I.
“Aunque soy pescador, ya no voy a pescar. Por lo caro de la gasolina, la escasez del pescado y su precio tan bajo al pescador, el mismo de hace años”, así comienzan las Memorias de un pescador en el Golfo de California, de Guillermo Castro Miranda, publicadas en 2012 por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura. Y a lo largo del libro se irá relatando cómo han cambiado el mar y la pesca, la vida en las comunidades humanas y animales con la llegada de nuevas tecnologías (como el motor fuera de borda), la vida bajo un sistema económico que poco se entiende y menos se puede hacer para modificarlo.
Ahí: donde se pasó de la euforia económica a la desolación. “Las especies que antes eran de segunda [en las mesas, en los restaurantes] ahora son de primera porque de las otras ya no hay”, me dice un escritor sudcaliforniano cuando le pregunto por qué el lenguado –que antes era tan barato y hasta te pedían disculpas si sólo les quedaba de ése- ahora es tan caro.
“Después del Jimena se acabó todo”, me cuenta un gendarme de Santa Rosalía que antes, como Guillermo Castro Miranda, también era pescador. “Había habido altibajos, pero luego resucitamos con el calamar… hasta que llegó el Jimena”, me dice y, como sé poco de pesquerías, no entiendo qué tiene que ver un huracán (que azotó el poblado en 2009) con la variación poblacional de una especie, pregunto por qué y me cuenta que la minera «El Boleo», una compañía francesa que llegó a México a finales del Siglo XIX, tuvo a bien asentar sus instalaciones en esos lugares que en la Sudcalifornia se llaman “arroyos”: enormes lechos secos de ríos estacionales que, básicamente, sólo tienen agua cuando hay huracanes. De modo que, cuando llegó el Jimena, las aguas se llevaron lo que habían dejado los mineros hace décadas: incluidos los tanques de desechos.
“Los ácidos llegaron al mar y acabaron con todos los calamares en un par de días”, me dice. Y da lo mismo si eran ácidos o lodos con metales pesados: típicos desechos de la minería en cualquier lugar del mundo que, regularmente, quedan abandonados en el lugar cuando la mina cierra. La contaminación también se ve en la playa, “son negras porque la mina tiraba la escoria mar adentro y la regresaban las corrientes”, y en los restos de las instalaciones de la mina vieja: son consideradas patrimonio pero están casi todas abandonadas y, conforme uno camina dentro de las ruinas, comienza a sentir la picazón en la cara, en los ojos y la nariz.
Ahora la mina ha vuelto a abrir, con el mismo nombre y también asentada en un bajo, en un arroyo, pero con nuevos dueños (coreanos, dicen los locales). Está cercada con malla ciclónica y crearon un pueblo aparte para los ingenieros. La página de internet de la compañía (http://www.mmboleo.com/minera-boleo.aspx ) habla de la conservación de la biodiversidad pero no menciona palabra al respecto de las especies marinas.
II.
Amanece y tras la ventana está el Valle de los Cirios, asombroso, lleno de flores. Veo a una familia de burros ferales, luego un grupo de venados pastando cerca de la carretera. “Esos se encuentran seguido”, me dice el chofer del Águila, “lo que ya no se ve son berrendos ni cimarrones; antes sí, pero yo creo que ya se extinguieron”.
“Yo nunca he visto venado en la carretera, qué suerte tuviste”, me dice Edgardo, dueño de una empresa ecoturística –Mario’s Tours- dedicada a observar aves y ballenas en las inmediaciones de Guerrero Negro. También me cuenta de las regulaciones que tienen sobre el número de lanchas que puede haber en la laguna. Pero cuando le digo que sí, que eso me tocó verlo hace quince años también en otros puntos de observación –Bahía Magdalena, Laguna San Ignacio- me responde que eso ya se acabó allá, que ante la falta de otras oportunidades laborales y la baja en los cardúmenes, muchos de los pescadores se han dedicado a ser guías de turistas. De modo que ahora las lanchas son multitud y van y vuelven lo más rápido que pueden. “Los lancheros ganan poco por parte de las compañías, así que se ponen a perseguir a las ballenas para conseguir mejores propinas de parte de los turistas”.
III.
“Se requería más energía eléctrica para los desarrollos turísticos de Los Cabos pero, como poner las termoeléctricas allá iba a afear el paisaje, nos las pusieron a nosotros, en La Paz”, me cuenta uno de mis anfitriones sudcalifornianos mientras vemos desfilar uno tras otro los espectaculares de empresas nacionales por la avenida y yo pienso que es un típico caso de “racismo ambiental”: los beneficios para las clases altas y fuereñas, los costos a la salud para la población local.
Cuando tomo el avión de vuelta al continente puedo ver tras la ventanilla la nube de humo que va desde la termoeléctrica hasta La Paz y cubre casi la mitad de la ciudad.
A finales del milenio pasado estudié la maestría en ecología en la Sudcalifornia. En aquel entonces la discusión principal era cómo lograr mejor calidad de vida para la población humana local sin atrofiar el frágil estado de los ecosistemas áridos y marinos. Casi veinte años después parece quedar claro que la disyuntiva se resolvió de otra forma: dando los mayores beneficios económicos a empresas de fuera y cargando los costos sociales y ambientales a la población local, con poca o nula mejora, incluso económica, en su calidad de vida: de pescadores a gendarmes, de pescadores a guías de turistas, de…
Entonces miro los libros del Instituto Sudcaliforniano de Cultura y pienso que, a diferencia de otras dependencias similares, de otros lugares de la República, que se restringen a publicar sólo eso que llaman “literatura”, los títulos del Instituto referentes a las memorias de un pescador, a la historia de una ciudad minera como Guerrero Negro, a la matanza de ganado debida a la fiebre aftosa, etcétera, son un bastión de conocimiento sobre nuestra historia reciente: para no volverla a repetir, para buscar otras soluciones menos trágicas.
Ojalá que en otros estados también se empiece a pensar que las memorias de un campesino, de un minero, de un pescador (junto con los poemarios, novelas, obras de teatro y demás) también son “dignas” de ser publicadas.