El escritor y periodista Marcos Daniel Aguilar celebra la vitalidad del Premio Nobel y pone como ejemplo de su energía el ensayo La civilización del espectáculo y la labor como intelectual del autor peruano, que “tiene la lógica y sentido común que en algún momento tuvo el impulso que a principios del siglo XX propuso el uruguayo José Enrique Rodó”
Por Marcos Daniel Aguilar
Ciudad de México, 6 de febrero (SinEmbargo).-Mario Vargas Llosa es, quizá, uno de los escritores más joviales que tiene la literatura en lengua española actual.
Este hombre, que en 2016 cumplirá 80 años de edad, posee mucho más energía vital que cualquier escritor de 20 ó 40 años, pues en sus letras pueden percibirse todos los impulsos de una humanidad completa.
Una prueba de ello se encuentra en su ensayo La civilización del espectáculo (2012), ejercicio en donde el peruano decantó todas sus obsesiones intelectuales sobre la cultura occidental, tema que ha sido utilizado en América Latina como vehículo de expresión política, teórica, estética y moral.
Por dicha capacidad e interés de entender su mundo, por esta preocupación de poner todo de sí, idea y sentimiento, Vargas Llosa ofreció con este libro un ejemplo vital y de entusiasmo que no ha podido dar la arrogancia juvenil de muchos escritores latinoamericanos hasta el momento.
Ya en 2008, el ganador del premio Nobel de literatura había dado un golpe de acierto al publicar Sables y utopías. Ahí el escritor hizo un corte de caja de sus textos de opinión que realizó desde la década de 1970, en donde ya sentía la necesidad de ser un guía intelectual que ayudara a la reflexión sobre los temas de interés colectivo, como el conocimiento de la historia de América, la lucha por los derechos individuales y de expresión, su rechazo a todo tipo de autoritarismo, y sobre todo, su urgencia por lograr sociedades democráticas electorales, capaces de conseguir mayor libertad, menor desigualdad y una mejor educación.
Tal vez al peruano no se le entendió bien en este periodo en que comenzó a escribir sus artículos y textos de opinión. Se vivían tiempos de crisis ideológicas, el avance y deterioro del socialismo y se vislumbraban ya los errores del capitalismo y el libre mercado.
Por ello, cuando comenzó a exaltar las libertades de la democracia liberal, cuando criticó las vejaciones impuestas por las dictaduras socialistas y cuando exigió la recuperación del pasado hispánico, se lo tachó de derechista. Pero releyendo las ideas de Mario Vargas Llosa, en este siglo XXI, parecen decir y significar otra cosa.
MOTOR REFLEXIVO Y SENSIBILIDAD
Sus palabras, en La civilización del espectáculo, tienen el motor reflexivo y la sensibilidad que desean describir los tiempos de crisis humanitaria para incitar al lector a pensar a favor de una renovación de valores.
Su labor como intelectual tiene la lógica y sentido común que en algún momento tuvo el impulso que a principios del siglo XX propuso el uruguayo José Enrique Rodó.
La hipótesis es ésta: por su jovialidad y energía vital, por su profundidad de análisis y su esperanza en un futuro mejor para América Latina, parece ser que Vargas Llosa es el Rodó del siglo XXI.
Así las cosas, La civilización del espectáculo, si se lee con dedicación e ímpetu, podría ser el Ariel que las nuevas generaciones requieren para analizar los errores que las imperfectas democracias y perfectas dictaduras han cometido a lo largo y ancho de este continente.
Tomando en cuenta a autores que estudiaron la cultura occidental como T.S. Eliot, George Steiner y Gilles Lipovetsky, el autor de La ciudad y los perros afirma que hacia finales del siglo XX y comienzos del XXI, el concepto de cultura se rompió, pues desapareció al tratar de democratizar y “mejorar” la educación en pos de un progreso que transformó el mismo concepto de cultura en “conocimiento que puede aplicarse, consumirse o comprarse” en forma de técnica o ciencia que volverá a convertirse en un producto diseñado para su comercialización.
Pero Vargas Llosa dice que eso no era la cultura, pues en el pasado ésta era una forma de vivir todos los ánimos del ser humano, desde la creación de sus ideas hasta la motivación de su espiritualidad.
