Cien años después de ser asesinada por defender sus principios, las ideas de esta política socialista y economista marxista siguen presentes. La novela gráfica La rosa roja recupera su figura a través del análisis de su obra, artículos de prensa y correspondencia personal.
Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo).-«Socialismo o barbarie». Aunque los considerase antagónicos, en la vida de Rosa Luxemburgo (1871-1919) ambos conceptos fueron de la mano. Ella soñó con la revolución hasta que los freikorps le volaron la cabeza y lanzaron su cuerpo por el Canal Landwehr de Berlín. Luxemburgo nació en la Polonia rusa cuando aún se escuchaban los ecos de la Comuna de París y fue asesinada 48 años más tarde por proclamar la lucha obrera, el sufragio universal y una alternativa al «parásito» sistema capitalista.
Su figura ha estado unida cien años al imaginario de la revolución, pero aún hay mucha gente que desconoce la audacia de esta mujer excepcional. El libro La rosa roja, de la escritora e ilustradora británica Kate Evans, se ha propuesto recuperar a la Rosa teórica, socialista y anticapitalista, pero también a la que amó a escondidas, la que sufrió violencia machista y la que, con sus contradicciones, quería libres a las mujeres de cualquier clase social.
La ilustradora y activista británica Kate Evans publicó su novela gráfica en 2015 con Verso Books y dos años más tarde llega en castellano gracias a la editorial argentina Ediciones IPS-Pan y Rosas. También lanzaron un crowdfunding para publicarlo en España y superaron el objetivo inicial en menos de una semana.
Sus viñetas conjugan el humor con un análisis exhaustivo de la obra de Rosa Luxemburgo, sus artículos en prensa o la correspondencia personal que no se había traducido a nuestro idioma hasta ahora.
Tanto en unos textos como en otros, la protagonista muestra una inteligencia crítica que puso en jaque a los dirigentes del partido socialdemócrata alemán e incluso ciertas teorías de Marx, que desmontó en su libro La acumulación del capital (1913).
A pesar del estilo caricaturesco de los dibujos, el espíritu de Rosa Luxemburgo se conserva intacto gracias a las citas textuales. Ese es el gran acierto de la novela de Kate Evans: acercar una figura compleja y controvertida sin perder el peso didáctico de sus intervenciones públicas y de sus inspiradoras clases de economía marxista.
«Aunque es recordada como una mártir, ella es mucho más que eso, porque cada momento que vivió, lo hizo al máximo», recuerda su última biógrafa. Que este nuevo homenaje sirva para recuperar las lecciones de uno de los personajes más combativos y brillantes de nuestra historia
LA SOCIALISTA MÁS JOVEN
En casa de los Luxemburgo, a las mujeres se les reservaba la tarea de apretarse los corsés para reducir la cintura y de cuidar su hermosa melena larga para atraer a un hombre rico. Rosa, la hija más pequeña, pronto defendió que el valor de una mujer estaba en su intelecto, no en los centímetros de su cadera. Aunque se crió en un hogar profundamente judío, se deshizo también de la fe religiosa en cuanto descubrió al filósofo que le cambiaría la vida.
«Marx dijo que los dioses son producto de las regiones nebulosas del cerebro humano», decía ella. «Tu abuelo es un rabino y te lavarás la boca con jabón, jovencita», le recriminaba su familia. Para no calentar el ambiente en su casa, Luxemburgo escondía el Manifiesto comunista o Trabajo asalariado y capital de la vista de sus padres, pero disertaba abiertamente de capitalismo con sus hermanos.
Con su preparación e inteligencia, a nadie le extrañó que una chica de 15 años se afiliase al movimiento socialista polaco, aunque viviese con la amenaza constante de ser atrapada y condenada en Siberia por el zar ruso. Al final, en 1889 se exilió a Zúrich para estudiar en la única universidad que admitía a mujeres. Allí cambió la botánica y la zoología por la ciencia del cambio social y las relaciones económicas. También aprendió once idiomas y trabajó como periodista mientras acababa un doctorado sobre la industrialización en Polonia. Su mantra: «Cuestionar todo».
EL AZOTE DE LOS CONFORMISTAS
Las conferencias de Rosa Luxemburgo en la Internacional Socialista promovían la solidaridad entre países y la revolución mundial, mucho antes que el derecho a la autodeterminación que reclamaba Polonia. Defendía que la lucha obrera debía centrarse en el capitalismo, aunque el Manifiesto comunista de Marx llamase a la emancipación de los polacos. Esa filosofía, que compartía con su primer amor Leo Jogiches, la trasladó a Berlín en 1898, cuando se afilió al SPD alemán.
