Leer Nunca fui primera dama se ve el mundo de una cubana, y de tres, y de una generación, y de un país; es como recorrer una galería llena de piezas de arte que emergen del subsuelo y erupcionan en distintos momentos y lugares del recorrido.
Ciudad de México, 8 de julio (SinEmbargo).- Celia Sánchez, Albis Torres y Nadia Guerra, los tres personajes femeninos en que se centra Nunca fui Primera Dama, no sólo pertenecen a esa estirpe de protagonistas que se instalan para siempre en la memoria del lector sino que, además, trenzan con sus peripecias existenciales la historia, con minúscula, de la vida cubana desde los años de la Revolución a la actualidad.
Con un vitalidad desbordante, con pasión irrefrenable, con valentía y lucidez, Wendy Guerra, autora de Todos se van (I Premio Bruguera 2006 otorgado por Eduardo Mendoza en calidad de jurado único), aúna autobiografía y ficción en una novela deslumbrante, emotiva, que rebosa libertad, ironía, sentido del humor y ternura.
Fragmento del libro Nunca fui Primera Dama (Alfaguara). Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House
Les habla la hija de todos, reportando desde el país de nadie.
Soy Nadia Guerra y, por primera vez, a micró- fono abierto, voy a decirles lo que pienso, lo que he sentido cada mañana de mi vida en estos años mientras saludaba la bandera y entonaba el Himno Nacional, lo que no me había atrevido a decir hasta este minuto. Escuchen lo que les cuento ahora desde mi programa de radio, al aire, amparada en la media luz de esta cabina hermética.
Pertenezco a una zona de intimidad que me hace humana y no divina. Soy una artista y no una heroína contemporánea, odio esa desproporción, no quiero que esperen de mí lo que no soy. No debo más a los mártires que a mis padres, que a mi resistencia, que a mi propia historia personal anclada aquí en mi simple vida cubana.
No puedo seguir intentando ser como el Che, heredar la pureza de Camilo, poseer la valentía de Maceo, el arrojo de Agramonte, el coraje de Mariana Grajales, el espíritu aún errante y creativo de Martí, el estoico silencio de Celia Sánchez; mi proeza es sencilla: sobrevivir en esta isla, evitar el suicidio, aguantar la culpa de mis deudas, la casualidad de estar viva y desentenderme definitivamente de esos tenaces nombres de guerra y de paz.
No quiero ser la mártir de los mártires, de sus epopeyas y su gran épica. Ante las estatuas de los héroes, he pensado que la mía debería ser una muerte sencilla, minuciosa, cuidada, discreta.
Mis verdaderos héroes son mis padres, víctimas de una supervivencia doméstica, callada, dilatada, dolorosa. Desintegrados en una secta de adoraciones y desencantos, ellos perdieron la razón.
Derribados como el muro, al mirar del otro lado, quedaba el mar como único patrimonio; la bahía oscura y estrellada o el luminoso Caribe de todos los días. Y nada de eso les pudo salvar. Postergaron los proyectos personales para integrar el proyecto colectivo.
Los líderes en primer plano y mis padres fuera de foco, en profundidad de campo, lejos, muy lejos del protagonista. Ellos han sido entrañables extras, dobles de la gran obra, divino guión y complicada puesta en escena.
Hubo días en que me sentí huérfana o, lo diré de modo más conciliador: Hija de la Patria. Veía a mis padres durante pequeñas pausas. No era algo particular, varios amigos se hallaban en la misma situación.
—¿Dónde está tu papá? —te preguntaban.
Y tú debías responder:
—En un lugar de Cuba.
Cuántas tardes lluviosas vi a los abuelos de quienes tenían una familia más o menos normal, pegados como estacas a la puerta de la escuela, con capas y paraguas, esperando tranquilamente. Abuelos y abuelas a los que hoy, yo misma, haría un monumento.
Recuerdo a mis padres tragar en seco palabras y nombres prohibidos y seguir sonriendo para la foto en blanco y negro. Ellos tal vez quisieron inmolarse en la bandera gigante de sus mentiras, banderas en blanco y negro pero banderas al fin.
Cumplido el tiempo de vencer, cayeron en la emboscada de sus enemigos invisibles.
