Esa fue solo la primera de las visiones. Nacer con un don implica una responsabilidad, y más en un barrio donde la violencia, el desamparo y la injusticia brotan en cada rincón y sus principales víctimas son las mujeres. Cometierra buscará su propio camino en búsqueda de la verdad, el cuidado y el amor.
Esta es la primera novela de la autora argentina Dolores Reyes, docente, activista feminista y madre de siete hijos. Un relato terrible y luminoso, lírico, dulce y brutal, narrado con una voz que nos conmueve desde la primera página.
Ciudad de México, 7 de noviembre (SinEmbargo).- Cuando era chica, Cometierra supo que su papá había matado a golpes a su mamá. Esa fue solo la primera de las visiones. Nacer con un don implica una responsabilidad, y a Cometierra le tocó ese don que hace su vida doblemente difícil, en un barrio en donde la violencia, el desamparo y la injusticia brotan en cada rincón y sus principales víctimas son las mujeres. En búsqueda de la verdad, el amor y el cuidado, ella encontrará su propio camino.
Dice Cometierra: «Me acosté en el suelo, sin abrir los ojos. Había aprendido que de esa oscuridad nacían formas. Traté de verlas y de no pensar en nada más, ni siquiera en el dolor que me llegaba desde la panza. Nada, salvo un brillo que miré con toda atención hasta que se transformó en dos ojos negros. Y de a poco, como si la hubiera fabricado la noche, vi la cara de María, los hombros, el pelo que nacía de la oscuridad más profunda que había visto en mi vida».
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Cometierra (Editorial Sigilo), primera novela de la autora argentina Dolores Reyes, docente, activista feminista y madre de siete hijos que actualmente vive en la provincia de Caseros. Este es un primer relato terrible y luminoso, lírico, dulce y brutal, narrado con una voz que nos conmueve desde la primera página. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Océano.
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A la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos.
A las víctimas de feminicidio, a sus sobrevivientes.
–Los muertos no ranchan donde los vivos. Tenés que entender.
–No me importa. Mamá se guarda acá, en mi casa, en la tierra.
–Aflojá de una vez. Todos te esperan.
Si no me escuchan, trago tierra.
Antes tragaba por mí, por la bronca, porque les molestaba y les daba vergüenza. Decían que la tierra es sucia, que se me iba a hinchar la panza como a un sapo.
–Levantate de una vez. Lavate un poco.
Después empecé a comer tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron.
–¿Para qué está el cementerio? Para enterrar a las personas. Vestite.
–No me importan las personas. Mamá es mía. Mamá se queda.
–Parecés un bicho. Ni siquiera te acomodaste el pelo.
Miro la pieza, las paredes de madera que mamá quería ir forrando desde adentro con ladrillos. Las chapas del techo, bien altas, grises. El suelo, mi cama y el lado de la pieza donde ella se tiraba a dormir si el viejo andaba pesado. «No va a haber nadie de ese lado», pienso, y me tapo la cabeza con la almohada. Mamá me peinaba, mamá me cortaba el pelo.
–¿Vos querés que te llevemos a la rastra? No seas pendeja. Tendrías que tener vergüenza de hacer caprichos hoy.
Me paro de una, el pelo me tapa casi toda la musculosa, una cortina que llega a arañar la bombacha. Me agacho. Busco las zapatillas, el pantalón de ayer que andará tirado. Y guardo las lágrimas para mí y para que quede, sola, una furia que parece acalambrarme. Para ir al baño tengo que salir de la pieza. Pasar por donde la gente está revoloteando mi casa como moscas. Vecinos chusmas, que fuman y hablan pavadas. El Walter se habrá amotinado. A él no lo mueve nadie. Nunca más mamá y yo. Me pongo el pantalón, me acomodo la musculosa adentro. Prendo el botón, subo el cierre mientras le clavo los ojos a mi tía. A ver si por un rato me deja de joder. Si me paro, si salgo de la pieza y camino detrás de esas manos que llevan el cuerpo en la tela, es porque estoy harta. Porque quiero que se vayan de una vez. El Walter no quiere venir.
Verla en silencio caer en un agujero abierto en el cementerio, al fondo, donde están las tumbas de los pobres. Ni lápidas, ni bronce. Antes del cañaveral, una boca seca que se la traga. La tierra, abierta como un corte. Y yo tratando de frenarla, haciendo fuerza con mis brazos, con este cuerpo que no alcanza siquiera a cubrir el ancho del pozo. Mamá cae igual. Mi fuerza, poca, no cambia nada. La tierra la envuelve como los golpes del viejo y yo pegada al suelo, cerca como siempre de ese cuerpo que se me llevan como en un robo. Mientras, las voces rezan. ¿Para qué? Si al final, removida, solo está la tierra. Nunca más mamá y yo.
