Alma Delia Murillo
06/02/2016 - 12:00 am
Casa busca cambio de inquilino
Una mañana descubrí lluvia de polvo en el colchón, la grieta del techo había decidido pulverizarse y prodigarse sobre mi cama, el fino polvillo se acumulaba aquí y allá pero tenía algo casi intencional, ¿era una carita sonriente lo que la ralladura blanca de techo dibujaba sobre la colcha azul?
Todo empezó con un silencio espeso pero intermitente.
Al principio fue así, estar un rato sentada intentando trabajar o lavando los platos y escuchar que desde algún desagüe subterráneo se filtraba el silencio.
Pero daba tregua, por momentos.
Hasta que se instaló definitivamente. Silencio en las tardes, silencio bajo la regadera, silencio con café y huevos revueltos para el desayuno y caldo de silencio para la cena.
Luego vinieron las grietas, las puertas que no cerraban, las humedades todopoderosas que llegaron para conquistar el territorio entero.
Y empecé a preguntarme, como por descuido, cómo sería entrar a la casa de al lado y no a la mía, la de los vecinos sonrientes. O cómo sería entrar a la casa de enfrente, la de los jóvenes escandalosos. Cómo sería entrar a donde vivía la gente cuya casa, ese enorme útero de cemento que se supone elegimos a placer, no quería desalojarlos a mansalva, dejar de retenerlos, abortarlos.
Después vino la secuencia de mensajes.
Una mañana descubrí lluvia de polvo en el colchón, la grieta del techo había decidido pulverizarse y prodigarse sobre mi cama, el fino polvillo se acumulaba aquí y allá pero tenía algo casi intencional, ¿era una carita sonriente lo que la ralladura blanca de techo dibujaba sobre la colcha azul?
Otra tarde, al volver de una larga jornada en la calle encontré filtraciones de agua en la pared del comedor, escurrían de un modo extraño pero no informe, la mancha húmeda sobre el muro pintaba un número 3.
Y luego, en algún momento que no pudo ser ni el día ni la tarde ni la noche sino una irritante y perversa úlcera atemporal que permite que ocurran esas cosas, se instaló una plaga de hormigas. Iban y venían muy contentas de la terraza a la cocina sin que nada detuviera su paso.
Las muy malditas, tan pequeñas y tan poderosas. Un mediodía las vi hacer algo inusitado: una fila avanzaba hacia un punto y otra, perfectamente alineada, cruzaba su trazo negro sobre la anterior yendo hacia un objetivo diferente. Formaban una letra equis, un tache, había una cruz de hormigas en mi patio.
Acabáramos. Aquello era un aviso en serio, un llamado, un ultimátum.
Entonces empecé a hablar con la casa: no me hagas esto, ahora qué, ¿también aquí?, ¿otra vez con lo mismo?, no seas cabrona. Pero es que así no se habla con las casas, un perro es más capaz de domarlas meando y cagando por aquí y por allá e impregnando con su olor todas las esquinas que un inquilino humano por más que se ufane de empoderado.
Yo iba descendiendo, desprendiéndome de las paredes de mi útero inmobiliario pero dando la batalla; traje al plomero, al carpintero, al exterminador de plagas, al electricista cuando empezaron los lapsos de oscuridad, al terapeuta de casas cuando la tristeza no amainaba, hice fiestas para que mis amigos me ayudaran contra la grandulona hija de puta que no paraba de agredirme. Hablé con los pájaros para que no dejaran de venir a saludarme.
Pero ganaba poco terreno, casi nada. Pronto me vi en dificultades para abrir y cerrar la puerta principal, me había desbarrancado hasta el cérvix uterino y mis probabilidades de sobrevivir en el interior eran pocas.
Cuando salía, por más que revisaba dos o hasta tres veces que la puerta hubiera cerrado, al volver me encontraba con la sorpresa de que la había dejado abierta. Y al entrar y darle tremendo azotón tras de mí para estar segura y tranquila en mi barrio de casas seguras y tranquilas, descubría con horror que había dejado la puerta abierta. Otra vez.
Pero es que yo soy tan terca y tan tonta que puedo pelear con cuatro muros y seis puertas y proferirle mis mejores insultos a un refrigerador o a una mesa antes de darme cuenta que no tiene caso seguir peleando. Así que me aferré con lo que pude mientras pude y peleé sin estrategia pero con mucho brío cada episodio.
Era un mes de febrero, como ahora, cuando descubrí que el óxido en la puerta principal había formado un número cero, redondo, perfecto, un cero vacío y hermoso, lleno de posibilidades.
Aquél número tres de la pared húmeda había llegado al límite de su cuenta regresiva. Tres años. La puerta no abrió, la llave no era.
Me senté en la banqueta a pensar si llamaba a uno de mis contratistas rescatadores para que volaran la chapa de la entrada pero hay batallas que sólo se ganan cuando renuncias a ellas.
Así que renuncié y me mudé. Y ocurrió que el inquilino que vivía en mí, uno cuyo nombre era algo así como dolor en la boca del estómago, también desalojó, se cambió a otro sitio.
Lo que pasaba, ahora lo sé, era que esa casa no me quería y no iba a quererme nunca por más que lo intentáramos.
La gente y sus casas, decimos, como si nos pertenecieran.
Las casas y su gente, tal vez sería más adecuado decir, y aceptar sin falsas soberbias ni aspiraciones de autonomía que son ellas, las que nos poseen a nosotros.
Twitter @AlmaDeliaMC
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