LECTURAS | «La niña perdida», de Elena Ferrante

08/04/2017 - 12:04 am

«Quería contar solo la vida de dos mujeres. Y para hacerlo era necesario que filtrara la historia en el trasfondo de sus existencias, las cosas que de un modo u otro tenían que ver con ellas. Me gustaría que el relato ayudase a contemplar en términos narrativos un pedazo de la historia de Italia» (Elena Ferrante)

Ciudad de México, 8 de abril (SinEmbargo).- Lina y Elena son ahora adultas y han tomado caminos distintos: Elena dejó Nápoles para casarse y convertirse en una escritora de éxito en Florencia. Solo un amor de juventud que vuelve a florecer la devolverá a Nápoles, donde la espera Lina, que ahora es madre y además ha triunfado muy a su manera en el negocio local. Elena es la señora culta, Lina es en apariencia la mujer de barrio, ignorante y poco dispuesta al refinamiento, pero la inteligencia pura y la intuición están del lado de Lina.

Los hechos se precipitan cuando un buen día de repente, la hija de Lina desaparece: ¿asesinato, rapto, muerte? Nadie sabe, y el barrio murmura. Desde entonces, Lina ya no es la misma y la locura acecha. Todo -los hombres, las mujeres, el paisaje, la ciudad entera de Nápoles- se convierten en testigos del duelo de una madre que no sabe llorar y un buen día también desaparecerá, devolviendo al lector a las primeras páginas de esta espléndida saga.

Inteligencia, emoción contenida, escritura que se pliega a los acontecimientos y se ajusta como un guante a la trama: todo está en estas páginas donde se ha ido cosiendo una de las obras más brillantes del siglo XXI.

Por cortesía de editorial Alfaguara presentamos un capítulo de La niña perdida, de Elena Ferrante

Una Historia De Italia Basada En Nápoles Foto Especial

1

Desde octubre de 1976 hasta 1979, cuando regresé a Nápoles para vivir, evité reanudar relaciones estables con Lila. No fue fácil. Casi de inmediato, ella intentó volver a entrar en mi vida por la fuerza y yo la ignoré, la toleré y la soporté. Aunque se comportara como si no desease otra cosa que estar a mi lado en un momento difícil, yo no lograba olvidar el desprecio con el que me había tratado.

Hoy pienso que si lo único que me hubiera hecho daño hubiera sido el insulto —eres una cretina, me gritó por teléfono cuando le conté lo de Ninofdb vcaz y antes nunca había ocurrido, jamás me había hablado de ese modo—, se me habría pasado enseguida. En realidad, más que aquella ofensa pesó la alusión a Dede y Elsa. Piensa en el daño que les haces a tus hijas, me advirtió, y en un primer momento no le hice caso. Pero con el tiempo aquellas palabras cobraron cada vez más peso, pensaba en ellas a menudo. Lila nunca había manifestado el menor interés por Dede y Elsa, con toda probabilidad ni siquiera recordaba sus nombres. Las veces en que le contaba por teléfono alguna ocurrencia inteligente de mis hijas, ella cortaba por lo sano y cambiaba de tema. Y cuando las vio por primera vez en casa de Marcello Solara, se limitó a echarles una mirada distraída y decirles alguna frase de compromiso, ni siquiera dedicó la menor atención a cómo iban bien vestidas, bien peinadas, a lo capaces que eran ambas de expresarse con propiedad pese a ser aún pequeñas. Sin embargo, las había parido yo, las había criado yo, eran parte de mí, su amiga de siempre: debería haber dejado algo de espacio —no digo por afecto, pero al menos por amabilidad— a mi orgullo de madre. Pero no, ni siquiera había echado mano de una pizca de afable ironía, había mostrado indiferencia, nada más. Solo ahora —por celos, seguramente, porque me había quedado con Nino— se acordaba de las niñas y quería subrayar que yo era una pésima madre, y que con tal de ser feliz causaba la infelicidad de mis hijas. Era pensar en ello y ponerme nerviosa. ¿Acaso Lila se había preocupado por Gennaro cuando se separó de Stefano, cuando dejó al niño abandonado en casa de su vecina para ir a trabajar a la fábrica, cuando lo envió a mi casa como para deshacerse de él? De acuerdo, yo tenía mis culpas pero, sin duda, era más madre que ella.

