Era una de esas tardes infernales que bien conocemos quienes nos dedicamos a la producción televisiva. El tiempo corría, la hora de transmisión se acercaba y la clienta, histérica –“El cliente siempre pierde la razón”, decía un antiguo colega–, vociferaba amenazas y reproches desde la comodidad de ese talante abusivo y caprichoso en el que solía asentarse. (Nuestra entrega se había retrasado no porque hubiéramos incumplido con los tiempos estipulados sino porque, a última hora –como de costumbre–, a la Señora se le había ocurrido –como de costumbre– pedirnos un cambio frívolo, innecesario y laborioso… también como de costumbre.) Para peor, las tantas llamadas habían terminado por contagiarme algo de su temperamento arbitrario y atrabiliario, por lo que ahora era yo quien presionaba absurdamente al equipo de trabajo, generando un ambiente todo salvo propicio para el desarrollo de un trabajo necesitado de serenidad y camaradería.
A veces (no siempre, por desgracia) logro reunir la lucidez necesaria para autoimponerme un necesario time out a fin de recomponerme. Así, sabía que necesitaba salir de ahí un momento, caminar un poco, prodigarme algún placer menor pero real. Iría, pues, por un helado. Por un momento pensé en cruzar los trechos de la colonias Roma –en la que me encontraba– y Condesa –en la que vivo– necesarios para alcanzar Glace, mi heladería acostumbrada (más sobre ella más tarde) y procurarme dos bolas de sal de mar con caramelo, combinación que siempre me lleva a engañarme con la feliz noción de que la vida tiene, si no sentido, cuando menos sabor. La ida y vuelta, sin embargo, tomaría unos buenos 45 minutos y no podía yo darme del lujo de ausentarme tanto tiempo. Así, decidí errar por calles aledañas hasta encontrar una heladería cualquiera. Resultó ser una de las tantísimas sucursales de La Michoacana, lo que no necesariamente garantizaba calidad irreprochable – siempre difícil de imaginar en un establecimiento de cadena– pero cuando menos aparecía teñido de una cierta aura de nostalgia, redoblada por el hecho de que debía hacer unos 10 años que no pisaba yo uno de sus locales. Ya instalado en el cultivo del tiempo perdido, pedí uno de ron con pasas, sabor retro si los hay. A las dos cucharadas lo tiré a la basura. Sabía dulce, sí, y aparecía trufado de pasitas, y parecía tener un regusto vagamente alcohólico, pero lo cierto es que ninguno de esos sabores parecía el dominante en la mezcla. A lo que sabía, sobre todo, era a grasa: esas dos cucharadas bastaron para dejarme en el paladar una sensación –que no hube de ver erradicada sino hasta el día siguiente– de haber deglutido unto.
En el camino de regreso al estudio de postproducción, me detuve en una farmacia, compré una botella de agua helada, la bebí de un trago. Antes, sin embargo, me detuve a hacer con ella un brindis conmigo mismo: porque nunca más el hambre, la ansiedad o la nostalgia por los paraísos perdidos me llevaran a vincularme con personas que no valen la pena o a pagar por helados que no valen la pena.
No ha sido fácil pero, hasta donde creo, he cumplido.
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Al día siguiente, crudo de mal hado y de mal helado, me dirigí al número 8 de la calle de Ensenada para compensarme con un sorbete de limón –tras la experiencia de La Michoacana lo último que quería era helado de crema– y para narrar al dueño y maestro heladero de Glace, Mauricio Villavicencio, la peor de mis experiencias de la jornada previa (es decir la del helado, y es que a padecer a los seres humanos termina uno por acostumbrarse, pero a padecer los postres jamás). Hombre sabio –tanto como para haber renunciado a una exitosa carrera como publicista en la ciudad de México para irse a montar un bar en San Miguel de Allende, donde conoció a un heladero italiano que le mostró los rudimentos de un oficio que le produjo fascinación al punto de regresar a su ciudad de origen para dedicarse a la que había ya descubierto su verdadera vocación–, Mauricio me explicó que varios factores confluían en el sabor descorazonadoramente grasoso de aquel helado de cadena. Me explicó, primero, que todos los helados se hacen con una base –es, de hecho, el sabor neutro que en las gelaterie italianas se conoce como fiordilatte– pero que no todos los ingredientes requieren de la misma cantidad de leche, mantequilla y azúcar: un heladero artesanal calibrará los contenidos de la base dependiendo de cada sabor, uno industrial aplicará una base genérica a todos, a riesgo de apabullar –como hubo de ser el caso en La Michoacana– el del ingrediente –a la sazón el ron– que debería constituir la nota principal. Esto, sin embargo, constituía menos de la mitad del problema: el verdadero culpable de que un helado adquiera un sabor grasoso reside en el emulsificante que se añade en los productos industriales, agente que permite inyectar más aire al helado. Así hubo de detallármelo:
—El negocio del helado es venderte aire: si yo inyecto aire, hago más litros. Gracias al emulsificante, la molécula de aire se queda pegada con la molécula de grasa y azúcar: entonces de un litro de base podemos sacar 1.20 más. Si alguna vez entras a un supermercado y tomas un litro de helado verás que no pesa nada: 420 gramos, 450 gramos. En cambio, un litro del nuestro pesa de 850 gramos a 900 gramos.