Rosa también se opuso a grandes figuras del partido socialdemócrata como Eduard Bernstein, rebatiéndole que «la lucha por la reforma es el medio, la revolución es el fin». Pensaba que si las reformas se lograban a través de la lucha obrera, fortalecían al partido, pero si se obtenían por métodos parlamentarios o acuerdos entre partidos burgueses, esto sólo favorecía al capitalismo.
Más tarde, se distanció de otros pesos pesados del SPD que la consideraban una «víbora bribona», como su otrora gran colega Karl Kautsky. Una brecha que se abriría para siempre con la aprobación de los presupuestos de la Primera Guerra Mundial, a la que ella se oponía tajantemente, y con el retraso en las negociaciones del sufragio universal, y femenino.
LA «NO MILITANCIA» FEMINISTA
Otro importante contacto que hizo Rosa en Berlín fue Clara Zetkin, la activista que estaba al frente de la organización de mujeres socialistas y del periódico feminista Die Gleichheit ( La Igualdad). Juntas defendían el voto universal, aunque Luxemburgo nunca quiso encabezar el ala femenina para no perder los beneficios que tenía en el partido junto a los varones. Pensaba que era una estrategia de sus compañeros para desterrarla de la primera línea del debate teórico, donde reinaba el machismo.
«El voto femenino aterra al actual Estado capitalista porque, tras él, están los millones de mujeres que reforzarían al enemigo interior, es decir, a la socialdemocracia», escribió. No compartía con Zetkin, sin embargo, la defensa solo del voto de las mujeres propietarias que pagaban impuestos. «Son derechos de las damas, no de las mujeres. No puedo hacer causa común con las señoras de la clase capitalista», le espetaba Luxemburgo.
Ambas participaron en 1907 en la Primera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, celebrada en la ciudad alemana de Stuttgart, que aprobó que los partidos socialistas del mundo luchasen obligatoriamente por el sufragio femenino. También en la Segunda Conferencia, llamada Guerra a la guerra, donde más de cien activistas de 17 países establecieron el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer. En aquella época, Rosa empezó a sentirse cómoda con la etiqueta feminista y sus discursos tomaron un cariz más comprometido, como este que pronunció en 1912:
«El actual enérgico movimiento de millones de mujeres proletarias que consideran su falta de derechos políticos como una flagrante injusticia es señal infalible, señal de que las bases sociales del sistema imperante están podridas y que sus días están contados. Luchando por el sufragio femenino, también apresuraremos la hora en que la actual sociedad caiga en ruinas bajo los martillazos del proletariado revolucionario»
Una de las cosas que más lamentó Luxemburgo al final de sus días fue no haber defendido con ahínco el voto y la emancipación de la mujer. Por eso, a su salida de la cárcel en 1918 y cuando reorganizó la Liga Espartaquista, estableció como nueva consigna «la plena igualdad social y jurídica entre los sexos».
LA UTOPÍA ANTIBELICISTA
Si bien el equidistante feminismo de Rosa Luxemburgo ha sido motivo de debates académicos, con su perfil pacifista no queda resquicio para la duda. La política enarboló un discurso antimilitarista durante toda su carrera, pero sobre todo a las puertas de la Primera Guerra Mundial, cuando su partido votó por primera vez a favor de unos presupuestos capitalistas que daban luz verde a la masacre.
Los razonamientos de Luxemburgo se podrían aplicar perfectamente hoy en día, cien años después de la Gran Guerra. Para ella, el conflicto «es indispensable para el desarrollo del capitalismo», puesto que la industria armamentística mueve decenas de miles de millones y está controlada por señores de la guerra que deben justificar el gasto militar y el tráfico incontrolado de armas. Así, Rosa interpeló a sus propios camaradas en Utopías pacifistas (1911):
¿Cuál es nuestra tarea en la cuestión de la paz? (…) Si las naciones existentes realmente quisieran poner coto, seria y honestamente, a la carrera armamentista, tendrían que comenzar con el desarme en el terreno político comercial, abandonar sus rapaces campañas colonialistas y su política internacional de conquista de esferas de influencia en todas partes del mundo” .
Este hincapié en hacer «un llamamiento a la justicia y al fin de la violencia» durante los cuatro años de la guerra fue el que acabó con su vida. No caben medias tintas cuando se está en contra de precarizar vidas en el trabajo y en el campo de batalla. Al menos, no para Rosa Luxemburgo. Esta líder solo consideraba la vía del socialismo para acabar con la barbarie, y terminó sufriendo la barbarie en propias carnes por parte de los freikorps.
Pero la Rosa Roja vio que la dignidad humana estaba por encima de los partidos y de la economía militar. Y así se recordará siempre a la mujer que no huyó del barco naufragado y luchó hasta la muerte «por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres».
ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE eldiario.es. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.