Benito Taibo
08/11/2015 - 12:00 am
La ignorancia
Hace unos meses fui llamado ignorante en público. Mi primera reacción de otros tiempos, hubiera sido enzarzarme en una violenta e inútil discusión, para demostrar con montones de argumentos (falsos o verdaderos) que no lo soy. El segundo acto de esa puesta en escena hubiera consistido en humillar de la manera más procaz e indigna […]
Hace unos meses fui llamado ignorante en público.
Mi primera reacción de otros tiempos, hubiera sido enzarzarme en una violenta e inútil discusión, para demostrar con montones de argumentos (falsos o verdaderos) que no lo soy.
El segundo acto de esa puesta en escena hubiera consistido en humillar de la manera más procaz e indigna a mi contrincante, y sí cabe, dejarlo en ridículo.
Pero nada de eso sucedió. Ni sucederá.
Porque resulta que, pensándolo bien. Sí soy un ignorante.
Ignoro miles de cosas y por eso, cuando no sé, pregunto.
Ignoro por ejemplo, la mayor parte de los números atómicos de los elementos de la tabla periódica. Ignoro la composición del “azul maya”.
Ignoro cómo funcionan (en términos estrictos) una computadora, un avión, un superconductor. Ignoro que contienen los “hoyos negros”.
Y la lista es interminable.
Mi ignorancia es muchísimo más grande que mi aparente sabiduría. Y ello me hace ser un curioso profesional que constantemente pregunta lo que ignora.
Y sin embargo, algunas cosas sé. He pasado gran parte de mi vida leyendo e informándome de los más variados temas, movido por la curiosidad, por las ganas de entender lo que no entiendo.
Diariamente descubro cosas que no sabía, y que me iluminan el día.
Acumulo historias y datos extraños sobre el mundo y sobre aquello que los seres humanos hicieron en el mundo.
Y escucho atenta, agradecidamente, a los que saben algo que no sé (lo que sucede constantemente).
Y nunca jamás, he insultado a nadie llamándolo ignorante por no tener la información de la que de manera privilegiada dispongo.
Es más, el epíteto de marras me parece de una soberbia grandilocuente. Hay un montón de personas como yo, que ignoramos cosas, y que no han tenido, como yo, la oportunidad de irlas aprendiendo, o preguntarlas a los que sí saben.
Llamar ignorante a otro, es reconocer, petulantemente, nuestra incapacidad para transmitir el conocimiento de una manera clara y amable. Sobre todo cuando se intenta descalificar al contrario en una argumentación.
-¡Eres un ignorante! Te estás bebiendo uno de los mejores vinos del mundo. Un “Petrus” cosecha 82.
Y yo, sin remilgos lo digo, pues. Éste pinche vino carísimo está avinagrado. Con la pena.
Porque en una discusión no sólo entran en combate los conocimientos, sino también las sensibilidades. Y sí el “Petrus” está avinagrado, por más que sea uno de los mejores vinos del mundo no me lo beberé, y me da lo mismo lo que opine el que me invita.
Pasa lo mismo con aquellas cosas, que al verlas, entran en el terreno de los gustos, las apetencias. Dónde, cómo todo el mundo sabe. No hay nada escrito.
-¡Pero sí es un cuadro de Manolito Gorrera! Ha estado en las galerías más importantes del mundo.
-Será. Pero no me gusta.
Y no hay forma posible de explicar el motivo por el que el famosísimo cuadro, no llena mis ojos, ni me hace vibrar, ni me dice algo.
Hoy, con toneladas de información a la mano, a un clic de distancia en la computadora, por ejemplo, podemos saber montones de cosas que hasta hace unos años estaban reservadas para los estudiosos. Pero ello no nos hace más sabios.
Para mí, la sentencia de Terencio (poeta y escritor romano) que dice: “Nada de lo humano me es ajeno” me parece una buena guía para avanzar por la vida, y hago enormes esfuerzos por saber, por entender todos los días un poco más.
Aunque sé (algo sé), qué con la vastedad de conocimiento alrededor nuestro, y el enorme caudal de descubrimientos que todos los días aparecen a nuestro alrededor, seguiré siendo un ignorante.
Pero jamás dejaré de preguntar. Los invito a ello. Pregunten siempre.
Aunque los tachen de ignorantes…
Como decía el maravilloso Alfonso Reyes: Todo lo sabemos entre todos.
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