Cuando terminé Nos vemos allí arriba me fui de vacaciones a España y un día a la mañana le comenté a mi mujer que había tenido un sueño. Es la historia de un niño de 12 años, que le pega en la cabeza a un niño de seis años y lo mata. Lo pone en un pozo, viene la tormenta y nunca se descubrirá su cadáver. En forma consciente fui construyendo el sueño y lo único que me quedaba era escribirle. Eso es lo que llama uno inconsciente del escritor.
Ciudad de México, 6 de mayo (SinEmbargo).-En la historia de la literatura abundan los ejemplos de personajes cuyas vidas se ven irremediablemente afectadas por un breve instante de su pasado. En esta nueva novela que sucede a Nos vemos allá arriba —Premio Goncourt y notable éxito de ventas en castellano—, Pierre Lemaitre retrata con mano maestra la trayectoria vital de un adolescente que, en un fugaz e impremeditado arranque de ira, se ve envuelto en un crimen y debe cargar con el horror y la culpa por el resto de sus días. El relato, dividido en tres momentos espaciados en el tiempo —1999, 2011 y 2015—, es una invitación a acompañar el fascinante proceso de formación de la psique de Antoine Courtin, durante el cual se vislumbra el lacerante destino de una persona que, paradójicamente, ha sido víctima de su propia culpabilidad. Todo comienza en Beauval, un pequeño pueblo enclavado en una región cubierta de bosques, donde la apacibilidad y belleza del lugar son el contrapunto perfecto a la sucesión de acontecimientos que conforman la trama. Al complejo microcosmos de sus habitantes, no exentos de hipocresía y cinismo, se añaden los ambiguos gestos, los comentarios maliciosos, la maldad y la insidia parapetadas detrás de las buenas intenciones, elementos todos ellos determinantes en la gestación y desenlace de la apasionante historia de Antoine Courtin.
Fragmento de Tres días y una vida, con la autorización de Salamandra / Océano
1.
A finales de diciembre de 1999, una sorprendente serie de sucesos trágicos sacudió Beauval, el más importante de todos, la desaparición del niño Rémi Desmedt. En esa región cubierta de bosques y habituada a un ritmo lento, la súbita desaparición del pequeño causó estupor e incluso fue considerada por muchos de los habitantes como un presagio de futuras catástrofes.
Para Antoine, que estuvo en el centro del drama, todo empezó con la muerte del perro. Ulises. No entremos en los motivos que indujeron al señor Desmedt, su dueño, a darle a aquel mestizo blanco y pardo, patilargo y delgado como un palillo, el nombre de un héroe griego; será un misterio más en esta historia.
Los Desmedt eran vecinos de Antoine, que tenía entonces doce años y le había tomado mucho cariño a ese perro, sobre todo porque su madre se había negado siempre a tener animales en casa; ni perros ni gatos ni hámsteres ni nada, lo ponían todo perdido.
Ulises acudía enseguida a la verja cuando Antoine lo llamaba, a menudo seguía a la pandilla de amigos al estanque o a los bosques de los alrededores y, cuando Antoine iba solo, siempre se lo llevaba con él. Se sorprendía hablándole como a un compañero. El perro inclinaba la cabeza, serio y atento, y salía disparado de pronto, dando por concluida la hora de las confidencias.
El final del verano había sido muy laborioso para los compañeros de clase, ocupados en construir una cabaña en el bosque, en las colinas de Saint-Eustache. La idea se le había ocurrido a Antoine, pero, como siempre, Théo la había presentado como suya, arrogándose así el mando de las operaciones. El ascendiente de aquel chico sobre el pequeño grupo se basaba en que era el mayor, además de hijo del alcalde. En sitios como Beauval, esas cosas cuentan: la gente odia a quien reelige periódicamente, pero considera al alcalde como un santo patrón y a su hijo como su delfín; esta jerarquía social se origina entre los comerciantes, se extiende a las asociaciones y, por ósmosis, penetra en las aulas de la escuela. Théo Weiser era además el peor alumno de su clase, lo que a ojos de sus compañeros constituía un rasgo de carácter. Cuando el alcalde lo zurraba —lo que ocurría a menudo—, Théo exhibía los moretones con orgullo, como el precio que debían pagar los espíritus superiores en un mundo donde reinaba el conformismo. Y como además tenía bastante éxito con las chicas, los chicos lo temían y lo admiraban, aunque no le tuvieran una gran estima. En cuanto a Antoine, no pedía ni envidiaba nada. La construcción de la cabaña le bastaba para estar contento, no necesitaba ser el jefe de nadie.
Todo cambió cuando a Kevin le regalaron una PlayStation por su cumpleaños. Rápidamente, todo el mundo abandonó el bosque de Saint-Eustache para juntarse a jugar en casa del chico, cuya madre decía que prefería eso a los bosques y el estanque, que siempre le habían parecido peligrosos. En cambio, la madre de Antoine desaprobaba esos miércoles de sofá —esos chismes idiotizan a la gente—, y acabó por prohibírselos. Antoine se rebeló contra la decisión, no tanto porque le gustaran los videojuegos como porque de ese modo se veía privado de la compañía de los amigos. Los miércoles y los sábados se sentía solo.
Pasaba bastante tiempo con Émilie, la hija de los Mouchotte, también de doce años, rubia como un pollito, con el pelo rizado y los ojos vivos, una buena pieza a la que nadie podía negarle nada, hasta a Théo le hacía tilín. Pero jugar con una chica no era lo mismo.
