Ciudad de México, 8 de may (SinEmbargo).- Gerardo Chan, Deborah y Reyna Patricia se enfrentan a una lucha diaria en contra del estigma que implica el hecho de ser homosexual en México. En el documental “Oasis”, grabado en comunidades de Yucatán, estos tres personajes luchan por que se respeten sus raíces indígenas y –lo que es más duro aún– por ganar la batalla contra el sida.
Inspirado en la historia de Gerardo y la de otras personas del centro Oasis de San Juan de Dios, el periodista Alejandro Cárdenas, de Coahuila, decidió darles voz acompañándolas de la mirada de la fotoperiodista finlandesa Meeri Koutaniemi. El resultado es «Oasis»; ese que siempre existe «en medio del desierto de la desesperanza».
OASIS: un viaje sin maletas.
Fotos: Meeri Koutaniemi Texto: Alejandro Cárdenas
Al alba, el reloj señala las cinco y diez mientras Gerardo Chan Chan prepara una rebanada de pan con frijoles que le servirá de desayuno. Afuera el termómetro marca ya veintiocho grados centígrados, preludio de lo que será otra vez una jornada abrasadora. En la radio un adormecido locutor narra los titulares del día: “Un hombre acuchilla a su esposa en Maxcanú a causa de celos”, “Un homosexual es apresado en la Plaza Grande de Mérida por ofrecer favores sexuales”, “Los Leones jugarán esta noche en Kukulcán”. A las seis, el Himno Nacional resuena en la pequeña habitación mientras Gerardo toma su mochila y se dispone a salir rumbo al trabajo. Es viernes 30 de mayo por lo que al mediodía deberá interrumpir su laboro para viajar a Mérida, al Hospital General y cumplir con su cotidiana revisión mensual del VIH.
“El SIDA me ha traído más bien, que mal. Por él ahora aprecio más las pequeñas cosas de la vida: que el sol, que la lluvia, un amanecer, un nuevo amigo”, musita Gerardo mientras remueve la tierra vieja. Se ocupa como jardinero desde hace tres años en casa de “unos ricos de la ciudad que se vinieron a vivir acá”. Es el pueblo de Sitpach, Yucatán, de apenas mil 500 habitantes y donde hasta hace no mucho tiempo se escuchaba de boca en boca la historia del keken, el hombre puerco: la historia de Gerardo desnudo y maltrecho viviendo en un chiquero.
El día en que nació, el calendario maya yucateco le vaticinaba vida de pavo real. Su padre, en cambio, pensó que su hijo primogénito sería doctor, que hablaría perfecto español y que dejaría la vida del campo para vivir en la ciudad capital. Sin embargo, desde temprana edad Gerardo supo que no sería ni pavo real ni doctor; él quería ser cantante. A los 11 años de edad Gerardo confeccionó su primer vestido. Era similar al de una estrella de telenovela que había visto por televisión y quería utilizarlo en el festival de fin de cursos de su escuela primaria. Su padre se lo impidió. Su madre no hizo nada. A partir de entonces, los problemas entre Gerardo y su padre empezaron.
“Mi homosexualidad inició cuando yo tenía unos 7 años. Desde la primaria siempre me cotorreaban mis compañeros diciéndome que era yo un afeminado por lo que me gustaban las cosas femeninas, como las zapatillas, no sé, tenía yo algo de… me gustaba jugar a las muñecas. Me daba cuenta de que no era yo, bueno, se decía que no era yo ‘normal’ . Y poco a poco empezaron mis compañeritos a enamorarme y así, cuando me dí cuenta, ya estaba yo en el rol de la homosexualidad. Obviamente no había yo, como decimos ahora, ‘salido del closet’. Trataba de ocultar mi homosexualidad, con eso de que la religión que dice que “eso está mal” y que me inculcaron esto…entonces como que todavía yo no me descubría a mi mismo y no quería salir. Me avergonzaba de mi mismo”.