Mis padres no hicieron la guerra para el triunfo porque eran muy jóvenes, pero tampoco llegaron a tiempo para las libertades de esta idealidad. Apenados por no haber hecho la Revolución, la sostenían. Cargaban la sociedad como quien soporta una viga sobre el cuerpo; pero casi siempre felices de ser parte, de ser una voz dentro del gran coro, también resistieron. Al centro mismo de esa generación atrapada, se aislaron, no encontraron salida.
Pero, bueno, queridos oyentes, escuchemos un poco de música, mientras ponemos pausa a todo esto que deseo confesar hoy. Escuchemos a Carlos Varela, quien interpreta su canción «Foto de familia».
Detrás de toda la nostalgia,
de la mentira y la traición,
detrás de toda la distancia,
detrás de la separación.
Detrás de todos los gobiernos,
de las fronteras y la religión
hay una foto de familia,
hay una foto de los dos.
Hablando de la familia y de los padres: el peso de los muertos célebres pudo más que el peso de los anónimos vivos. Así se fueron resignando a la idea de que a nosotros nos iría mejor, allá en el paraíso humanista, en la otra vida. ¿Cuántas veces no les escuchamos decir en una asamblea, en la sala de la casa o en medio de una cola enorme?: «A mí no, pero a mi hija sí le espera algo mejor.»
—Queridos: tengo noticias para ustedes: yo también espero algo mejor para mis hijos.
Este sonido pertenece al momento en que nuestros padres eran muy jóvenes, entonces Silvio Rodríguez y Pablo Milanés estaban haciendo su obra dentro del grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Escuchemos a esta hora la canción de la CJC, que dice… así:
Cuando a las once el sol parte al centro del horror,
cuando consignas y metas piden su paredón,
cuando de oscuro a oscuro conversan con la acción,
la palabra es de ustedes, me callo por pudor.
Es cierto: ninguna escuela lleva el nombre de mi madre, pero si estoy en pie es porque ella tuvo la vergüenza de escribir, de hablar a tiempo donde tenía que hacerlo, y luego, cuando no fue tomada en cuenta, supo llorar callada, encerrada en el armario, fumando a oscuras entre los abrigos apolillados para que no la viera dudar, para no mentirme dando una explicación más o menos cierta sobre aquellas realidades sin respuesta. Mis padres reconstruían un país dentro de otro país, sólo para mí.
Me llamaron Nadia, en honor a la esposa de Lenin. En ruso: Нaдeждa, mi nombre y yo significamos «la esperanza».
Papá y mamá deliraban reconstruyéndome un mundo inexistente, tal vez esperando reproducir un patrón, y que, conmigo, resultara exitoso el experimento. Maquillaban lo feo, multiplicaban lo poco para compartirlo, difuminaban lo horrible, cambiaban de tema para no caer en un refugio sin salida. Esa era mi pesadilla recurrente: quedar atrapada en uno de esos túneles populares subterráneos, un sitio que termina asfixiándote.
Yo crecí en el país de mis padres, cuando llegué ya estaban trazados sus límites infranqueables. Hoy no estoy segura de que todos vivamos en el mismo Territorio Libre de América por el que lucharon, ese país en sus cabezas era un maravilloso lugar. Nos mecemos en un ideal flotante, un no-lugar, utopía encajada al centro del Caribe.
Las manos de mi madre desenredaban situaciones imperdonables, errores repetidos, extravíos que ni en su cabeza esclarecía; se ahogaba en un sollozo de ira, caía avergonzada sobre el campo de batalla, cuando se sorprendía en sus mentiras. Le atormentaba no encontrar mejores argumentos, tosía intoxicada de nicotina y desencanto, mojando con lágrimas de sal sus manos vacías. Mi madre se fue corriendo, algo o alguien la acechaba. Lo que nosotros llamábamos el enemigo en ella era el recuerdo de sus demonios.
Mártir, queridos radioyentes, es mi madre. Héroe, mi padre. Basta ya de sentir culpa por lo que Нaдeждa, otros nos dieron; a quienes saludamos al pie del pedestal les asaltaron dudas, fueron presa del pánico. ¿O no? Esas personas dudaron, dieron pasos atrás, desobedecieron, fueron infieles o infelices, se equivocaron. Se divorciaron, se enamoraron. Hombres y mujeres haciendo el amor de pie, con las botas puestas.