Así que Antoine regresó al bosque de Saint-Eustache y empezó a construir otra cabaña, esta vez en lo alto, en las ramas de una haya, a tres metros de altura. Mantuvo su proyecto en secreto, saboreando por adelantado su triunfo cuando los amigos, cansados de la Play, volvieran al bosque y descubrieran su obra.
La tarea lo mantuvo muy ocupado. Recogió trozos de lona en la serrería para proteger las aberturas de la lluvia, tela asfáltica para el techo, telas bonitas para decorarla, construyó rincones para guardar sus tesoros. No había manera de terminar porque, al no tener un plan de conjunto, se vio obligado a recomenzar varias veces. Durante semanas, la cabaña acaparó su tiempo y su mente en tal medida que se le hacía difícil guardar el secreto. Claro que en el colegio habló de una sorpresa que dejaría boquiabierto a más de uno, pero no tuvo demasiado éxito. En esa época, los de la pandilla estaban excitadísimos con la anunciada salida de la nueva edición de Tomb Raider, no se hablaba de otra cosa.
Durante todo el tiempo que Antoine dedicó a su obra, el perro Ulises lo acompañó. No es que sirviera de mucho, pero allí estaba. Su presencia inspiró a Antoine la idea de un ascensor para perros, que permitiría a Ulises hacerle compañía cuando subiera a la cabaña. Vuelta a la serrería para agenciarse una polea, luego unos metros de cuerda y, por último, los materiales para construir una plataforma. El montacargas, que era el toque final de la obra y ponía de manifiesto su ambición, requirió muchas horas de puesta a punto, destinadas en buena parte a correr tras un Ulises que, desde el primer intento, manifestó verdadero pánico ante la perspectiva de despegar del suelo. La plataforma sólo permanecía horizontal con la ayuda de un palo que servía para sostener la esquina izquierda. No era del todo satisfactorio, pero de ese modo Ulises conseguía llegar arriba. No dejaba de soltar unos gañidos penosos durante toda la ascensión y, cuando Antoine subía también, se pegaba a él temblando. Antoine aprovechaba para aspirar su olor y acariciarlo, cerrando los ojos con placer. El descenso siempre era más fácil; Ulises nunca esperaba a que la plataforma llegara abajo para saltar al suelo.
Antoine llevó a la cabaña utensilios que cogió del granero, una linterna, una manta, cosas para leer y escribir, más o menos todo lo necesario para vivir de forma autárquica, o casi.
Eso no significaba que tuviera un carácter solitario. Lo tenía en esos momentos debido a las circunstancias, al hecho de que su madre detestara los videojuegos. Su vida estaba llena de leyes y reglamentos que la señora Courtin dictaba con tanta frecuencia como creatividad. Estricta de por sí, después del divorcio se había convertido en una mujer de principios, como suele ocurrirles a las madres que viven solas con sus hijos.
Seis años antes, el padre de Antoine había aprovechado un cambio de situación laboral para efectuar un cambio de mujer y había acompañado su petición de traslado a Alemania con una demanda de divorcio que Blanche Courtin se tomó a la tremenda, cosa sorprendente sobre todo porque el matrimonio nunca se había llevado bien y, desde el nacimiento de Antoine, habían espaciado sus relaciones íntimas de forma radical. Desde su partida, el señor Courtin no había vuelto por Beauval. Enviaba con toda puntualidad regalos siempre desacompasados con los deseos de su hijo, juguetes de dieciséis años cuando Antoine tenía ocho, de seis cuando tenía once.
Antoine había ido a su casa de Stuttgart, donde padre e hijo se habían pasado tres largos días mirándose con desconfianza y, de común acuerdo, no habían repetido la experiencia. El señor Courtin estaba tan poco hecho para tener hijos como su mujer para tener marido.
Ese deprimente episodio acercó a Antoine a su madre. A su regreso de Alemania, identificó el ritmo lento y pesado de la vida de la mujer con lo que él percibía como su soledad, su dolor, y la vio bajo otra luz, vagamente trágica. Y, como es natural, y como habría hecho cualquier chico de su edad, acabó sintiéndose responsable de ella. Daba igual que fuera exasperante (y a veces incluso muy insoportable), Antoine creyó ver en su madre algo excusable que estaba por encima de todo, la vida diaria y los defectos, el carácter, las circunstancias… Para él, hacerla aún más desgraciada de lo que la imaginaba era inconcebible. Nunca se deshizo de esa certeza.
Todo eso, unido a su carácter reservado, convertía a Antoine en un niño un tanto depresivo en el fondo, circunstancia que la aparición de la PlayStation de Kevin no hizo más que agravar. En el triángulo padre ausente, madre rígida y amigos distantes, Ulises ocupaba, como es lógico, un lugar central.
Su muerte y la manera en que se produjo, supuso para Antoine un acontecimiento especialmente violento.
El señor Desmedt, el dueño de Ulises, era un hombre taciturno e irascible, fuerte como un roble, de cejas enmarañadas y cara de samurái furioso, siempre seguro de sus derechos, una de esas personas que no cambian de opinión con facilidad. Y pendenciero. Había tenido un solo empleo en la vida, como operario de «Weiser, Juguetes de madera desde 1921», la principal empresa de Beauval, donde su carrera había estado salpicada de discusiones y agarradas. Incluso habían llegado a aplicarle una suspensión de empleo y sueldo, dos años atrás, por abofetear al señor Mouchotte, el encargado, delante de todos sus compañeros.