Los girasoles
Podar las ceibas, regar las rosas y cortar algunos geranios que le servirán para adornar la casa de los patrones. Se siente contento del jardín que ha logrado confeccionar. Particularmente le enorgullecen sus flores. Las hay de color amarillo, rosa, carmín y violetas. De entre todas ellas, sus preferidas son los girasoles porque dice que son como él mismo: se acoplan a la vida. A veces, mientras corta el césped o unta abono a la tierra negra, Gerardo recuerda los días difíciles: aquellos días cuando sus padres al enterarse que estaba contagiado con ‘la mala enfermedad’ lo orillaron a vivir en el chiquero que está detrás de casa. Días de castigo. Días de nadie. Días en los cuales no podía relacionarse con sus queridas hermanas, ni con amigos del pueblo o con vecinos. Días de ausencia. Condenado a un rudimentario cuartucho de 3 x 3 en el que sólo cabía él, un perro ocasional que le visitaba y las ganas de morir, Gerardo pasaba las horas esperando la nada.
Se siente confuso al rememorar si fueron seis meses o un año los que vivió en esas condiciones. Sólo recuerda que se quedó sin ropa ya que su vestimenta era quemada inmediatamente después de cada vomito ‘para que no contagiara a nadie’. Recuerda también los platos desechables y un destartalado bote de plástico que en sus mejores días albergaba un yogourth sabor fresa de la marca Danone. Ése era su vaso. Así eran sus utensilios para comer. Su mesa era el suelo rocoso y una vela a medio uso parecía ser la única luz que llegaba a su vida. Cuando la vela se acababa, la zozobra y soledad de Gerardo no tenían fin. “La pasé mal, pero los perdono y los comprendo: en ese tiempo, año 2001, nadie en el pueblo sabía nada sobre VIH y sus formas de contagio. Me convertí en la peste del pueblo”.
“En el 2001 llegó mi recaída; ya no me pude levantar, se me caía el pelo, ya no podía trabajar. Mi mamá ya sabía de mi enfermedad para ese entonces, pero nadie más. Vivía en casa con diarrea diaria y medicamentos recetados por mi madre, como pepto-bismol, hasta que llegó el momento en que papá me preguntó: «¿Qué te está pasando?», a lo que respondí; «¿quieres realmente saberlo?». Siempre tuve mucho pleito con él y por ello hasta con orgullo se lo dije, por el rencor que le tenía: «Tengo SIDA». Enfadado me reviró; «¿Cómo va a ser? ¡Me estás engañando!» Nunca en mi vida lo había visto llorar. Cuando se calmó me dijo: «Hoy vas a irte a vivir al fondo del patio, al chiquero, donde los marranos. Ahí vas a vivir. Pintó una raya en el suelo y me dijo, «¡De aquí no pasas! Ahí se te va a llevar tu comida». Yo ya estaba cansado física y emocionalmente, ya no podía yo revelarme, así que acepté”.
Mientras conduce su bicicleta rumbo al trabajo, Gerardo tararea esa canción de Willie Colón que resulta ser un himno: “No se puede corregir, a la naturaleza, árbol que nace doblao, jamás su tronco endereza”. Al llegar a su jardín, pregunta parsimoniosamente a las flores cómo fue la tarde del día anterior. El viento las mueve, como queriendo contestarle.
“Cuando supe qué es lo que esta haciendo mi hijo, pues me entristecí porque a nosotros no nos está acostumbrado que un hijo se trata como a una mujer cuando no es mujer; pues nosotros cuando nace uno de tus hijos estás contento porque sabes que es hombre pero de un momento te dice ‘soy mujer’, pues claro que no te lo va a decir rápido. Pues de lo que yo no entendí es que entró a trabajar en una casa y su trabajo, para nosotros, no estaba acostumbrado porque es trabajo de una mujer, entonces ¿cuál es su oficio? En lugar que se vaya y busque trabajo bien, porque dentro de nosotros no se está acostumbrado, como campesinos que somos, que un hombre vaya a trapear, para nosotros no es trabajo de un hombre, es trabajo de una mujer y empecé a mal entenderlo”.
