OTRO RECUERDO DE NAVIDAD

08/12/2013 - 12:00 am

Debo haber tenido unos doce años cuando leí “Un recuerdo de navidad”, ese cuento temprano de Truman Capote en que una anciana y un niño pueblerinos, endémicamente marginales pero entrañablemente vinculados, cultivan una complicidad conmovedora a la luz de un rito culinario anual: la preparación de fruit cakes que habrán de servir para alegrar las navidades de sus amigos. (Entiéndase por amigos –y acaso sea éste el mejor pasaje del cuento, el más tierno ya sólo por devastadoramente absurdo– “no necesariamente amigos vecinos: de hecho, la mayoría [de los fruit cakes] estaban destinados a personas a las que acaso hubiéramos visto una vez, o quizás ninguna. Gente que alimentaba nuestra fantasía. Como el Presidente Roosevelt”. La ternura deriva a un tiempo de la intención de la dupla por compartir y compartirse, y de lo avasallador de su impulso generoso, aun cuando no tenga objeto real, más porque no tiene objeto real.) El cuento es uno de los textos literarios que más me ha marcado. Y lo es porque alimenta mi propia fantasía, porque proyecto en él una versión delirantemente idealizada (aunque parcialmente plausible) de mi propia infancia.

Fruit cake
Fruit cake

Niño, yo también tuve una relación cercanísima con una mujer mayor. Cierto: no era una anciana –mi abuela contaba apenas 55 años cuando nací, y antes me llegó a mí la adolescencia que a ella la setentena–, y no lo parecía –actriz y cantante en sus mocedades, era (y a sus actuales 93 años es) más bien glamorosa– pero podía concebirla como tal ya sólo por los muchos años que nos separaban. No éramos pobres ni rurales ni marginales –la casa era suya, y se alzaba en Polanco– y los beneficiarios de nuestros empeños culinarios estaban perfectamente definidos: era nuestra familia –la suya, para ser más preciso– pues en lo que nos afanábamos era en preparar con la debida anticipación la cena de Noche Buena. Como a aquellos personajes, el proyecto anual nos suponía dedicar horas a pelar y picar y amasar en la cocina. Igual que en el cuento, en mi recuerdo hay un horno, olores que hacen cosquillas a la nariz e invaden la casa, cuatro días de trabajo arduo y, en esos cuatro días, una visita a una vivienda de mala muerte en pos de un ingrediente difícil de encontrar. No era, sin embargo, whisky ilegal lo que íbamos a comprar mi abuela y yo a una vecindad del Centro sino hojas de plátano cortadas en grandes rectángulos, que llegando a casa disponíamos en alteros sobre charolas engrasadas y metíamos a hornear. Y es que, en diciembre, nosotros no hacíamos fruit cakes; hacíamos hallacas.

La etimología de la palabra hallaca es oscura. Una hipótesis fantasiosa querría el vocablo derivado de la combinación de “allá” y “acá”, en especulativa razón de los ingredientes europeos (de “allá”) y americanos (de “acá”) que contiene. Más probable, sin embargo, es que derive de ayacá, voz tupí-guaraní que significa atado o bulto. Un término sudamericano para un plato sudamericano, y para uno que es presentado como un bultito atado.

Hallaca
Hallaca

Las hallacas, en efecto, son especialidad venezolana. Cosa que ni mi abuela ni yo somos estrictamente –ella nació en Puebla, yo en la ciudad de México– pero que forma parte consustancial de la identidad de ambos ya sólo porque mi abuelo –su marido a lo largo de 34 años– lo era. En mi familia siempre nos llamamos a ofensa cuando alguien las nombra “tamalitos” pero lo cierto es que son, en efecto, parientas cercanas de tamal, y para mayores señas del tamal costeño mexicano. El atado –que se hace con las ya mencionadas hojas de plátano y estambre– contiene masa de maíz, pero no de la mexicana –elaborada a partir de maíz desgranado, hervido con cal para despojarlo de su cáscara– sino de una comercializada en Venezuela como Harina PAN, molido en crudo el maíz y precocido antes de ser empaquetado, materia que al contacto con el agua pintada con achiote –onoto, suelen decir los compatriotas de mi abuelo–, resulta en una masa tersa, satinada, inesperadamente densa, de un amarillo chillón. Y dentro de la masa va un guiso cuyo ingrediente principal es una mezcla de partes iguales de carne de res y de cerdo, cocidas con jitomate, pimiento y cebolla, trufado el preparado de aceitunas, alcaparras y pasitas. El resultado, confesaré, se antoja hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol.