Tenía una hija de quince años, Valentine, aprendiza en una peluquería de Saint-Hilaire, y un chico de seis, Rémi, que sentía una admiración sin límites por Antoine y lo seguía siempre que podía.
El pequeño Rémi, en cualquier caso, no era ninguna carga. Viva imagen de su padre, tenía ya hechuras de futuro leñador y era perfectamente capaz de subir con Antoine a Saint-Eustache e incluso hasta el estanque. La señora Desmedt consideraba a Antoine, con acierto, un chico responsable al que se le podía confiar a Rémi si la ocasión lo requería. Por lo demás, el pequeño gozaba de bastante libertad de movimientos. Beauval es una localidad pequeña, y en los barrios casi todo el mundo se conoce. Tanto si jugaban cerca de la serrería como si iban al bosque, como si correteaban por el lado de Marmont o de Fuzelières, los niños siempre estaban bajo la mirada de algún adulto que trabajaba o pasaba por allí.
Un día, Antoine, que a duras penas conseguía guardar su secreto, había llevado a Rémi a ver la cabaña del árbol. El niño no había ocultado su admiración ante aquel prodigio de la técnica y había hecho varios viajes en el ascensor, absolutamente entusiasmado. Después de eso, charla importante: escúchame bien, Rémi, es un secreto, nadie debe saber nada de esta cabaña hasta que esté terminada del todo, ¿lo entiendes? ¿Puedo confiar en ti? No hay que decírselo a nadie, ¿vale?
Rémi juró, escupió y cruzó los dedos, y, por lo que Antoine sabía, había cumplido su palabra. Para el niño, compartir un secreto con Antoine era formar parte de los mayores, ser mayor. Había demostrado ser digno de confianza.
El 22 de diciembre hizo un día bastante agradable, varios grados por encima de lo habitual en esa estación.
Naturalmente, Antoine estaba ilusionado con la llegada de la Navidad (confiaba en que, esa vez, su padre leyera su carta con atención y le mandara una PlayStation), pero se sentía incluso un poco más solo que de costumbre.
Incapaz de aguantar más, se había lanzado: se lo había contado todo a Émilie.
Hacía un año que Antoine había descubierto la masturbación, actividad que ahora practicaba varias veces al día. A menudo lo hacía en el bosque, con una mano apoyada en un árbol y los vaqueros caídos hasta los tobillos, pensando en Émilie. Y acabó dándose cuenta de que, en realidad, había construido todo aquello por ella, había hecho un nido al que deseaba llevarla.
Unos días antes, Émilie lo había acompañado al bosque y había contemplado la construcción con escepticismo. ¿Había que subir allá arriba? Poco interesada en la ingeniería civil, lo había seguido hasta el lugar con la intención de coquetear con él, pero la idea de hacerlo a tres metros del suelo no la seducía. Se hizo la interesante unos instantes enroscándose un mechón rubio en el dedo índice, y al ver que Antoine, ofendido por su reacción, no parecía dispuesto a prestarse a su juego, se fue por donde había venido.
Su visita le dejó un mal sabor de boca; Émilie se lo contaría a los demás. Se sentía un poco ridículo.
Antoine volvió de Saint-Eustache, pero ni el ambiente navideño ni la perspectiva de su regalo consiguieron hacerle olvidar su fracaso con Émilie, que, con el paso de las horas, se representaba en su mente como una gran humillación.
Por otra parte, en Beauval, el ambiente festivo estaba teñido de inquietud. Los adornos, el abeto de la plaza, el concierto de la coral municipal… Como todos los años, la pequeña población se entregaba a las celebraciones de fin de año, pero con cierta reserva desde que la fábrica Weiser, amenazada, amenazaba a su vez un poco a todo el mundo.
La pérdida de interés del gran público por los juguetes de madera era evidente. Los lugareños dependían de la fábrica de títeres, peonzas y trenecitos de fresno, pero regalaban a sus hijos consolas de videojuegos; se notaba que algo no iba bien, que el futuro era incierto. Periódicamente circulaban rumores sobre el descenso de la actividad en la Weiser. Ya habían pasado de setenta empleados a sesenta y cinco, luego a sesenta y después a cincuenta y dos. Al señor Mouchotte, el encargado, lo habían despedido hacía dos años y seguía sin encontrar nada. El propio señor Desmedt, aunque era de los más antiguos, vivía con el alma en vilo. Como muchos otros, temía leer su nombre en la próxima lista que, según algunos, aparecería justo después de las fiestas…
Ese día, poco antes de las seis de la tarde, Ulises cruzó la calle mayor de Beauval a la altura de la farmacia y un coche lo atropelló. El conductor no se detuvo.
Llevaron al animal a casa de los Desmedt. La noticia se propagó. Antoine corrió hacia allá. Tendido en el jardín, Ulises respiraba pesadamente. Volvió la cabeza hacia Antoine, que se había quedado en la verja, petrificado. Con una pata y varias costillas rotas, se imponía la intervención del veterinario. El señor Desmedt, con las manos en los bolsillos, miró largo rato a su perro, después entró en casa, volvió a salir con una escopeta y le disparó un cartucho a bocajarro en el vientre. Luego metió el cuerpo del animal en uno de esos sacos de plástico que se usan para los escombros. Asunto concluido.