Mis padres callaron cuando pedí una explicación; los héroes se convertían en mármol y los necesitábamos hombres. ¡Hablen, coño! La prueba de que existieron son sus viudas, sus hijos o los nietos que se mezclaron con nosotros en escuelas, en concentraciones o campamentos de verano donde sus rostros hablaron más que cualquier discurso sobre el desasosiego y el desprendimiento. Juntos cultivamos el arte de «la pérdida necesaria». Pero, ¿son necesarias las pérdidas?
La resignación te lleva a ver con naturalidad la cara de tu padre en una valla enorme, en un cartel político, su imagen ondeando con música de fondo. ¿El pueblo comparte tu dolor o tú compartes el dolor del pueblo? ¿Ambos lloran la muerte de un ser querido?
Los hijos de esos mártires que crecieron conmigo tampoco recuerdan a sus padres. Al héroe, sí; al padre, no. Protegidos, camuflados en sus vacilaciones, yo nunca supe exactamente cómo eran mis padres. En mis secuencias figurativas presumía lo que podían ser en estado normal: hogar, domingos, juegos compartidos.
Si ni siquiera logramos tener la ingenuidad o la dignidad humilde de nuestros padres, si no pudimos llegar a ser como ellos, ¿quién puede pedirnos que todos, absolutamente todos, seamos como esos mártires?
Cada mañana dije algo que no pude cumplir: «Pioneros por el comunismo: seremos como el Che.» Ni siquiera tengo la vergüenza de callar como mi madre. Hablo, me delato, expreso y caigo con la culpa de no ser nada para lo que fui diseñada (o mejor), ensamblada.
Tal vez todo era metáfora y no culpa. ¿Los llegué a conocer? ¿Supe si decían sí queriendo decir no? ¿Lo sabré alguna vez?
Como en la guerra necesaria y como en la defensa obligatoria para la que me han preparado hasta hoy, sigo mi juego de campaña. Me defiendo porque algo tratan de arrancarme, algo quieren de mí, eso lo he aprendido.
Basta de adorar santos. No debo nada a los héroes, no puedo jurarles lealtad con la mano en la frente ni un día más de mi existencia, porque no voy a poder cumplir. Desde niña repito sus nombres como autómata; pequeña máquina de consignas que se cuadra como soldado, sin levantar apenas una cuarta del suelo. Sin discutir lo indiscutible, ahí va la mano, arriba, a la frente, con fuerza. Sin preguntar porque «lo que se sabe no se pregunta».
Lancé flores al mar mientras secaba lágrimas incomprensibles para mi edad. ¿Qué pensará de mí Camilo por este ramillete desecho? El mar tapizado de flores y yo traigo para él diez claveles marchitos.
Me he vestido con un traje verde olivo, ajeno, remendado y limpio, el uniforme de otra Guerra. He aprendido a tirar a un blanco abstracto. ¿Cuál será mi verdadera diana?
¿Debemos todo a esos héroes? Mamá y papá, donde quiera que estén, parece que era cierto: «Patria o Muerte» significaba también la posibilidad de que podríamos morir. Caer, desplomar, desfallecer. No era una metáfora, no. Venceremos es una promesa ancha, maravillosa y más grande que nosotros mismos.
El operador de audio —me reservo su nombre— abre los ojos y asiente con la cabeza. Él, que siempre duerme a estas horas…
—Gracias por estar conmigo. A pesar de que no entre ninguna llamada, estamos aquí.
Este programa se ha iniciado hoy como una ráfaga de ametralladoras. Como empiezan ciertas películas americanas, de aquellas que los sábados a medianoche nos ponen los nervios de punta. Soy la última pionera despierta y estoy pasando esta madrugada contigo. ¿Dónde está tu familia? (Silencio del otro lado del cristal.)
Amigos radioyentes, les hablo desde la vieja cabina de radio, en la que sentaban a mi madre para conversar cuando no venía el locutor. Aunque odiara escuchar su propio eco, aquí estaba siempre; decía que los micrófonos le robaban el alma.
