Alma Delia Murillo
07/09/2013 - 12:00 am
El amor es eterno mientras duele
Para Madi, Saúl y Daniel -Yo te amo, Paola. -Y yo te amo a ti, pero tengo mucho miedo de la banda, no nos van a dejar en paz. Ayer los escuché decir que te van a cantar un tiro. Se miran a los ojos, tiemblan, su amor es absoluto. Ojalá pudieran desaparecer, irse lejos […]
Para Madi, Saúl y Daniel
-Yo te amo, Paola.
-Y yo te amo a ti, pero tengo mucho miedo de la banda, no nos van a dejar en paz. Ayer los escuché decir que te van a cantar un tiro.
Se miran a los ojos, tiemblan, su amor es absoluto. Ojalá pudieran desaparecer, irse lejos o fundirse, sumar sus respectivos quince años para tener treinta y ser adultos, vivir solos, hacer lo que se les antoje. La falda de Paola se levanta pegada a las manos sudorosas de Mario, esa falda de uniforme que cubre todas las ganas y toda la pasión del mundo.
Pero su realidad es otra, su realidad se llama tercero de secundaria, padres que no entienden nada y una diferencia radical: ella pertenece a una banda de reggaetoneros y él siempre anda con el grupo de rockeros de la escuela.
En el i-pod de él suenan los Strokes, Queen y AC/DC. En el de ella hay una fiesta de canciones de Don Omar, Calle 13, Wisin y Yandel.
Ella.
Trigueña y delgada. Con mirada de venado, de hembra en estado de alerta. Ella con el amor entre las rodillas y entre las hojas de sus cuadernos, con la ansiedad en los dientes, con tantas preguntas en el pecho como pellejitos en los dedos de las manos. Ella obligada a llevar esa falda de tela áspera sobre la suavidad única de su piel, ella que se esconde para ponerse máscara de pestañas. Ella con hambre, con la certeza de que todo lo puede aún intacta, librando cada noche batallas de desencuentros con su madre.
Los amigos de ella se saben juntos, se hacen uno si suman su rabia, porque tienen tanta rabia como para poner el mundo de cabeza y en esos ojos morenos, en esas miradas retadoras hay un deseo: que nadie les diga qué hacer ni cómo. Y juntos van al patio, a las canchas de basquetbol, a la salida de la escuela.
Él.
Que parece apenas tener piel sobre los huesos en ese cuerpo que se alarga como por arte de magia. Él obligado a rapar la melena que coronaba su rostro de dios recién nacido, de hombre que para no ser menos hombre disimula el desconcierto. Él con todas las expectativas de su padre sobre los hombros, con la ordinaria playera del uniforme sobre los hombros. Él silencioso, enamorado, resuelto.
Los amigos de él, que son pocos, se hacen fuertes si nadie los molesta, si los dejan en silencio para buscar el rincón donde puedan escuchar el ruido que hay en su alma, en sus pensamientos. Y ese ruido interno tiene un mensaje: que los dejen en paz, que nadie les diga qué hacer ni cómo.
Paola y Mario desean con todas sus ganas estar juntos y solos para tocarse, explorar sus cuerpos desnudos, decirse cuánto se aman, guarecerse en el escondite más hermoso del universo que solo cabe en los brazos del otro. Lo han estado planeando: él siempre lleva condones y ha practicado para aprender a colocárselos bien y rápido; ha leído en internet todo sobre la ubicación del clítoris y tiene preparada una carta para ella donde le declara ternura y lealtad infinitas.
Ella ha investigado todo sobre la píldora del día siguiente y ha organizado convenciones con sus amigas expertas para compartir consejos, para que le sugieran qué hacer con las manos, si cerrar o no los ojos, si apagar o no la luz, si duele, cuánto dura, quién empieza.
Y aunque no es tarea fácil, pues hay que librar obstáculos de horarios, padres vigilantes y amigos que se odian; será esta tarde, encontraron el lugar y la forma. Solo esperan a que termine la última clase, se sienten nerviosos, muertos de miedo y repletos de vida.
Paola está en el baño apachurrando con furia un barrito que le salió en la mejilla izquierda, maldiciendo que la porquería brotara en el momento menos oportuno.