Todo fue tan rápido que Antoine se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra. De todas formas, no habría tenido a quién decírsela. El señor Desmedt había vuelto a entrar en casa y cerrado la puerta. El saco gris con el cadáver de Ulises reposaba en un extremo del jardín, junto a otros sacos llenos de cascotes de yeso y cemento procedentes de la conejera que el señor Desmedt había echado abajo la semana anterior para construir una nueva.
Antoine se fue a casa destrozado.
Su pena era tan grande que esa noche no tuvo fuerzas para hablar de lo sucedido con su madre, que de todas formas no se había enterado. Con un nudo en la garganta y un peso terrible en el corazón, veía una y otra vez la escena, la escopeta, la cabeza de Ulises, sobre todo sus ojos, la corpulenta figura del señor Desmedt… Incapaz de expresarse y hasta de comer, dijo que no se encontraba bien, subió a su habitación y estuvo llorando un buen rato. Desde abajo, su madre le preguntó:
—¿Estás bien, Antoine?
Para su sorpresa, él fue capaz de contestar un «¡Sí, estoy bien!» lo bastante firme como para que la señora Courtin se diera por satisfecha.
Tardó mucho en dormirse, tuvo sueños poblados de perros muertos y escopetas, y se despertó agotado.
Los jueves, la señora Courtin se iba muy temprano a trabajar al mercado. De todos los trabajillos que conseguía aquí y allá a lo largo del año, aquél era el único que odiaba de verdad. Por el señor Kowalski. Un rata, decía, que pagaba a sus empleados la tarifa mínima y siempre tarde y les vendía a mitad de precio productos que habría debido tirar. ¡Levantarse al amanecer por poco más de tres francos! Sin embargo, llevaba casi quince años haciéndolo. Sentido del deber. El día anterior ya empezaba a despotricar, ese trabajo la ponía enferma. Alto y flaco, con la cara huesuda, las mejillas hundidas, los labios delgados y los ojos brillantes, inquietos como los de un gato, el señor Kowalski no encajaba demasiado en la idea que se suele tener de un charcutero-pollero. A Antoine, que se cruzaba con él a menudo, le asustaba verle la cara. Había comprado una charcutería en Marmont, que llevaba con dos dependientes desde la muerte de su mujer, dos años después de su llegada a la región. «No quiere contratar a nadie más —gruñía la señora Courtin—, dice que ya somos bastantes.»
El hombre trabajaba en el mercado de Marmont y los jueves hacía un recorrido por varios pueblos, con destino final en Beauval. El rostro alargado y macilento del señor Kowalski era motivo de burla entre los niños, que lo habían apodado Frankenstein.
Esa mañana, como todas las semanas, la señora Courtin cogió el primer autobús a Marmont. Antoine, que ya estaba despierto, la oyó cerrar la puerta con cuidado, se levantó, se acercó a la ventana de su habitación y miró hacia el jardín de los Desmedt. Allí, en un rincón que no alcanzaba a ver, estaba el saco de escombros en el que…
De nuevo asomaron las lágrimas a sus ojos. Estaba desconsolado por la muerte del perro, pero también porque esa muerte venía a añadirse dolorosamente a su soledad de los últimos meses, que habían sido un cúmulo de decepciones y desengaños.
Como su madre no volvía hasta el comienzo de la tarde, le apuntaba las obligaciones del día en una gran pizarra colgada en la cocina. Siempre había alguna tarea doméstica, alguna cosa que ir a buscar, compras que hacer en el súper y una lista interminable de sugerencias: ordena tu habitación, en el frigorífico tienes jamón, cómete como mínimo un yogur y una fruta, etcétera.
La señora Courtin, que lo preparaba todo por adelantado, siempre le encontraba algún quehacer; nunca le faltaban ideas. Desde hacía más de una semana, Antoine echaba vistazos al armario donde había guardado el paquete que le había enviado su padre. Por su tamaño podía ser una PlayStation en su caja, pero no se sentía con ánimo de abrirlo. La muerte del perro lo obsesionaba por la forma súbita y brutal en que había ocurrido.
Se puso manos a la obra. Hizo los recados de su madre sin hablar con nadie; al panadero sólo le contestó con una inclinación de la cabeza, habría sido incapaz de pronunciar una sola palabra.
Al llegar la tarde, no tenía más que un deseo: buscar refugio en Saint-Eustache.
Tomó lo que no se había comido para tirarlo por el camino. Ante la casa de los Desmedt se obligó a no mirar hacia el rincón del jardín donde estaban amontonados los sacos de escombros y, con el corazón a punto de estallar, porque la cercanía reavivaba su dolor, apresuró el paso. Apretó los puños, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a la cabaña. Cuando consiguió recuperar el aliento, alzó los ojos. Aquel refugio al que tantas horas había dedicado le pareció ahora de una fealdad deprimente. Aquellos pedazos de tela asfáltica y lona, junto con los jirones de tela, le daban aspecto de chabola. Recordó la cara de decepción de Émilie al ver su obra. Rabioso, subió al árbol y lo destrozó todo, lanzando lejos los trozos de madera y las tablas. Cuando acabó de desparramarlos a su alrededor, bajó jadeando, apoyó la espalda en el tronco, se deslizó hasta el suelo y se quedó allí un buen rato, preguntándose qué iba a hacer a continuación. La vida ya no le sabía a nada.