En el Ariel de Rodó, por su parte, el autor uruguayo atravesó una etapa de crisis de valores similar, no con el neoliberalismo posmoderno, pero sí con el positivismo decimonónico modernizador, que también es un guiño exacerbado de la idea del “progreso”, que olvidó la parte sensitiva de la educación y del civismo, para llevar la practicidad técnica y científica a la política y a la cultura.
En ambos textos hay una crítica ¿dónde quedaron las emociones de la humanidad que permiten la creación de las ideas?, ¿dónde quedó el arte, la poesía y la crítica de cualquier índole social?
Tanto en una época, como en la otra, hay una ruptura. Ambos autores describen que, tanto en el positivismo, que combatió Rodó, como “en el progreso” y ultramodernidad que repele y atrae a Vargas Llosa, se pretende anular las potencialidades del individuo, ya que la ideología política y económica sólo exigen de él un lado material: racionalismo comprobable y consumismo que puedan erradicar el aburrimiento y la reflexión.
Vargas Llosa lo explica así: “La cultura mundo, en vez de promover al individuo, lo aborrega, lo priva de lucidez y libre albedrío y lo hace reaccionar ante la cultura imperante de manera condicionada”.
Esta “cultura mundo” está en contra del derecho al ocio, en contra del aburrimiento y la meditación. Además, tanto en La civilización del espectáculo como en Ariel hay un grito que pide recuperar la tradición, conocer el pasado, pues éste será la única vía de entender el presente para pensar en un mejor porvenir.
Vargas Llosa lo hace al no olvidar los valores que conforman a Occidente, venidos de plurales corrientes filosóficas y teológicas como el cristianismo y Rodó recuerda una etapa más longeva aún como lo es la tradición grecolatina, el humanismo hispánico y el romanticismo.
También el uruguayo está en contra del utilitarismo que el poder impone a los ciudadanos, mientras que el peruano se opone al materialismo.
Los dos autores están en desacuerdo en la forma en que el supuesto progreso racional ofrece el conocimiento, ya que en ambos tiempos éste se pulveriza. Por ejemplo, a principios del siglo XX estos intelectuales con esperanza lucharon contra la “ultra especialización” de las disciplinas que encasillaba al estudiante a una sola materia, mientras que ahora, por ejemplo, don Mario pide a todos que en Internet no se confunda cantidad informativa con calidad, ya que la calidad es la única que echará a andar la inteligencia.
Los dos están en contra de la ignorancia que provoca la desigualdad y en contra de las personas que la alimentan al hacer creer a los individuos que todos son iguales porque escuchan la misma música o tienen los mismos objetos.
La verdad es otra. Sigue existiendo una élite que impone una industria-espectáculo cultural que no es la verdadera cultura. El progreso real no está ahí, Mario Vargas Llosa afirma que la cultura existirá cuando se saque a la tradición de los archivos y de la academia, cuando se vuelva a pensar con el lenguaje y la palabra, y no sólo con la imagen, cuando el pensamiento crítico de cada persona avance a la par de la tecnología. El progreso real llegará cuando seamos más libres y justos, menos ignorantes, dice el peruano, será en el momento en que se antepongan los problemas políticos y humanitarios al sistema de consumo.
En ese momento habrá un futuro regido con altos valores que encaminarán a la felicidad. Porque recordar a los viejos forjadores idealistas de la tradición, quienes veían la cara práctica, mental y emotiva del ser humano, no es sinónimo de derechismo. Pues la derecha no tiene fundamento filosófico ni reflexivo, ella sólo actúa por instinto. La tradición es el impulso hacia el porvenir.
Ahí algunas reflexiones sobre la crisis cultural, sobre la violencia e ignorancia aún presentes en el siglo XXI. Ahí, un maestro, un guía vivo que aún enseña a los jóvenes de edad y de espíritu, que indica lo que fuimos y hacia dónde se debe transitar. El nuevo Rodó.
Quién es Marcos Daniel Aguilar: (México, DF, 1982). Es ensayista. Autor de Un informante en el olvido: Alfonso Reyes (Conaculta, 2013) y de La terquedad de la esperanza (UANL, 2015). Como periodista trabaja en el Canal 22.