La veo; yo era pequeña, pero puedo recordarla. Aquí se paraba frente a mí, junto al operador de audio, fumando recostada a las consolas, con el libreto en la mano, lista para dirigir la emisión. Aunque le intimidara ordenar, transformar las noticias, manipular la realidad, tenía que hacerlo. Y aquí estamos otra vez, con el mismo olor a corcho y a cigarro fuerte, en la frecuencia modulada, trasmitiendo algo potable para ti.
Paremos un momento la ametralladora de ideas… Escuchemos un poco de música en ésta, su emisora de toda la vida. Ya sé, me he extendido demasiado pero tengo un micrófono colgando del cielo, pende al ritmo peligroso de mi voz como soga de ahorcado; ante mis ojos este viejo artefacto de la RCA Victor se resiste a callar, desafía al tiempo y la abstracta distancia del enemigo. Perdonen, ¿acaso no estamos acostumbrados a los largos discursos? Toda mi vida me he acostado y he despertado escuchando alguna alocución. No puedo olvidar la voz que me persigue. Mi memoria no falla.
Entonces hagamos silencio al escuchar este tema sacado de nuestra fonoteca húmeda… sepia, y no olviden que todo esto lo escucharon un día como hoy, sin fecha señalada, sin nada que celebrar, aquí en su emisora Radio Ciudad del Sol (48.9). Hablando desde esta frecuencia modulada, hoy y ahora, no sea que mañana me saquen del aire para siempre. Este programa sale tan tarde o tan temprano en la madrugada que casi nadie lo monitorea. Quienes me sintonizan a estas alturas de la noche estarán «casi» de acuerdo conmigo. Si los censores se quedaron dormidos y no lo han cortado ya, sigamos de largo por la autopista de la noche… o tal vez nadie nos «cuida», como decía una amiga: «Que seamos psicópatas no significa que nos estén persiguiendo.» De cualquier forma, si así fuera, digamos hoy lo que sentimos, no dejemos nada dentro. Respiremos este espacio de libertad con independencia de cualquier culpa. Vamos a escuchar las canciones que nos aprendimos para las marchas o en las descargas de las Escuelas al Campo, en los parques vacíos de los pueblos y en la escalinata repleta de personas cantando a coro. Pero, por favor, no olvides que ésta es Radio Ciudad del Sol. No, no te has equivocado, soy Nadia Guerra y es: «De madrugada con nadie» despiertos para ti.
Estamos escuchando la voz de Carlos Puebla, quien nos recuerda aquella canción que cantamos en los campamentos y en los actos de la escuela…
Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia
Comandante Che Guevara.
Querido amigo, hablemos de tú a tú, para que alguna vez dejemos de ser masa y podamos sentirnos cómplices de algo muy personal. El desvelado, el noctámbulo, el lunático, todos los que me escuchan sabiendo que tal vez mañana ya no podré seguir contando lo que hoy sé, lo que también tú estás pensando y callas, como nuestros padres alguna vez en esta misma emisora, en esta ciudad o en otra semejante a esta hora dejaron de decir.
De tú a tú, de cerquita… A esta hora de la madrugada no puedo mentirte.
Escucha, querido vigilante, muchacha insomne, poeta desesperado, habitante de una ciudad que aún duerme. ¿Te acuerdas de este disco?
Tú eres la música que tengo que cantar, la canción de Tony Pinelli en voz de Pablo Milanés.
Lo que yo siento quisiera decirlo
un día de julio en medio de la plaza
oír tu nombre por los altavoces
sentirlo rebotar de casa en casa.
Si nos dejan, como dice aquella vieja canción mexicana, seguiremos adelante con el programa. Por ahora, sólo si nos dejan, vamos a hacernos ciertas preguntas, de esas que callamos para no buscarnos problemas. Es la hora de las interrogaciones.
En este minuto, queridos radioyentes, en este mismo «instante de la primavera» casi nadie nos va a escuchar, somos un club de cuatro o cinco bohemios, kamikazes, unidos en una idea común: compartir las verdades personales, la necesidad individual de decir en singular lo que se piensa en plural.
Por favor, llamen, pregunten, desahóguense. Si estoy al aire aún, contestaré. Lo prometo. Nadie que no sea un noctámbulo empedernido de nuestra troupe secreta va a pasar «Una madrugada con nadie».