Añoraba a Ulises.
Pero quien apareció fue Rémi.
Antoine vio acercarse a lo lejos su pequeña silueta. Caminaba con precaución, como si temiera aplastar las setas. Al fin llegó junto a Antoine, que sollozaba de manera convulsiva, con la cara oculta entre los brazos, y se quedó allí plantado. Miró hacia lo alto del árbol, lo vio todo destrozado y abrió la boca para decir algo, pero fue bruscamente interrumpido.
—¿Por qué hizo eso tu padre? —gritó Antoine—.
¿Eh? ¿Por qué? Se había puesto en pie de pura rabia. Rémi lo miró con los ojos como platos, escuchando sus recriminaciones sin acabar de comprenderlas, porque en casa sólo le habían dicho que Ulises se había escapado, como hacía de vez en cuando.
En esos momentos, Antoine, desbordado por un incontrolable sentimiento de injusticia, ya no era él. El estupor en que lo había sumido la muerte de Ulises se había transformado en furia. Cegado por ésta, cogió el palo que servía para estabilizar el montacargas y lo blandió como si Rémi fuera un perro, y él, su dueño.
El niño, que nunca lo había visto así, se asustó.
Se volvió y dio un paso.
Antoine levantó el palo con las dos manos y, loco de rabia, lo descargó sobre Rémi. El golpe lo alcanzó en la sien derecha. El niño se derrumbó. Antoine se acercó a él, extendió una mano, le sacudió el hombro…
—¿Rémi?
Debía de estar aturdido. Le dio la vuelta con la intención de palmearle las mejillas. Pero cuando lo tuvo boca arriba, vio que tenía los ojos abiertos.
Fijos y vidriosos.
Y una certeza le atravesó el ánimo: Rémi estaba muerto.
2
El palo se le acaba de caer de las manos. Mira el cuerpo del niño, justo delante de él. En su postura hay algo muy raro, no sabría decir qué, una especie de abandono… ¿Qué he hecho? ¿Y ahora qué hago? ¿Ir a buscar ayuda? No, no puede dejarlo allí. No, lo que tiene que hacer es llevarlo enseguida a Beauval, ir corriendo a casa del doctor Dieulafoy.
—No te preocupes —murmura Antoine—, te llevarán al hospital.
Lo ha dicho en voz muy baja, como para sí mismo.
Se inclina, pasa los brazos por debajo del cuerpo del pequeño y vuelve a levantarse. Menos mal que no pesa mucho, porque el camino es largo…
Echa a correr, pero el cuerpo de Rémi se vuelve de repente pesado. Antoine se detiene. No, no es que el niño pese más, es que está desmadejado. Tiene la cabeza totalmente caída hacia atrás, los brazos le cuelgan a ambos lados del cuerpo, los pies se bambolean como los de un pelele. Es como llevar un saco.
La voluntad de Antoine cede de golpe, se le doblan las rodillas y se ve obligado a dejar a Rémi de nuevo en el suelo.
¿Está realmente… muerto? Ante esa pregunta, su cerebro se bloquea, deja de funcionar, de hilar ideas.
Rodea el cuerpo para examinarle la cara. Agacharse le supone un terrible esfuerzo. Observa el color de la tez, la boca entreabierta… Extiende el brazo, pero no consigue tocarle la cara; entre ellos se alza un muro invisible, la mano choca con un obstáculo impalpable que le impide alcanzarla.
Las consecuencias empiezan a abrirse paso en la mente de Antoine.
Se levanta y empieza a caminar de un lado a otro, llorando, ya no puede mirar el cuerpo de Rémi. Con los puños cerrados, la mente al rojo vivo y todos los músculos en tensión, va de acá para allá. Qué puede hacer, llora de tal modo que ya apenas ve; se seca las lágrimas con el dorso de la mano.
De repente surge un rayo de esperanza. ¡Se acaba de mover!
A Antoine le gustaría poner al bosque por testigo: se ha movido, ¿no? ¿Lo has visto?
Se inclina.
No, ni el menor estremecimiento, nada.
Salvo que el sitio donde el palo lo ha golpeado va cambiando de color, ahora es de un rojo cárdeno, una marca amplia que ya le cubre todo el pómulo y parece extenderse como una mancha de vino por un mantel.
Tiene que salir de dudas, saber si respira. Una vez, en la tele, vio que a alguien le ponían un espejo delante de la boca para comprobar si echaba vaho. Ya, ¿y de dónde va a sacar un espejo?
Sólo puede hacer una cosa. Procura concentrarse, se inclina sobre el cuerpo y le acerca la oreja a los labios, pero los ruidos del bosque y los latidos de su corazón le impiden oír.
Entonces tendrá que intentar otra cosa. Con los ojos muy abiertos, Antoine extiende la mano con los dedos muy separados hacia el pecho de Rémi, hacia su camiseta Fruits of the Loom. Al tocar la tela, se siente aliviado: ¡calor! ¡Está vivo! Su mano se posa con decisión sobre el torso del niño. ¿Dónde está el corazón? Busca el suyo para orientarse. Es más arriba, más a la izquierda, no lo nota, imaginaba… Y de pronto, a fuerza de palparse, olvida lo que está haciendo. Ya está, ubica con la mano izquierda su propio corazón y posa la derecha a la misma altura sobre el pecho de Rémi. Debajo de una, un fuerte golpeteo, debajo de la otra, nada. Apoya bien la mano, la mueve a uno y otro lado, pero no, busca con las dos manos totalmente abiertas, nada se mueve. El corazón está muerto.
