Alma Delia Murillo
09/04/2016 - 12:03 am
La leyenda del zombi emocional
En el mundo “psi” no hay conceptos unívocos, la Psicología no es una ciencia dura y espero que nunca —por piedad— encontremos la ecuación del amor ni la del dolor o la de la rabia.
En el mundo “psi” no hay conceptos unívocos, la Psicología no es una ciencia dura y espero que nunca —por piedad— encontremos la ecuación del amor ni la del dolor o la de la rabia. Ojalá que nunca, parafraseando a Humberto Maturana, nos rindamos ante la certidumbre, ese rígido y castrante régimen del conocimiento seguro que niega la reflexión.
Recordarán algunos de ustedes que hace quince días escribí una columna sobre el desapego y declaré un contundente principio: mi humanidad está hecha de vínculos, no de desapegos asépticos y distancias antibacterianas.
Y ocurrió que una lectora —como muchos otros— no estuvo de acuerdo conmigo y me lo hizo saber, el intercambio fue tan rico y respetuoso que terminé ofreciéndole este espacio para publicar su réplica. Ella es Karla Covarrubias (@antareskcm en twitter para contactarla), profesional del comercio electrónico, apasionada de la Inteligencia Emocional y escritora de relatos en su tiempo libre. Gracias Karla, por sumarte al ejercicio de la belleza de pensar con este texto:
“Hay un instante en que ya no se siente dolor. La sensibilidad desaparece y la razón empieza a embotarse hasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio”.
Gabriel García Márquez
Desde un lugar pasionalmente ligado con el amor y el sufrimiento, el desapego es una catacumba. Un lugar inhóspito y frío donde los sentimientos se convierten en murciélagos que hay que ahuyentar. O al menos, eso creen quienes confunden desapego con deshumanización, con una nevera que conserva para la posteridad el estado quo y el estoicismo.
Nada más alejado no solo del concepto sino de la humanidad misma. Cuántos realmente podríamos alcanzar ese estado, de no ser los seres iluminados, que dicho sea de paso, son como los dinosaurios, están fuera de nuestro alcance.
Años y miles de escritos han creado un carrusel de teorías al respecto en los que psicólogos, filósofos y religiosos han aportado sus más profundos conocimientos para tratar de llevar a la sociedad a curarse del cáncer que insisten en perpetuar: el del amor sufrido, abnegado y ahogado en la desesperanza de la necesidad del otro. En historias de amores tormentosos envueltas en notas musicales y poesía que buscan generar los dramas más siniestros y desquiciantes: el del amante fatídico.
El desapego pues, es una manera de amar sin el cáncer de la ansiedad, sin la desesperanza de la urgencia y de una entrega irracional. Sin la embriaguez del éxtasis sin medida. Decir que sin eso se pierde la esencia de la vida, equivaldría a no poder existir sin la adrenalina de la locura, sin conocer el disfrute tranquilo, sereno, concienzudo y maduro. Sería también, un andar por la vida con un corazón adicto y una suerte de montaña rusa donde algún día, y de manera repentina, el fin sería obvio y dolorido. Me pregunto entonces, ¿quién en su sano juicio querría un amor enfermo, dramático, desquiciante y urgido?
Si bien es cierto, que el desapego no es para todos, ya que es la esencia de la libertad en plenitud y, para ello, se necesita no solo de años de preparación sino de un convencimiento sincero de que una vez andado el camino, seremos segregados por la sociedad, tildados de inhumanos, de locos, e incluso de ser zombis emocionales. En una sociedad donde todos son adictos, el sano termina siendo segregado y quizá hasta desterrado.
Aun así, habemos unos cuantos que… ¡pagamos el precio! Elegimos amores sin camuflaje, quizá llenos de cicatrices, pero con la sabiduría que solo dan las andanzas. Es ser débil ante el sexappeal de un amor canoso, teñido por los desencantos liberados en experiencias, pero que ahora cuentan con la ternura pacífica y con el aplomo para decir sí o no, sin el mayor conflicto o remordimiento. Esos amores que apuestan todo sin un dejo de duda. Sin la adolescente indecisión que quiere probar todo y termina probando el desencanto.
Desde luego, esto no nos liberará de dolor alguno, mucho menos nos exprimirá los sentimientos hasta volvernos estreñidos emocionales, tampoco nos impedirá amar con la profundidad de una entrega sublime, todo lo contrario. Solo, con un poco de suerte –y mucho control– podremos elegir nuestras tragedias sin postergar la droga del sufrimiento hasta la victimización innecesaria e indigna.
Es entonces cuando uno entiende que el desapego llega con nuestras experiencias, con la experimentación y el aprendizaje que dejaron los antiguos corazones rotos, esos mismos que fueron parte del recuento de los daños. Esas marcas que nos recuerdan que pudieron haber sido evitadas si uno no se hubiera expuesto de más, como cuando nos dio por ser la representación de un Ícaro en potencia, provocándonos quemaduras hechas por nuestra propia necedad, por nuestras carencias amorosas que quisimos disfrazarlas de un romanticismo no solo ingenuo sino imaginario. Quizá incluso —y para salvar un poco al ego y la dignidad— por la inocencia de los primeros amores.
Dudo mucho que haya alguien que quede exento de magulladuras amorosas o que todas sus relaciones hayan sido un ungüento para el alma, pero lo que sí he podido comprobar es que hay personas que han rescatado su autoestima y ahora se entregan de una manera consciente y con la dignidad de asumirse responsables de sus decisiones, estén llenas o no de amor.
Es entonces cuando me cuestiono, si no se tiene amor propio, ¿entonces a qué amor se puede aspirar?
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