Junio del 2006, Albergue Oasis, Conkal, Yucatán
El albergue Oasis ofrece atención y estancia a portadores y terminales de SIDA y es la última morada que brinda cariño y cobijo a quien ya nada tiene. Allí las necesidades son tantas y los medios son tan pocos que la realidad obliga al enfermo a servir como enfermero propio y de otros; a cocinar; a ser confidente y poner el hombro; a limpiar los pasillos y los pequeños cuartos; a buscar esa vena aún no tan maltratada para inyectar; a bañar a otros menos fuertes y a reír mientras se pueda: el interno en Oasis es todo y es nada.
Tomé el autobús de la capital Mérida hacia Conkal una mañana en que el sol ya empezaba a derretir el entusiasmo. Uno se acostumbra a respirar poco a poco a riesgo de sentir como si el hálito quemara las entrañas. A mi lado viajaba un joven de rasgos mayas y entonces se avivó en mí la enmarañada pregunta sobre qué significa ser maya hoy en día. El camión estaba repleto de gente, gallinas y nostalgias a Peón Contreras. Aunque el trayecto de la capital Mérida hacia Conkal no es largo, el autobús hacia múltiples paradas; ya sea para bajar a la señora que había viajado a la capital a vender hamacas el día anterior, o ya sea para subir al señor que llevaba su par de chivitos a vender al pueblo de Chicxulub, más al norte de Conkal.
Al llegar al pueblo se tiene la impresión de haber viajado en la máquina del tiempo. El municipio es prácticamente plano, formado por llanuras de barrera con piso rocoso y Ceibas, el árbol sagrado de los mayas. De vez en cuando una chachalaca cantaba a lo lejos o una iguana cruzaba en mi camino y aunque el poblado de poco más de seis mil habitantes llegó a albergar el cuarto convento franciscano de los tiempos en que el catolicismo español evangelizaba indígenas, éste luce ahora inerte y algo desaliñado. Según el historiador Manuel Rejón, el nombre de Conkal proviene de una hermosa flor que se llama Cuunka o Kahyuc, pero dicha flor se esconde al visitante.
Un frágil viejecillo me recibió en un tendejón; le pregunté por la ubicación del albergue Oasis a lo que me respondió “¡ah!, el lugar de los enfermitos”, así, en diminutivo. “Por diez pesos yo lo llevo en mi bici-taxi, el albergue está lejos”. Después supe que el anciano se llama Camilo, supe que tenía 74 años y que había nacido en Mocochá, pero Mocochá es muy pequeño y prefería venir a trabajar cada día hasta Conkal. “No se quede mucho tiempo allí joven, el lugar está lleno de muertitos vivos”, me advirtió mientras pedaleaba.
Al llegar al albergue dos niñas me recibieron gritando ¡allí viene el lobo, allí viene el lobo! Horas después, mientras me cuenta la historia de su vida, Gerardo me muestra el vivero que construye detrás de las ceibas que bordean al albergue:
“Ahora vivo más tranquilo. Aprendí que hay que darse a la vida sin esperar nada a cambio. Lo que viene lo acepto y los días son unos iguales a otros. Pero ¿sabes?, algún día saldré de aquí.
Ya me siento fuerte, con ánimos. Quisiera trabajar. Quizá cortando el pelo o cuidando plantas: ¿conoces tú algún lugar en Mérida donde me quieran dar trabajo?”
La mirada y fisionomía de Gerardo se asemejan al Bacchino malato (1593), de Caravaggio.
Su historia de vida también.
Domingo 23 de mayo del 2010, Albergue Oasis. Conkal, Yucatán
Morgan, el perro, es la mascota de la gran familia llamada Oasis. No tiene cola pero sí muchas garrapatas en las orejas. Cada vez que uno le pide la pata solo recibe como respuesta una juguetona mordida. A Morgan lo bañan cada domingo horas antes de que inicie la transmisión por tv del partido de fútbol, es entonces cuando gran parte de los compañeros de Oasis se reúnen a ver la feria de goles. No son muchas ni comunes las actividades que congregan a los internos de este albergue; quizá sólo la misa de los miércoles, la comida al mediodía, el cumpleaños de alguien o el día en que la muerte y el virus vencen a otro compañero. Y es que portar VIH jode el ánimo y a veces sólo quedan ganas para dormir, dormir y dormir, esperando la lenta última hora.