Sin poder contenerse, Antoine lo abofetea. Con todas sus fuerzas. ¿Por qué te has muerto, eh? ¿Por qué?
La cabeza del niño se bambolea al ritmo de los golpes. Antoine se detiene. Pero ¿qué está haciendo? ¡Golpear a Rémi… que está muerto!
Se levanta descompuesto.
¿Qué puede hacer? No deja de preguntarse lo mismo, su mente no avanza un milímetro. Reanuda sus idas y venidas ante el cuerpo, retorciéndose las manos, se seca las lágrimas, un torrente inagotable.
Tiene que entregarse a la policía. ¿Qué dirá? ¿Estaba con Rémi y lo he matado a golpes con un palo?
Además, ¿a quién se lo va a decir? La gendarmería está en Marmont, a ocho kilómetros de Beauval… Su madre se enterará por los gendarmes. Eso la matará, no podrá soportar ser la madre de un asesino. ¿Y su padre? ¿Cómo reaccionará? Le mandará paquetes…
Antoine está en la cárcel. En la exigua celda hay otros tres chicos, mayores que él y conocidos por su violencia. Tienen las caras de los personajes de la serie Oz, de la que ha visto algunos capítulos a escondidas; uno se llama Vernon Schillinger, un sujeto aterrador, le chiflan los niños. En la cárcel se encontrará con alguien así, seguro.
¿Y quién irá a verlo? Entonces desfila todo el mundo: sus amigos, Émilie, Théo, Kevin, el director del colegio…
Y la imagen del señor Desmedt, con su pesado corpachón, su mono de trabajo, su cara cuadrada, sus ojos grises, se impone a las demás…
No, Antoine no irá a la cárcel, no le dará tiempo. Cuando el señor Desmedt se entere, lo matará, seguro, como hizo con su perro, de un disparo de escopeta en el vientre.
Mira su reloj. Las dos y media, menudo sol. Está chorreando sudor.
Tiene que tomar una decisión, pero algo le dice que ya lo ha hecho: volverá a casa, no dirá nada, subirá a su habitación como si nunca hubiera salido de ella, ¿quién va a saber que ha sido él? No echarán en falta a Rémi hasta… Calcula mentalmente, pero todo se embrolla. Cuenta con los dedos, pero ¿el qué? ¿Cuánto tardarán en encontrar a Rémi? ¿Horas? ¿Días? Además, la gente lo ha visto tan a menudo con Antoine y sus amigos… La policía los interrogará… Lo más seguro es que en este momento estén todos juntos en casa de Kevin, con la PlayStation, el único que falta es Antoine, y, de repente, todas las miradas se volverán hacia él.
No, lo que tiene que hacer es arreglárselas para que no encuentren a Rémi.
La imagen del saco para escombros con el perro muerto le viene a la cabeza.
Deshacerse del cuerpo.
Rémi ha desaparecido, nadie sabe qué ha sido de él, eso es, ésa es la solución, lo buscarán, pero nadie imaginará…
Antoine sigue yendo y viniendo junto al cuerpo, que ya no puede mirar porque le da pánico, porque le impide pensar.
¿Y si Rémi le ha dicho a su madre que iba a reunirse con Antoine en Saint-Eustache?
Puede que ya los estén buscando y, dentro de nada, oiga que los llaman a gritos:
¡Rémi! ¡Antoine!
Antoine siente estrecharse el cerco a su alrededor. Se le vuelven a escapar las lágrimas. Está perdido.
Tendría que esconder el cuerpo, pero ¿dónde? ¿Cómo? Si no hubiera destruido la cabaña, habría subido a Rémi, nadie habría ido a buscarlo allí arriba. Lo habrían devorado los cuervos.
Las proporciones de la catástrofe lo apabullan. En cuestión de segundos, su vida ha dado un vuelco. Ahora es un asesino.
Esas dos imágenes no encajan, no se puede tener doce años y ser un asesino…
La pena en la que se hunde es abismal.
El tiempo corre, en Beauval ya deben de estar preocupados y él sigue sin saber qué hacer.
¡El estanque! ¡Pensarán que se ha ahogado!
No, el cuerpo flotará. Antoine no tiene nada para hacer que se hunda. Cuando lo saquen, verán el hematoma de la cabeza. ¿Pensarán que se cayó él solo y se la golpeó?
Antoine está totalmente perdido.
La gran haya. De pronto la ve como si la tuviera delante.
Es un árbol inmenso que se derrumbó hace años. Un día, sin previo aviso, así sin más, se vino abajo como un anciano que se apaga de golpe, arrastrando con él su cabellera de raíces y una enorme pella de tierra tan alta como un hombre. Derribó otros árboles y los ramajes de éstos forman un gran laberinto donde, durante un tiempo, Antoine y sus amigos fueron a jugar; de eso hace mucho, hasta que, a saber por qué, el sitio dejó de gustarles… El haya cayó sobre una especie de cubil, un gran agujero al que nunca se han atrevido a bajar, ni siquiera antes de la caída del árbol; nadie sabe adónde va a parar, ni tampoco si es muy profundo, pero Antoine no ve otra solución.