2

En aquellos años, los pensamientos de ese tipo se convirtieron en una costumbre. Fue como si Lila, que al fin y al cabo solo había pronunciado aquella única frase perversa sobre Dede y Elsa, se hubiera convertido en el abogado defensor de sus necesidades de hijas y yo me sintiese obligada a demostrarle que se equivocaba cada vez que las desatendía para dedicarme a mí misma. Pero era solo una voz inventada por el malhumor, no sé qué pensaba realmente de mi comportamiento como madre. Ella es la única que puede contarlo, si de verdad ha conseguido insertarse en esta larguísima cadena de palabras para modificar mi texto, para introducir deliberadamente eslabones perdidos, para desprender otros sin hacerse notar, para decir de mí más de lo que yo quiero, más de cuanto soy capaz de decir. Deseo esa intromisión suya, la espero desde que empecé a escribir nuestra historia, pero debo llegar al final para someter todas estas páginas a examen. Si lo intentara ahora, desde luego me quedaría bloqueada. Escribo desde hace demasiado tiempo y estoy cansada, cada vez es más difícil mantener tensado el hilo del relato dentro del caos de los años, de los acontecimientos grandes y pequeños, de los humores. Por eso o tiendo a pasar por alto mis cosas para enredarme otra vez con Lila y todas las complicaciones que trae consigo o, algo peor, me dejo llevar por los acontecimientos de mi vida únicamente porque me resulta más fácil escribirlos. Pero debo sustraerme a esta encrucijada. No debo ir por el primer camino a lo largo del cual —dado que la propia naturaleza de nuestra relación impone que sea yo quien llegue a ella solo pasando por mí—, si me hago a un lado, acabaría encontrando cada vez menos rastros de Lila. Tampoco debo ir por el segundo. Precisamente, que yo hable de mi experiencia cada vez más por extenso es justo lo que, sin duda, ella apoyaría. Anda —me diría—, cuéntanos qué rumbo ha tomado tu vida, a quién le importa la mía, confiésalo, ni a ti te interesa. Y concluiría: yo soy un garabato tras otro, del todo inapropiada para uno de tus libros; déjame estar, Lenù, no se habla de una tachadura.

¿Qué hacer, pues? ¿Darle una vez más la razón? ¿Aceptar que ser adultos es dejar de mostrarse, es aprender a ocultarse hasta desaparecer? ¿Admitir que con el paso de los años cada vez sé menos de Lila?

Esta mañana tengo a raya el cansancio y vuelvo a sentarme a mi escritorio. Ahora que me acerco al punto más doloroso de nuestra historia, quiero buscar en la página un equilibrio entre ella y yo que en la vida ni siquiera logré encontrar conmigo misma.

