen grotesca: frascos de agua blancuzca proliferando por las repisas, sustituyendo a los libros en el librero de la sala, estorbando en la cocina o repartidos por el vil piso a lo largo de todo el pasillo.
Yo tenía, le calculo, unos catorce años. Iba a una escuela activa cuya idea de respeto y buenas intenciones, inoculadas fatalmente en mí desde muy chico, me han costado un doloroso aprendizaje del mundo tal y como existe. Quizás ese fracaso familiar, asociado a un pinche lactobacilo, fue una primera advertencia de que el universo era, esencialmente, un lugar no-Montessori. Por eso vuelvo: para reconstruir el tropiezo que me funda.
Pregunto en la tiendita de enfrente de la iglesia, pero nadie recuerda –o no quieren decirlo– ninguna historia de levaduras suecas ni nada de una estafa que prácticamente arruinó al pueblo. Refieren, eso sí, y sin venir al caso, un breve catálogo de afrentas y crímenes recientes en donde las extorsiones son directas y sin duda menos creativas que la historia de los búlgaros. (Un señor, además, me muestra que le falta un dedo.)
La casa en donde vivíamos era de tipo rústico, lo que quiere decir que los muebles eran demasiado grandes para el espacio disponible y que en temporada de lluvias se colaba el agua por las junturas de los ventanales. Ahora está pintada de color mamey, esa variante del naranja que prefieren los que siguen escuchando trova. El timbre –antes había campana– ofrece al visitante las primeras quince notas del “Himno a la alegría”, lo que a todas luces resulta excesivo. Sin saberlo, toco dos veces y espero a que termine el conciertillo, al cabo del cual, puntualmente, me abre la puerta una señora que, sospecho, espera deseosa al otro lado del portón, durante semanas de sol y de monzones, a que un forastero accione la melodía de su demencia. Es güera teñida y sus uñas tienen paisajes enteros dibujados, como invitando a que uno se pierda en ellas. Le explico el motivo de mi visita y no entiende un carajo, pero se ve muy sola –sus hijos, me dice, se fueron ya de la casa, intuyo que de un modo irreversible– y me invita a que pase.
Por dentro el cambio es menos notorio. El jardín, si acaso, está mejor cuidado, y la puerta que da a la estancia principal fue reemplazada por una plancha horrible de metal corrugado. Le pregunto a la mujer desde cuándo vive allí y me responde que desde hace casi diez años, así que antes de ella y después de mi familia debieron de habitar la casa otras personas; personas que quizá alcanzaron a percibir todavía el olor ácido a frustración y tibicos que dejamos al mudarnos al DF.
Me dice la señora que pasee a mi antojo mientras ella termina unos quehaceres y se va tras una puerta que –yo sé– esconde la cocina. Me desplomo cansado en un sillón verde pistache y miro las inútiles vigas de madera que no sostienen nada y que adornan el techo. Cuántas noches evadí el runrún de los reproches familiares buscando formas en las vetas de aquellas vigas. La luz que baña las paredes es la misma y la persistencia del polvo en los rincones delata una misma desidia que no es propia de la casa sino del pueblo entero. No tengo nada que hacer aquí, pienso. Esta casa ya no es mi casa y nada me puede decir sobre esos microorganismos insulsos que acabaron en un par de meses con un matrimonio de catorce años.
El sol, afuera, me recibe con un golpe en la nuca. Son las dos y media. Recuerdo la existencia de un puesto de esquites que, descubro pronto, sigue en su sitio y promete mitigar mi hambre. Me acerco y pido. Mientras como, le pregunto al dueño del puesto, sin demasiada esperanza de que me responda, si recuerda la historia de una estafa relacionada con búlgaros, ocurrida quince años antes. “Sí”, me dice, “los mentados tibicos suecos”, pero luego se niega a decir más del asunto y evita mis preguntas con fastidio.
Cuando me voy, resignado, convencido de la inutilidad de toda recapitulación, noto que mueve las manos con nervio.
Quién es Daniel Saldaña París. (Ciudad de México, 1984) es autor del libro de poemas La máquina autobiográfica(Bonobos, 2012) y de la novela En medio de extrañas víctimas (Sexto Piso, 2013). Está en Twitter como @ds_paris.