Se acomoda el pelo de una y otra forma para luego volver al peinado de siempre, pinta y despinta los labios porque no termina de decidir si se ve demasiado puta: mejor no, labios naturales.
Se riza las pestañas con una cuchara que robó de las papillas de su hermanito y rocía un poco del perfume de su madre que también tuvo que tomar prestado para este día. Un último intento con el pelo, saca otra vez los pasadores, el gel y el cepillo…
La labor de acicalamiento es interrumpida por su amiga Fernanda que hecha un huracán de hormonas entra al baño y grita: ¡No mames, están rodeando a Mario, lo van a madrear!
Paola corre, corre y corre. Si pudiera volaría. Pero no puede, los pasillos son eternos, las escaleras interminables, el patio un gigante desolador y la puerta de salida se ve dolorosamente lejana.
Al fin llega, el montón de compañeros que acordonan la escena no la dejan acercarse. Escucha gritos, frases como “eso ya calienta”, risitas alteradas. Se abre paso entre mochilas, tenis raspados, cuerpos efervescentes, voces de ira que anticipan a coro la tragedia.
Mario está en el suelo, hecho un ovillo resiste las patadas que los toros coléricos del reggaeton le tiran sin misericordia. Paola no lo piensa y brinca, se acurruca sobre él, se abrazan fuerte, se contraen llenos de amor y de espanto.
La estampida de toros no se detiene, los golpes llueven sin compasión y sacuden los cuerpos, revientan los vasos sanguíneos, rompen las costillas. Duele tanto que luego de un rato ya no duele: el tiempo sí se detiene, una patada tras otra los va anestesiando, se entregan sin resistencia a la brutalidad. Por un segundo recuperan la vigilia, se escucha un sonido familiar, un sonido de palos de madera: bates. La violencia no conoce límites.
Sucede todo en una densidad distinta: la de romper las reglas. Reinan la ira y la confusión, algunos miembros de las bandas discuten, tratan de intervenir y controlar la histeria pero nada funciona.
Hasta que alguien grita que ahí viene el director. La adrenalina se congela, el instinto dicta y lo más importante es que cada uno se salve a sí mismo. Nadie se muestra solidario, no hay quien se acerque a ayudar a la pareja, todos corren.
El asfalto se queda vibrando euforia.
Los amantes no se separan, apenas pueden moverse. La sangre se seca en el rostro, sobre la ropa, se endurece. La boca sabe a metal, a confusión y a destierro.
No vuelven a la escuela al día siguiente, ni al siguiente, ni nunca.
Las paredes y puertas de los baños están llenas de grafitis que cuentan un sinnúmero de epílogos de esta historia:
“Paola tiene más güevos que ustedes. Putos todos”
“Puto también el que lo escribió”
“Paola y Mario están muertos. En la noche se aparecen por los pasillos”
Tienen que separarse, cada uno ingresa a una escuela nueva. El dolor cala en los huesos que se recuperan poco a poco, en los moretones de la piel, y sobre todo, en el alma.
Los días pesarán como plomo, irán despacio, lapidarios. Las preguntas inútiles de los adultos molestarán como moscas revoloteando en el aire. Las noches vendrán cargadas de sueños, sueños del otro, sueños de vuelos, carreras y besos, sueños que se quedarán reverberando en el sexo, en el pensamiento.
Crecerán las melenas. Los pellejitos en los dedos desaparecerán, se acabarán las hojas de los cuadernos. Se difuminarán los chismes y las hipótesis en la secundaria hasta que ya no quede nada, acaso algunos grafitis en las paredes de los baños, los que resistan a los tallones disolventes que con brazo de amazona restriega la encargada de la limpieza, la encargada de borrar las huellas de la existencia de ese ejército de adolescentes desbocados.
Paola y Mario ahora están a salvo de quienes los reventaron a golpes, aunque no de la vida.
Igual ganaron. Siempre tendrán esa porción de paraíso que les llenará de calor el pecho y los recuerdos: hubo una vez, al menos una, en la que amaron así, a contratiempo. Con amor eterno y absoluto.
@AlmaDeliaMC
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