Está decidido, se vuelve hacia Rémi. Su cara ha seguido cambiando, ahora está gris; el hematoma, cada vez más oscuro, es más ancho. Y tiene la boca aún más abierta. Antoine se siente mal. Nunca tendrá fuerzas para ir hasta allí, a la otra punta de Saint-Eustache; normalmente se tarda casi un cuarto de hora.
No sabía que le quedaran lágrimas. Manan, le resbalan por la cara, se limpia los mocos con los dedos, los dedos con hojas de árbol, se acerca al cuerpo del niño, se inclina, lo coge de las muñecas. Son delgadas, flexibles, tibias, como animalillos dormidos.
Antoine empieza a tirar de él con la cabeza vuelta hacia un lado…
No ha recorrido ni seis metros cuando encuentra los primeros obstáculos, tocones, ramas. El bosque de SaintEustache no tiene dueño desde tiempo inmemorial; es un increíble revoltijo de matorrales espesos, árboles muy juntos, en algunos casos caídos unos sobre otros, maleza y oquedales, por donde es imposible arrastrar un cuerpo. Tendrá que llevarlo a cuestas.
Antoine no se decide.
A su alrededor, el bosque cruje como un barco viejo. Antoine cambia el peso de un pie a otro. ¿Cómo armarse de valor?
No sabe de dónde saca las fuerzas, pero se inclina rápidamente, coge a Rémi y, levantándolo de golpe, se lo carga a la espalda. Luego echa a andar a toda prisa, rodeando los tocones cuando no puede pasar por encima de ellos.
Al primer paso en falso, tropieza con una raíz y cae al suelo, con el cuerpo de Rémi, pesado, blando, envolvente como un pulpo, encima de él. Antoine suelta un grito, lo aparta, se levanta aullando y apoya la espalda en un árbol, tratando de respirar… Creía que los cadáveres se ponían rígidos, ha visto imágenes de eso, gente muerta y tiesa como un palo. Pero éste está fláccido, como si no tuviera huesos.
Antoine trata de darse ánimos. Vamos, hay que esconder el cuerpo, hacerlo desaparecer, después todo irá bien. Se acerca y, con los ojos cerrados, coge a Rémi de un brazo, se agacha, vuelve a cargárselo a la espalda y reanuda la marcha con precaución. Al llevarlo así tiene la sensación de ser un bombero salvando a alguien de un incendio. Spiderman cargando con Mary Jane.
Hace bastante frío, pero está empapado de sudor. Y agotado, los pies le pesan una tonelada, se le dobla la espalda. Pero tiene que apretar el paso, en Beauval ya estarán preocupados.
Y su madre no tardará en llegar a casa.
Y la señora Desmedt pasará a preguntarle dónde está Rémi.
Y, cuando Antoine llegue, le harán la misma pregunta, y él responderá, ¿Rémi? No, no lo he visto, he estado…
¿Dónde ha estado? Mientras pasa por encima de los tocones, rodea matorrales impenetrables y tropieza en brotes y raíces adventicias que asoman a ras de tierra, vacilando bajo el peso del niño muerto, piensa en dónde podría estar si no estuviera allí. «A este chico le falta un poco de imaginación…», dijo el profesor el año anterior, justo antes de que pasaran a sexto. El señor Sánchez nunca le hizo mucho caso, sólo tenía ojos para Adrien, su preferido. Había quien decía que el señor Sánchez y la madre de Adrien… Una mujer que se pone perfume, nada que ver con la madre de Antoine; a la salida de clase todo el mundo la mira, fuma por la calle y lleva…
Estaba cantado, vuelve a tropezar, se golpea la cabeza con el tronco de un árbol, suelta a Rémi y, al verlo pasar por encima de él y aterrizar pesadamente en el suelo, pega un grito. De manera instintiva, ha extendido la mano… Por un instante, incluso ha imaginado que Rémi se había hecho daño, ha pensado en él como en un ser vivo.
Mira su espalda, sus piernecillas, sus manitas… Es de una tristeza absoluta.
No puede más. Se queda allí, tendido sobre las hojas caídas, envuelto por el aroma de la tierra, que huele como solía oler el pelo de Ulises. Está tan cansado que le gustaría dormirse allí mismo, hundirse en el suelo, desaparecer él también.
Va a rendirse, no tendrá fuerzas.
Sus ojos se posan en el reloj. Su madre ya debe de haber llegado a casa. Es difícil de explicar, pero si consigue ponerse otra vez de pie es por ella. Su madre no se lo merece. Esto la matará. Si se entera de que… la habrá matado también a ella.
Se levanta dolorido. Rémi se ha despellejado el brazo y la pierna, Antoine no puede evitar pensar que le dolerá. Es increíble, no le entra en la cabeza que Rémi está muerto, no, no puede hacerse a la idea. Lo que vuelve a colocarse a la espalda y cargar por el bosque de Saint-Eustache no es un cadáver, sino el niño al que conocía, el niño que se subía con Ulises a la plataforma y exclamaba: «¡Guau!» Cómo le gustaba.
Antoine empieza a tener visiones.
Mientras avanza a grandes zancadas, ve llegar a Rémi a lo lejos, frente a él, sonriendo y saludándolo con la mano, ¡eh!, siempre ha admirado a Antoine. ¡Ahí va! ¿Es una cabaña? Con la cabeza echada hacia atrás, mira a lo alto. Es un chaval de cara redonda y ojos expresivos, y habla increíblemente bien para su edad. Bueno, es un crío y piensa como un crío, pero es espabilado, hace preguntas muy buenas…
Antoine ha recorrido el trayecto sin enterarse. Ya ha llegado.
