Annie Ernaux vive en una casa a 40 kilómetros de París, ciudad de la que ha quedado alejada incluso en sus libros, situados en la Normandía en la que nació y creció, en el seno de una familia obrera alejada de los placeres de las clases más burguesas, de las que ha quedado enemistada de por vida pese a ser ahora parte de ella.
Por María D. Valderrama
París, 7 de junio (EFE).- A sus 78 años, la escritora francesa Annie Ernaux empieza a ver cómo florece toda una vida de escritura. Pese a haber ganado el Premio Renaudot en 1984, ha sido víctima de una cierta discreción que ha terminado con la reciente publicación de sus libros en varias lenguas y la obtención del Premio Formentor.
La autora de La Mujer Helada, El Lugar (premiado con el Renaudot), El Acontecimiento o Memoria de Chica es una mujer de firmes convicciones que ha vivido regida por un principio llevado a veces al exceso: no deberle nada a nadie.
«Mi escritura para mí está vinculada a la independencia total, empezando por la independencia material», dice en una entrevista a Efe.
Una idea, la de no deberle nada a nadie, a la que está muy vinculada. «Me viene seguramente de mis padres. No le debemos nada a nadie, decían. Y yo he mamado eso. Algunas veces lo llevo demasiado al extremo», admite, entre risas.
Ernaux vive en una casa a 40 kilómetros de París, ciudad de la que ha quedado alejada incluso en sus libros, situados en la Normandía en la que nació y creció, en el seno de una familia obrera alejada de los placeres de las clases más burguesas, de las que ha quedado enemistada de por vida pese a ser ahora parte de ella.
Un sentimiento de traición, de ser una «tránsfuga» de clase, como repite en sus escritos, que ha marcado su vida -su relación con su padre, objeto del libro que le valió el hermano pequeño del Goncourt en el 84; el divorcio de su primer y único marido tras La mujer helada– y, en consecuencia, su obra.
Tiene una forma de expresarse simple e implacable, en sus libros y en la vida real, que vive, dice, «con el culo entre dos sillas»: en la que se sentaba de pequeña, y en la que se sienta ahora, en una cómoda casa de campo rodeada de libros, de fotos de familia y de su gata, Mademoiselle Zoe.
«La escritura y la política han sido mi única forma de reconciliación. Vivir entre dos aguas te impulsa a escribir. Solo hay que mirar a mí alrededor, está claro que es un ambiente burgués, pero no puedo reconocerme entre los que nacieron en esa clase», confiesa.
Los recuerdos de vergüenza y la sed de igualdad que heredó de su madre, la hacen hoy empatizar con la Francia «frustrada» que se manifiesta con chalecos amarillos. En ellos vio un punto de luz que solo había visto en mayo de 1968.
«La revolución es ante todo un sentimiento. El sentimiento de que algo comienza. Por eso me ilusioné con los ‘chalecos amarillos’, no era más que gente diciéndose ‘esto no es vida’. Esa es la base de la revolución. Puede que ya no haya manifestaciones pero una vez que la conciencia se despierta todo cambia, la frustración sigue ahí», dice.
Admite haberse arrepentido de votar por el izquierdista Jean-Luc Mélenchon, que no ha sabido dar voz a la izquierda y en quien ha visto un comportamiento «antirrepublicano» en los últimos meses.
«Ahora en Francia tenemos la derecha y la extrema derecha. Quizás la esperanza llegue por la ecología, porque si lo pensamos la verdadera ecología comporta una dimensión ciudadana a favor de la igualdad», considera.
Finalista este año en Inglaterra del International Booker Prize y en Italia del Gregor Von Rezzori, su obra disfruta de una segunda vida en varios países tras haber sido traducida entre otros al italiano, al inglés y al español, de la mano de Cabaret Voltaire que prepara también el lanzamiento de Los años y Perderse, para septiembre y el año que viene.
A menudo escritos en tercera persona, sus relatos autobiográficos son, como ella describe, «un análisis de la memoria». Con el tiempo, han pasado a ser percibidos por sus lectores como la descripción de una generación. Aquella amparada por unos padres convencidos de que sus hijos sabrían más y vivirían mejor que ellos.
«Lo de decir que la memoria se equivoca es una creencia común. La memoria se basa en algo que ha tenido lugar, incluso si los detalles no lo son. Para mí utilizar la memoria es zambullirme en algo, mientras que imaginar es emerger. No me doy la libertad de inventar».