3

De los días de Montpellier me acuerdo de todo menos de la ciudad, es como si nunca hubiera estado. Aparte del hotel, aparte de la monumental aula magna donde se celebraba el congreso académico en el que Nino estaba ocupado, hoy solo veo un otoño ventoso y nubes blancas en un cielo azul. Sin embargo, por muchos motivos, el topónimo Montpellier se me quedó grabado en la memoria como un signo de evasión. Ya había estado fuera de Italia, en París, con Franco, y me había sentido electrizada por mi propia audacia. Pero entonces me parecía que mi mundo era y seguiría siendo siempre el barrio, Nápoles, mientras el resto era como una excursión en cuyo clima excepcional podía imaginarme, como de hecho nunca llegaría a ser. En cambio, Montpellier, pese a ser con diferencia mucho menos emocionante que París, me dio la impresión de que mis barreras se hubiesen roto y de que yo estuviera expandiéndome. El simple hecho de encontrarme en ese lugar constituía para mí la prueba de que el barrio, Nápoles, Pisa, Florencia, Milán, la propia Italia, no eran más que minúsculas astillas de mundo y que hacía bien en no seguir conformándome con ellas. En Montpellier advertí las limitaciones de mi visión de las cosas, de la lengua en la que me expresaba y en la que escribía. En Montpellier vi con claridad hasta qué punto, a mis treinta y dos años, podía resultar estrecho ser esposa y madre. Y durante esos días repletos de amor por primera vez me sentí liberada de los lazos que había acumulado a lo largo de los años, los debidos a mis orígenes, los que había adquirido con el éxito en los estudios, los que se derivaban de las elecciones que había hecho en la vida, en especial del matrimonio. Allí comprendí también los motivos del placer que en el pasado había sentido al ver mi primer libro traducido a otras lenguas y, al mismo tiempo, los motivos de la pena por haber encontrado pocos lectores fuera de Italia. Era maravilloso superar fronteras, dejarse llevar al interior de otras culturas, descubrir la provisionalidad de aquello que había tenido por definitivo. Si en el pasado yo había juzgado el hecho de que Lila no hubiera salido nunca de Nápoles, e incluso de que le hubiera dado miedo San Giovanni a Teduccio, como una elección discutible por su parte, y que ella como de costumbre sabía volver a su favor, ahora sencillamente me pareció un signo de estrechez mental. Reaccioné como se suele reaccionar ante quien nos insulta, usando la misma fórmula que nos ha ofendido. ¿O sea, que tú te equivocaste conmigo? No, querida mía, soy yo la que se equivocó contigo: seguirás toda tu vida viendo circular camiones por la carretera.

Los días pasaron volando. Los organizadores del congreso habían reservado con mucha antelación una habitación individual en el hotel a nombre de Nino, y como yo decidí acompañarlo en el último momento no hubo manera de convertirla en matrimonial. De modo que estábamos en habitaciones separadas, pero al final del día me duchaba, me preparaba para la noche y después, con el corazón en la boca, iba a su habitación. Dormíamos juntos, bien apretados, como si temiéramos que una fuerza hostil nos separase mientras dormíamos. Por la mañana pedíamos el desayuno en la cama, disfrutábamos de ese lujo que solo había visto en el cine; nos reíamos mucho, éramos felices. Durante el día lo acompañaba a la sala grande del congreso; aunque los ponentes leyeran páginas y páginas con tono aburrido, estar con él me entusiasmaba; me sentaba a su lado pero sin molestarlo. Nino seguía con mucha atención las intervenciones, tomaba notas y de vez en cuando me susurraba al oído comentarios irónicos y palabras de amor. Durante el almuerzo y la cena nos mezclábamos con profesores universitarios de medio mundo, nombres extranjeros, lenguas extranjeras. Claro que los ponentes de más prestigio ocupaban una mesa exclusiva y nosotros estábamos en otra con un grupo de investigadores más jóvenes. Pero me llamó la atención la movilidad de Nino, tanto durante los trabajos como en el restaurante. Qué distinto era del estudiante de otros tiempos, incluso del joven que me había defendido en la librería de Milán casi diez años antes. Había dejado a un lado los tonos polémicos, franqueaba con tacto las barreras académicas, establecía relaciones con gesto serio y a la vez cautivador. Unas veces en inglés (excelente), otras en francés (bueno), conversaba de forma brillante desplegando su antiguo culto a las cifras y la eficiencia. Me enorgullecí mucho de ver cuánto gustaba. En pocas horas le cayó simpático a todos, lo llamaban de aquí y de allá.