Las hallacas –y los bollos, sus parientes pobres y tanto más deliciosos, que llevan menos carne pues ésta va revuelta con la masa y no envuelta en ella– forman parte del menú tradicional navideño en Venezuela, lo mismo que el pan de jamón, especie de niño envuelto salado en cuyos surcos se apilan jamón serrano, tocino y otra vez aceitunas, alcaparras y pasitas. Como todo mexicano, tengo por recuerdos de las navidades de mi infancia los sabores del pavo con relleno de carnes frías, castañas y ciruelas pasas, del bacalao a la vizcaína, de la Ensalada de Noche Buena –es ése un mal recuerdo: detesto el betabel–,de los buñuelos y las torrejas. Pero también, como todo venezolano –lo soy al 25 por ciento en términos genéticos, mucho más desde una perspectiva cultural–, atesoro el recuerdo de las hallacas, los bollos y el pan de jamón.

Pan de jamon
Pan de jamón

Lo que no hace sino reforzar la extravagancia de unos menús infantiles (ya no navideños) en que la comida podía comenzar con una arepa –son gorditas de maíz fritas, hechas de la misma masa aunque sin achiote– y, si había suerte, ésta podía ser dominó ­–de caraotas que en México se llaman frijoles, con queso Oaxaca que se parece un poco al venezolano que se escribe queso de mano pero se pronuncia queso ‘e mano– o Reina Pepiada –de ensalada de gallina con aguacate, así bautizada en honor de una Miss Mundo venezolana de los años 50, que reina era (de belleza, como tantas venezolanas) y que lo era por pepiada (es decir por sabrosa, aunque, habrá que decirlo, no en un sentido gastronómico; eso, claro, lo supe muchos años después). En que a ésta podía seguir un pabellón criollo, plato compuesto de carne mechada –es decir cocida con ajo y hierbas de olor, y sofrita en cebolla, jitomate pimiento y más ajo–, más caraotas, arroz blanco, tajadas de plátano macho frito y más queso ‘e mano. Y en que el final bien podía ser un bienmesabe, dulce que adapta una receta española sustituyendo la europea leche de almendras por la caribeña leche de coco, hecha crema dulce y alternada en capas con un bizcocho borracho de ron, rematado con merengue en puntas espolvoreado con canela.

Crecí comiendo milanesas y chiles rellenos y albondigas y huevos ahogados y calabacitas a la mexicana pero también platos como esos y como los bollos pelones (bolas de masa de hallaca rellenas de picadillo, bañadas con una salsa de jitomate y pimiento y espolvoreadas con queso duro, que mi abuela sustituía por cotija), las cachapas (suerte de crepas de maíz dulce gratinadas), el conejo en coco (bañado en leche de coco entomatada y aderezado con zanahorias y papas en dados), los tequeños (envueltos de queso en una masa parecida a la de hojaldre) y los tostones (rebanadas de plátano verde frito en ajo). Y comiendo postres como el dulce de lechosa (así se llama la papaya, que se cristaliza en papelón, que así se llama el piloncillo), el majarete (una especie de natilla de leche de coco y Harina PAN, endulzada también con papelón y perfumada con canela en rama), y los buñuelos de yuca –la yuca la comíamos también hervida o frita, como acompañamiento del plato fuerte–, nadando, otra vez, en almíbar de papelón.

Salvo en las escasas ocasiones en que invitaba a algún amigo a comer a casa y tocaba en suerte algún plato venezolano, de niño no podía compartir mi disfrute de la comida del país de mi abuelo con nadie allende mi familia. Cocina campesina y pobre, la venezolana no inspira a los grandes chefs ni atraviesa los océanos. No hay, pues, restaurantes venezolanos en la grandes capitales del mundo (si bien veo ahora con esperanza que un chef caraqueño, Carlos García, ha logrado colar su restaurante Alto al lugar 26 de la lista Pellegrino de América Latina) ni conocimiento transcultural de la gastronomía de aquel país. Lo que de niño era placer íntimo, compartido con mi abuela y unos pocos más, de adulto devino pura nostalgia, inalcanzable paraíso perdido, recuerdo proustiano ayuno de magdalena.

Hallacaok
Tel. 5203 1597

Hasta que, hace pocos años, en Ejército Nacional 646 entre Alejandro Dumas y Musset, a escasas dos cuadras de la casa en que crecí, abriera La Hallaca, sitio que bien puede ser considerado un figón pero que sirve auténtica y deliciosa cocina venezolana, tan buena que mi abuela –que ya no tiene energías para cocinarla– manda comprar ahí arepas y tequeños, hallacas y pabellón. Muchos fueron los meses en que constituí un ritual con el que me prodigaba con mis amigos más cercanos: los invitaba a La Hallaca y, para bajar la comida, los invitaba a caminar hasta mi morada infantil y les mostraba la fachada.

Hube de suspender también, sin embargo, la segunda parte de esa costumbre. Y es que hoy en el 315 de Tennyson se alza un edificio de lofts.

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Nicolás Alvarado
en Sinembargo al Aire

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