Era y es Donato Poveda. «Como una campana de cristal.»
Llegó la noche con su silencio cruel,
viene matando el día
que volverá a nacer.
Esta noche no ha entrado ninguna llamada. Esta madrugada no hay ciclones, no hay vientos fuertes que hagan caer los cables. No llueve. No hay fiestas en la ciudad pero el teléfono está mudo. Quizá nadie nos escuche. Sigamos adelante. Vamos a llamar a una amiga de siempre, quizás ella nos diga si estamos al aire o no.
—Operador, por favor, comunícame con el número de Maya. Vamos a sacarla al aire a ver si hoy nos está escuchando.
—Dígame.
—Abuela, perdone la hora. ¿Maya se encuentra? Queremos hablar con ella.
—¿Pero quién habla?
—Es Nadia, abuela. Estamos al aire con nuestro programa y queremos saber si nos están escuchando.
—¡Ah!, Nadia, es que estaba dormida, mija, no te conocí la voz, te oigo lejos. Maya se fue para Madrid, no le dijo a nadie, figúrate, tú conoces lo discreta que es.
—Abuela, perdone, no lo sabía. ¿Usted está escuchando mi programa hoy? Estamos al aire.
—¿Qué programa? Maya llama los sábados. Ven por aquí, no me dejes sola.
—Un beso desde nuestra cabina, abuela. Claro que iré por allá. Chao.
—¿Cabina de aquí o cabina de allá?, ¿dónde tú estás, hijita?
—Dulces sueños, abuela.
Maya, otra que se fue sin despedirse. Sigamos en lo nuestro. Si alguien nos escucha, por favor, llámenos.
Silvio Rodríguez en 1979, cuando yo tenía nueve años, escribió esta canción de amor que no olvido, escuchémosle.
Hoy mi deber era
cantarle a la patria
alzar la bandera
sumarme a la plaza.
Y creo que acaso
al fin lo he logrado
soñando tu abrazo
volando a tu lado.
Quisiera decirles cómo llegué aquí. Hace seis meses que emitimos este programa y nunca les he confesado por qué alguien como yo, que viene del mundo visual, con exposiciones y performances, con miedo al ridículo, con miedo a las debilidades y a la decadencia de la noche, terror a las frases hechas, a los viejos métodos de comunicación… ¿Por qué yo —alguien sin hábitos ni tradiciones, sin rituales dependientes— vengo cada día aquí para estar contigo?
Mi madre fue una cabeza y una voz. Veinte años atrás, tenía un programa en esta emisora: «Palabras en contra del olvido.» Grabó sones magníficos, registró voces perdidas, muertas ya en nuestra memoria, vivos en la cultura de este país. Mi madre hizo todo lo que pudo por registrar un fenómeno tan grande como la vieja música cubana, eso que es hoy Buena Vista Social Club. Ella desapareció. Tal vez me escuche desde algún viejo faro en una playa perdida. Mami: ¿me escuchas?
Mejor vamos a repasar una de esas viejas grabaciones con skrash que ella no olvidó dejarnos, aquí está, las salvó antes de irse para siempre.
No se duerman y si lo hacen, sueñen con nosotras. Esto, cada vez suena mejor… es el gran Barbarito Diez quien nos habla de Ausencia en estas altas horas de la noche donde pareciera que nadie nos escucha.
Ausencia quiere decir olvido,
decir tinieblas, decir jamás,
las aves pueden volver al nido,
pero las almas que se han querido
cuando se alejan no vuelven más.
Por eso hoy, me toca hacer su guardia en estas madrugadas contigo, por ridículas o maravillosas que nos parezcan, son nuestro secreto y, a la vez, mi pequeña obra. Volver aquí es como volver a mi madre.
Este discurso es como una matriuska dentro de otra matriuska, es también la carcajada de quie…
¿Quién es Wendy Guerra? Se graduó de Dirección de Cine, en la especialidad de guión, en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Su novela Todos se van recibió el Premio Bruguera, el Premio de la Crítica de El País y el Premio Carbet des Lycéens. En Alfaguara ha publicado Posar desnuda en La Habana. En 2010, el gobierno francés le otorgó la Orden de Chevalier des Arts et des Lettres. Escribe para el diario El Mundo (España), mediante su blog Habaname.