Alma Delia Murillo
08/12/2018 - 12:05 am
Conversaciones
Las personas a las que más he amado son aquellas con las que he tenido las mejores y más iluminadoras conversaciones de mi vida.
Las personas a las que más he amado son aquellas con las que he tenido las mejores y más iluminadoras conversaciones de mi vida.
Mi madre. Mi abuela. Algunos maestros. Mis amigos de eternas caminatas, esperas y sobremesas. Mis amigos de intercambios epistolares.
Desde luego, mis parejas. A mí el amor no me entra por los ojos ni por la comida, yo me enamoro de quien se apasiona en la conversación y eso incluye el silencio. He amado perdidamente a hombres que conversan perdidamente. Los demás nada me interesan.
Emborracharse de conversación, tener resaca de ella, conectarla al día siguiente, disfrutar su cualidad inacabable. Estimular nuestro maravilloso cerebro en la circularidad del pensamiento, de las dudas, humedecerlo con la champaña de la risa espontánea. Extraño eso, lo extraño mucho y sé que algo estoy haciendo mal.
Porque la cosa es que ahora que hablamos mucho pero conversamos poco, se ven lejanos aquellos días de entregarnos a ese placer magnífico. No hay reunión que se salve, ni de pareja ni familiar o de amigos donde tarde o temprano alguno no saque el teléfono y lo ponga sobre la mesa como una bomba programada: el tiempo que tenemos destinado para darle nuestra total atención al otro ha empezado su peligroso conteo regresivo.
Créanme que lo he intentado. Más de una vez, con toda teatralidad, guardo el teléfono en el bolso buscando que mi acompañante note claramente mi propuesta: no vamos a mirar el cacharro mientras conversamos y comemos.
Pero no hay modo: antes o después, él, ella o yo sacamos el teléfono arguyendo un “perdón, es que tengo que revisar una cosita de este proyecto” o “nada más veo si llegaron los niños a la escuela” o “es que puse la alarma para el parquímetro” y así.
No hay remedio. Porque una vez que empieza, no termina nunca. Esa cosita del trabajo o la confirmación de que los niños están a salvo, pronto se convierte en la hidra de las mil notificaciones con chats de WhatsApp no atendidos y la conversa se reduce a frases como “¿ya viste este meme?” y “no mames que se murió noséquien”.
La deslucida conversación se desvanece y nos despedimos.
Y luego viene un WhatsApp o un mensaje en la red social de su preferencia para decirle al otro cuánto lo quieres acompañado de un “ya no platicamos porque tuve que salir corriendo pero hay que volver a vernos pronto” y un jodido etcétera.
Pareciera que el mundo nunca fue de otra manera, que no hubo padres e hijos sin móvil ni empleos demandantes sin WhatsApp ni tuvimos un sensor interior del tiempo para salir a vigilar el puto coche.
Conversar concentrados en el otro era un buen antídoto contra la pedantería que hoy encumbramos haciendo gala de nuestro yoísmo en cuanto medio tenemos al alcance de un clic.
Hubo un tiempo en que un descomunal aguacero era tema de conversación entre dos o más que se miraban a la cara. Extraño eso.
Ya sé, yo soy quien está mal. Sé que me hago vieja, sé que los dedos flamígeros señalarán que soy la primera culpable de lo que señalo: no hace falta, lo reconozco yo misma. Soy la más culpable de todas —que no la peor, para eso nada más Sor Juana.
La palabra conversación viene del latín “conversatio” y está formada de “con” (reunión) más “versare” (girar, dar muchas vueltas) y el sufijo “tio” (acción y efecto).
O sea, reunirse para dar muchas vueltas y que eso cause un efecto: que nos haga más humanos, se me ocurre.
No es una mala práctica pensar y hablar, escuchar una voz humana con atención, con disposición a que resuene en el interior.
Así que abrazo ahora la consigna de no sacar el teléfono mientras converso con alguien, a ver si lo consigo pero al menos quiero intentarlo porque, como decía el escritor y científico Jorge Wagensberg hace muchos años en una columna en El País, conversar es quizá el mejor entrenamiento que puede tener un ser humano para ser un ser humano.
@AlmaDeliaMC
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