Situado a las afueras del poblado, para llegar a Oasis hay que pasar justo a un lado de la Iglesia del Sagrado Corazón, en la Plaza Central, donde el párroco local, Jesús R., en su homilía de hace no muchos días dijo que los homosexuales son un problema para nuestra sociedad; que ofenden, atacan y destruyen la familia; que son peligrosos para la sociedad y que representan un problema social que hay que atacar; Que la ley de Dios no perdona a los homosexuales y que éstos no van ha entrar al reino de los cielos, por lo que no deben entrar a la misa. El domingo que el cura Jesús R. pronunció estas palabras, en Oasis el televisor proyectó un partido en el que el Santos le ganaba 3-1 al Atlas.
Martes 12 de abril del 2011, Albergue Oasis, Conkal, Yucatán
Amarillo. Todo alrededor del albergue es amarillo: sus paredes, los platos viejos, el cielo del atardecer, el papel corroído del primer análisis con el que Carlos se enteró que era seropositivo, la dosis de ‘Efavirenz’ que Juan olvidó ingerir, los ojos de Manuel quien descansa en el cuarto “de salida” destinado a quienes sus respiros están ya contados. Amarillo, en Oasis todo es amarillo. Del color de la orina cuyo olor invade la bodega cuando el calor arrecia en Yucatán. Del color de los días iguales, unos tras otros a la espera de que ‘algo cambie’. Oasis es amarillo.
Son las cinco de la tarde y Gerardo esboza una sonrisa apretada. “Ya me quiero quitar de acá, hacer algo con mi vida pero no sé por dónde empezar”
6 de agosto del 2012, Sitpach, Yucatán.
“Sé que algún día, cuando ya no tenga más fuerzas, entonces tendré que regresar al Oasis. Mientras ese día llega, no dejaré que nadie más me llame ‘agachado’, ni que me pise, ni que me haga sentir menos. Yo sé mis derechos.”
Gerardo guarda una cajita escondida debajo de su cama. En ella atesora una piedra de color grisáceo la cual, dice, era su única amiga en los días en que nadie quería hablar con él. “No tiene nombre, pero ni falta le hace, nos entendemos muy bien”.
El día que me despedí de Gerardo llovió como nunca. Después del aguacero me dijo con una grande sonrisa: “¡Mira!, la lluvia lavó el cielo”. Entonces me sentí limpio.
«Carlangas»
Algunos mejor que otros pero todos ayudan. Se limpia el baño cada segundo día, el chiquero de los puercos cada fin de semana y el depósito de agua cada dos semanas. Aunque no está escrito en ningún lugar, los internos dividen sus tareas no acorde a sus conocimientos y habilidades sino a su estado de salud: los más fuertes dan de comer a los puercos y lavan los baños; los menos fuertes se encargan de la cocina y de barrer. Los que ya no tienen mucho camino por seguir, ellos descansan en una habitación especial a la que llaman el ‘cuarto X o cuarto de salida’. Allí llegan pacientes en fase terminal más o menos conscientes de que viven sus últimos momentos. Después de ello, la nada. La estancia es pequeña, con paredes de color verde turquesa y dos ventanas sin cortinas. Pocos sonidos llenan la sala; sólo un parsimonioso ventilador y un único paciente que más que respirar, jadea. Carlos es su nombre pero nadie conoce su apellido. Pasa ya de los cuarenta años y fue llevado a Oasis desde el Hospital General apenas el viernes pasado. Él quería morir en paz, lejos del anonimato y la frialdad del Hospital. La gente de Oasis ya le conocía.’Carlangas’ le llamaban con cariño.