Ahí está. La gran haya caída.
Para llegar hasta el tronco y el agujero de debajo hay que librar una buena batalla con los exuberantes matorrales, y además esa parte del bosque está especialmente oscura.
Antoine no se lo piensa, empieza a avanzar. De vez en cuando pierde el equilibrio, se agarra donde puede, está a punto de soltar su carga, se desgarra la manga de la camisa… Pero sigue. La cabeza de Rémi golpea un árbol con un ruido sordo… Los brazos se le enganchan en las zarzas dos veces y Antoine tiene que tirar para soltarlos.
Por fin, tras una larga batalla, llega al sitio elegido.
A dos metros de él, justo debajo del enorme tronco del haya, la gran grieta negra de la madriguera… Una gruta. Para acercarse hay que subir un pequeño montículo de tierra.
Con cuidado, Antoine deja el cuerpo a sus pies, se agacha y empieza a hacerlo rodar. Como si fuera una alfombra.
La cabeza del niño golpea aquí y allá, pero Antoine cierra los ojos y sigue empujándolo. Cuando vuelve a abrirlos está en mitad de la pendiente. El gran hoyo negro al que se va acercando le da tanto miedo como si fuera la entrada de un horno. La boca de un ogro. Nadie sabe qué hay allí dentro. Ni siquiera si es muy profundo. Para empezar, ¿qué es? Antoine siempre ha creído que era el agujero dejado por otro árbol caído, sobre el que más tarde se derrumbó el haya.
Ya está, ya ha llegado.
No acaba de sentirse aliviado. El cuerpo del pequeño yace a sus pies, al borde del agujero, y sobre ambos pende el inmenso tronco caído del haya.
Ahora habrá que empujarlo. Antoine no se decide.
Se aprieta las sienes con las manos y grita de dolor. Ebrio de pena, apoya la espalda en el árbol, adelanta el pie derecho, lo introduce bajo la cadera del niño, lo levanta un poco…
Alza los ojos al cielo y, sin pensarlo más, da un empujón con el pie.
El cuerpo rueda lentamente, parece dudar justo al borde del agujero y, de pronto, se inclina y cae al vacío.
La última imagen que quedará en la retina de Antoine es el brazo de Rémi, su mano, que parece querer agarrarse a la tierra, detener la caída.
Antoine se queda allí clavado.
El cuerpo ha desaparecido. Asaltado por la duda, se arrodilla, extiende el brazo, tímidamente al principio, y busca a tientas en el agujero.
Su mano no encuentra nada. Vuelve a levantarse, aturdido. Ya no hay nada.
Ni Rémi ni nada, todo ha desaparecido.
Salvo la imagen de esa manita con los dedos crispados, desapareciendo poco a poco…
En cuanto sale de la maleza, echa a correr colina abajo, a correr, a correr.
El camino más corto lo obliga a cruzar la carretera dos veces. Antoine se agacha detrás de un matorral. Como está junto a la salida de una curva que impide ver si viene algún coche, aguza el oído, pero sigue oyendo sólo sus malditos latidos.
Se levanta, mira rápidamente a derecha e izquierda y se decide. Cruza corriendo en dirección al bosque en el preciso instante en que aparece la furgoneta del señor Kowalski.
Antoine se arroja a la cuneta y se queda quieto. La furgoneta pasa de largo como una exhalación.
Luego arranca a correr de nuevo sin esperar. A unos trescientos metros de la entrada del pueblo se detiene unos instantes entre la maleza, pero intuye que no es momento de reflexionar sino, al contrario, de tomar decisiones. Sale del bosque y echa a andar con un paso que pretende ser firme, mientras trata de recuperar el aliento.
¿Tiene un aspecto normal? Se arregla el pelo. Tiene algunos arañazos en las manos, pero nada demasiado llamativo; se sacude la tierra, se quita las ramitas que lleva enganchadas a la camisa, al pantalón, con rápidos manotazos…
Creía que le daría miedo volver a casa, pero no, al contrario, la panadería, la tienda de ultramarinos, la fachada del ayuntamiento, los lugares familiares lo devuelven a la vida normal, alejan la pesadilla.
Para ocultar el desgarrón de la manga, coge el puño de la camisa y se lo sujeta en el interior de la mano.
Se la mira.
Ha perdido el reloj.
¿Quién es Pierre Lemaitre? Escritor y guionista nacido en París en 1951, estudió Psicología, creó una empresa de formación pedagógica y ha impartido clases de literatura. Autor tardío, en 2006, a los cincuenta y cinco años, ganó el premio a la primera novela en el festival de Cognac con Irène, un libro en el que presentó a Camille Verhoeven, el que sería el protagonista de una serie policíaca que incluiría también Alex (2011), Rosy & John (2011) y Camille (2012). A esa primera obra y ese primer galardón le siguieron otros muchos hasta llegar al Premio Goncourt 2013, el Premio Roman France Télévisions, el Premio de los Libreros de Nancy-Le Point, el premio a la mejor novela francesa de 2013 de la revista Lire y el premio a la mejor novela del año según los libreros franceses en la revista Livres Hebdo por Nos vemos allá arriba (Salamandra, 2014).