Hubo un solo momento en que cambió bruscamente, fue la víspera de su intervención en el congreso. Se volvió arisco y descortés, lo vi deshecho por la angustia. Se puso a criticar el texto que había preparado, repitió en varias ocasiones que escribir no le resultaba tan fácil como a mí, se enfadó porque no había tenido tiempo de trabajar más a fondo. Me sentí culpable —¿acaso nuestra complicada historia lo había distraído?— y traté de ponerle remedio abrazándolo, besándolo, animándolo a que me leyera su trabajo. Me lo leyó, y me enterneció su actitud de colegial asustado. Su ponencia no me pareció menos aburrida que otras que había escuchado en el aula magna, aunque lo alabé mucho y se tranquilizó. A la mañana siguiente se exhibió con estudiado entusiasmo, lo aplaudieron. Por la noche uno de los profesores universitarios de prestigio, un estadounidense, lo invitó a sentarse a su lado. Me quedé sola, pero no me importó. Cuando estaba Nino, yo no hablaba con nadie, mientras que en su ausencia me vi obligada a arreglármelas con mi francés rudimentario e hice amistad con una pareja de París. Me cayeron bien porque no tardé en descubrir que se encontraban en una situación no muy distinta de la nuestra. Ambos consideraban sofocante la institución de la familia, los dos habían dejado dolorosamente atrás a cónyuges e hijos, ambos parecían felices. Él, Augustin, rondaba los cincuenta años, tenía la cara sonrosada, ojos azules muy vivaces y grandes bigotes de un rubio claro. Ella, Colombe, tenía algo más de treinta, como yo, el pelo negro muy corto, ojos y labios marcados con fuerza en una cara pequeña y una elegancia seductora. Hablé sobre todo con Colombe, que era madre de un niño de siete años.

—Faltan unos meses —dije— para que mi hija mayor cumpla siete, pero este año ya cursa segundo, es muy buena alumna.

—El mío es muy despierto y fantasioso.

—¿Cómo se ha tomado la separación?

—Bien.

—¿No ha sufrido ni un poquito?

—Los niños no tienen nuestra rigidez, son elásticos. Insistió en la elasticidad, que atribuía a la infancia, y me pareció que eso la tranquilizaba. Añadió: en nuestro ambiente es bastante común que los padres se separen, los hijos saben que es posible. Pero mientras yo le decía que no conocía a otras mujeres separadas aparte de mi amiga, ella cambió bruscamente de registro y empezó a quejarse del niño: es aplicado pero lento, exclamó, en la escuela dicen que es desordenado. Me llamó mucho la atención que se pusiera a hablar sin ternura, casi con rencor, como si su hijo se comportara de ese modo para fastidiarla, y eso me angustió. Su compañero debió de notarlo, ya que intervino; presumió de sus dos chicos, de catorce y dieciocho años, bromeó sobre cuánto gustaban los dos a las mujeres jóvenes y a las maduras. Cuando Nino regresó a mi lado, los dos hombres —sobre todo Augustin— empezaron a echar pestes sobre la mayoría de los ponentes. Colombe se entrometió casi de inmediato con una alegría un tanto artificial. Las murmuraciones no tardaron en crear un vínculo; Augustin habló y bebió mucho durante toda la noche, su compañera reía en cuanto Nino lograba abrir la boca. Nos invitaron a ir con ellos a París en su coche.

La conversación sobre los hijos y aquella invitación a la que no dijimos ni sí ni no, hicieron que pusiera otra vez los pies en la tierra. Hasta ese momento, Dede y Elsa me habían venido a la cabeza sin cesar, e incluso Pietro, pero como suspendidos en un universo paralelo, inmóviles alrededor de la mesa de la cocina de Florencia, o delante del televisor, o en sus camas. De golpe, mi mundo y el de ellos se volvieron a comunicar. Me di cuenta de que los días en Montpellier estaban a punto de tocar a su fi n, y que, inevitablemente, Nino y yo regresaríamos a nuestras casas y tendríamos que enfrentarnos a nuestras respectivas crisis conyugales, yo en Florencia, él en Nápoles. El cuerpo de las niñas se unió otra vez al mío y noté su contacto con violencia. Llevaba cinco días sin…

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