Entra. La tapan. Oreja en tierra, miro. Todavía puedo respirar. Pensé que no, que las costillas se me hundían arañándome los pulmones. Guardo en pesadillas el sonido de ese lugar, un desperdicio de dolor y pestilencia. Hasta el sol me confunde, me sangra en la piel caliente. Y los ojos, ardidos como si me hubiesen echado ácido, luchando por no llorar. Un amarillo basura, fiebre, o un gris, gris chapa, gris enfermo el dolor. Solo el dolor parece no morir nunca. Van a dejarte acá, mamá, todos, aunque no quiera. Aunque mis manos no los dejen, te vas a quedar.
Creo que puedo poco, solo tragar tierra de este lugar y que no sea más enemiga, la tierra desconocida de un cementerio que jamás pisamos, ni mamá ni yo. Ella se queda acá y yo me llevo algo de esta tierra en mí, para saber, a oscuras, mis sueños. Cierro los ojos para apoyar las manos sobre la tierra que acaba de taparte, mamá, y se me hace de noche. Cierro los puños, atrapo y la llevo a la boca. La fuerza de la tierra que te devora es oscura y tiene el gusto del tronco de un árbol. Me gusta, me muestra, me hace ver. ¿Amanece? No. Es el sol que me enciende los ojos y la piel. La tierra parece envenenarme.
Dicen:
–Levantate, Cometierra, levantate de una vez. Soltala, dejala ir.
Pero sigo con los ojos cerrados. Lucho contra el asco de seguir tragando tierra. No me alcanza, no me voy a ir sin ver, sin saber.
Alguien dice:
–¿Ni para el jonca hay?
Y me obliga a abrir los ojos.
Mamá, vas al agujero en una tela que es casi un trapo. ¿Quién va a hablarme ahora? Sin vos no soy nada, no quiero ser. ¿La tierra va a hablarme? Si ya me habló:
La sacudieron. Veo los golpes aunque no los sienta. La furia de los puños hundiéndose como pozos en la carne. Veo a papá, manos iguales a mis manos, brazos fuertes para el puño, que se enganchó en tu corazón y en tu carne como un anzuelo. Y algo, como un río, que empieza a irse. Morirte, mamá, y cortarte fresca de nosotros dos.
–Levantate, Cometierra, levantate de una vez. Soltala, dejala ir.
PRIMERA PARTE
El Walter fue bueno, no como la tía. Se sentaba en mi cama, escuchaba, hablaba poco. No se enojaba si yo a veces agarraba la almohada y dormía en el suelo, abajo de la cama, como si las maderas y el colchón fuesen el techo de una casa solo para mi cuerpo. Estaba ahí, horas conmigo. Esperaba. Yo escuchaba los ruidos de la casa, crecía.
A veces mi hermano me preguntaba por papá. «El viejo», decía él. Quería saber si había venido, si me lo había vuelto a cruzar.
–No sé nada de papá. ¿Le pregunto a la tierra?
–No –decía el Walter siempre–, te va a hacer mal.
Una tarde esperé a que la tía se fuera a comprar algo para comer y salí. Lo busqué al Walter en la pieza de al lado. Habían sacado la cama grande.
«Estoy sola –pensé–. ¿Y si el Walter y la tía no vuelven más?».
Fui a la cocina y abrí una lata de arvejas. Me dio pena tirarlas, así que vacié la lata arriba de la mesa. Un líquido baboso fue abriéndose desde el amontonamiento que quedó en el medio. Me dieron ganas de comer, pero no. Necesitaba la panza vacía. Fui a buscar un cuchillo y cuando abrí el cajón vi el destapador de mi viejo.
Para preguntarle a la tierra necesitaba algo de él, y mi tía y el Walter habían ido borrándolo de la casa y de mi vida. Ni la cama habían dejado. Agarré el destapador del cajón y me quedé mirándolo. Después, contenta como si tuviera un tesoro, me lo guardé en el bolsillo del short. Salí de la casa, descalza, los pelos sueltos, el destapador en un bolsillo, la lata vacía en una mano y el cuchillo en la otra. Me senté en el terreno, pasé la mano por la tierra, clavé el cuchillo y lo saqué. Me gustó. Volví a clavarlo, pero esta vez no lo saqué, traté de moverlo, de ir abriendo la tierra, de aflojarla de a poco.