Así, el aire que entra en los helados de Glace es el mismo que entra en de manera natural en la mantecadora: aproximadamente un 30 por ciento del volumen total, mientras que en el helado industrial esta proporción puede llegar hasta a un 70 por ciento –es el caso del helado soft serve, como, por ejemplo, el que vende McDonald’s–, lo que redunda en un ahorro de materia prima. Efectos colaterales: estafa al consumidor –está pagando literalmente por aire– y realce de los sabores de la base –la grasa y el azúcar– en detrimento de los que deberían predominar y por los que pagó.
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No es casualidad que los helados más afamados sean los italianos. Si bien lo más probable es que no hayan sido ellos los primeros en tener la idea de perfumar y dulcificar el hielo –habrían de ser los antiguos persas los primeros en verter jugo de uva concentrado sobre nieve a fin de consumirlo como postre refrescante–, sí habrían de ser ellos quienes, desde el siglo IX, contribuyeran de manera más importante a dar los pasos sucesivos para llegar al gelato hoy famoso. El primero habría de ser la incorporación del azúcar que, llevada la caña por los árabes a la Sicilia por ellos conquistada, se uniera a la nieve de las montañas y la sal del mar (como conservador) para redundar en el prototipo del helado contemporáneo. El siguiente avance habría de venir con la primera mantecadora, invento que el cocinero italiano Francesco Procopio heredera de su abuelo muerto en 1686 –el nonno era pescador pero le daba por las tecnologías domésticas en sus ratos de ocio– sólo para perfeccionarlo, recorrer Europa tratando de hacer fortuna con él y terminar por establecerse en París, donde a la fecha es posible degustar en el café que fundara en 1689 –el Procope– los mismos sorbetes y helados (incluyendo un chocolat liègeois tan dulce y tan amargo y tan adictivo como el amor mismo) que hicieran las delicias de varias generaciones de franceses ilustres, de Rousseau a Robespierre y de Voltaire a Attali. Ni la noticia ni la máquina, sin embargo, habrían de permanecer en Francia, sino que regresarían a Italia, llevadas de vuelta por el hijo de su exportador. Es a partir de ello que habría de surgir la tradición del helado artesanal italiano, tan arraigada en la cultura local que hoy ese país puede preciarse de ser el único en el mundo en que el helado industrial constituye sólo el 45 por ciento de las ventas, frente a 55 del artesanal.
He comido gelati en puestos íngrimos en barrios sórdidos y en el Caffé Florian. En Roma (en el Excélsior) y en Malpensa (afuera del aeropuerto) y en Ancona (en el puerto) y en Senigallia (en la playa). Y todos, sin excepción, han sido extraordinarios. Más difícil me había sido alcanzar la misma calidad en México. Durante años, el periplo me devolvía indefectiblemente a Roxy (en la Condesa), a La Bella Italia (en la Roma) o a Chiandoni (en la Nápoles), tres heladerías muy respetables y cuyos productos disfruto a la fecha, aun si he de confesar que menos que su ambiente nostálgico y su decoración trasnochada. Durante unos meses brevísimos creí haber encontrado el santo grial del helado artesanal fato in Messico justo a la vuelta de mi casa, en una heladería no italiana sino argentina (es casi lo mismo) bautizada con el pertinente nombre de Gelato, que incluso tenía el buen gusto de preparar cada día un par de sabores sin azúcar para diabéticos como mi mujer. Gelato, sin embargo, fue víctima de su mala ubicación –vivo, por fortuna para mí y por desgracia para ellos, en la zona menos comercial de la Condesa– y desapareció antes de un año. Y dos más hube de esperar antes de la inauguración de Glace, sólo parte de cuyo secreto –la calibración de la base dependiendo del ingrediente y la ausencia de emulsificantes– he develado hasta ahora.
Si los helados de Glace son los mejores de México –y lo digo sin ambages– es además porque están hechos con los mejores ingredientes (en su mayoría orgánicos) y porque están concebidos con creatividad. Así, el de vainilla, el de chocolate y el de café (veracruzano) serán perfectos pero también el de bourbon (de Maker’s Mark), el de Brie (inesperadamente punzante) o los de combinaciones que, escuchadas, se antojan extravagantes (vinagre balsámico con mermelada de fresa, naranja con albahaca) pero en el paladar sencillamente se antojan.
Debo prevenir, sin embargo, al lector contra una posible decepción: no siempre están disponibles todos los sabores. ¿Por qué? Porque el local cuenta con un número limitado de charolas y porque no compra un ingrediente más que si se encuentra en estado óptimo de calidad. ¿Frustrante? Un poco. Pero mucho menos que cualquiera de las mil variedades de Baskin Robbins.