Espejo II

06/06/2015 - 12:00 am

Se ha reconocido que no seríamos lo que somos sin los otros. Incluso se ha llegado a hacer el experimento de aislar a un recién nacido y luego de pocos años ha muerto en un estado de salvajismo impresionante. Desde luego que los llamados “entes sociales” lo son por compartir con el otro una cultura, modos y costumbres. Es en este sentido que el poeta Rimbaud dijo que él era el otro, inaugurando una época en que el mundo empezó a mirar a las otras culturas como si se observara en un espejo. No fue extraño que esta propuesta (yo soy el otro) surgiera de una mente centroeuropea en tanto que grandes países europeos fueron los que iniciaron las diversas conquistas de lo que ellos llamaron “nuevo mundo”. El salvajismo con el que actuaron se debía a que les era imposible verse en los indígenas americanos o en los árabes o en los negros o en los orientales. Tendrían que pasar más de diez siglos para que alguien dijera el sencillo y, a la vez, complejo “yo soy el otro” para romper con el egocentrismo que aún permea en muchos sectores de la población europea.

         A nivel individual, es en la etapa de la niñez cuando, mirándose en el espejo de los otros, se gesta el argumento de vida que nos habitará hasta el día de la muerte, según planteamiento del psicólogo Berne. Debido al proceso de conformación de tal argumento es que no resulta extraño que haya familias donde el bisabuelo, el abuelo, el padre y el hijo sean abogados, médicos o carpinteros. El individuo que se revela a tal argumento de cualquier manera está dependiendo de la tradición pero de manera negativa.

Claro que el proceso de conformación del argumento no es tan sencillo como repetir una profesión o un oficio. De hecho, el niño, entre su nacimiento y los cinco o seis años, lo va armando a partir de los rasgos de carácter más atractivos para él de las figuras de autoridad con las que va conviviendo: padre, madre, abuelos, nana o sirvienta (muy importante), maestros, hermanos mayores, tíos, tenderos, padrinos, etcétera. De cada uno toma lo que, inconscientemente, le parece lo más atractivo.

Este proceso de interiorización del argumento de vida se da a tan temprana edad porque la familia y la gente que rodea al niño, lo está presionando desde pequeñito a que tome decisiones de vida. Se hace a través de preguntas que, a primera vista, son inocentes: ¿qué vas a ser de grande?, ¿qué vas estudiar?, ¿cuántos hijos vas a tener?, ¿con qué tipo de persona te vas casar?, ¿qué carro vas a tener, qué casa, cuánto dinero?, etcétera. Son preguntas, en realidad, que generan una severa ansiedad en el pequeño; por ello se ve precipitado a tomar decisiones a tan tempranísima edad.

Son preguntas, pues, fundamentales cuyas respuestas gestarán un mapa de vida que el niño va introyectar, archivándolo en su inconsciente para que con el transcurso de los años lo vaya desplegando. Es obvio que entre los cinco y los seis años, el niño, la niña, todavía no tienen debidamente conformado su lenguaje, pero se auxilian con imágenes proyectivas. Una vez que el niño decide su argumento de vida cesa su ansiedad.

Esto quiere decir que este nene ha sido argumentado por su familia y su entorno próximo. No ha tenido la oportunidad de elegir entre un menú amplio de posibilidades, sino del que tiene más a mano. Según la etapa de vida que se le vendrán encima con el tiempo, el niño irá poniendo en práctica la parte de argumento correspondiente. En rigor, al afirmar que ha sido argumentado, quiere decir que el pequeño no será él mismo sino lo que las figuras de autoridad proyectaron en él. El argumento de vida se convierte en un sistema complicado de reflejos del medio ambiente. Los adultos que interactuaron con el niño no fueron más que abusivos espejos.

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Guillermo Samperio
en Sinembargo al Aire

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