La tierra es fuerte pero me dejó. Cuando empezó a abrirse, apoyé la mano y la cerré. Tierra adentro de mi puño. La puse encima del short. Mientras aflojaba la tierra con el cuchillo y la mano, la iba juntando ahí. Después saqué del bolsillo el destapador de mi viejo y lo metí en el agujero. Lo puse parado, en el medio, y de a puñados fui devolviendo la tierra hasta que quedó bien tapado. Me limpié las manos en el short y las piernas.
Sentada, mi pelo llegaba hasta el piso. Tenía el color de ese suelo en el que vivía. Hubiera querido que saliera aunque fuese algún bicho a estar conmigo, pero no pasó. Esperé igual, mirándome las manos, las piernas y el cuchillo. Después agarré todo, tierra y destapador, y pensé en la última vez que lo había visto a mi viejo destapando una birra. Pensar eso me dolió. Con bronca, metí todo junto en la lata.
Me paré y fui para adentro. Una parte del jugo de las arvejas se había escurrido al suelo. Corrí una silla y me senté. Tenía la lata en una mano y la otra con la palma abierta hacia arriba. Quise vaciar un poco de tierra en la mano abierta pero se me vino todo junto, tierra y destapador.
Una parte de la tierra se escapó al piso. Me llevé lo demás a la boca y comí con todas las ganas que tenía de ver a papá de nuevo. Me llenaba la lengua, cerraba la boca y trataba de tragar. Sentía que la tierra pasaba de ser una cosa en mi mano a ser algo vivo, tierra amiga en mí, y seguía comiendo. Cuando no hubo más, quedó el destapador. Le pasé la lengua hasta dejarlo limpio. Y cuando tuve la panza pesada de tierra, cerré los ojos.
–Papá está vivo –les dije al Walter y a la tía después, cuando los vi parados mirándome. Pensé que se iban a poner contentos, pero no. No hablaban. Parecía que se habían quedado congelados. Yo salí corriendo y lo abracé al Walter.
–¿Qué carajo hiciste, pendeja? –dijo mi tía agarrándome del brazo para separarme de mi hermano.
–Walter, papá está vivo –le repetí mientras ella me tiraba para atrás.
Mi hermano volvió a acercarse y me agarró de la mano. Me llevó al baño, me lavó las piernas con una esponja, dejó la canilla abierta. Mientras me limpiaba los brazos y las manos, el Walter me hizo prometerle que nunca más iba a comer tierra.
Cuando prometí, mi hermano me acarició la cabeza. No sabía si él estaba más alto o si era que yo así, con su mano encima, me volvía más chica.
–Ahora lavate los dientes –dijo y me dejó sola en el baño.
Yo me miré en el espejo y sonreí: tenía los dientes manchados de barro. Me acordé de papá fumando sus puchos, del olor y la oscuridad en su boca, y pensé que ellos querían olvidarlo y que por ahí era lo mejor. Volví a abrir la canilla, metí el cepillo abajo del agua, puse un poco de pasta, mojé todo y empecé a cepillarme.
Volví a la cocina y quise hacer el último intento:
–Tu hermano está vivo.
La tía se dio vuelta y me miró furiosa. Sacó del bolsillito del jean el atado de puchos.
–Sucia. Te veo tragando tierra otra vez y te quemo la lengua con el encendedor.
Me asusté tanto que por un tiempo ni pisarla quería, así que trataba de no salir en patas nunca. Si me daban ganas de comer tierra, me mandaba la comida bien caliente, así como la tía la sacaba del fuego. No esperaba. Me llenaba la boca y sentía la piel del paladar hacerse ampollas. La lengua ardiendo me obligaba a tragar un vaso de agua tras otro. Me llenaba la panza y las ganas de tierra se iban. Al día siguiente, apenas comía, apenas podía hablar.
En la escuela, con el tiempo, nos dejaron de joder. No hubo más tierra adentro de mi mochila ensuciándome los cuadernos acompañada de risas por lo bajo. Tampoco papeles de alfajores, esos que quería y no podía comprar, rellenos con tierra sobre mi banco. Solo algunas miradas cada tanto, y mucho silencio. Y todo, sin la tierra, anduvo perfecto. Hasta que la seño Ana no vino más.