Me gustan los autores que escriben sin atavismos ni sacralidades, aquellos que sin problema se despojan del halo cuasi mágico y místico de las tradiciones literarias (díganse el Boom, los norteamericanos del siglo XX o los franceses o los rusos del XIX; por mencionar unos cuantos ejemplos); sin que esto signifique desentenderse de la influencia que ejercen en su literatura, más bien confiando en que lo creado tiene voz propia.
Por Jaime Garba
Ciudad de México, 6 de enero (SinEmbargo).- Ningún autor sensato escaparía de la sentencia que primero se acuñaría a Dostoievski, después a Focault y posteriormente a Carlos Fuentes: “Ya todo está escrito.” Frase de ironía pura, pues quién no puede jactarse de notar que los temas de la humanidad se agotaron probablemente desde los griegos. Sin embargo lo que ha importado no es quién porta la patente de la sentencia sino lo que representa: la posibilidad de salirse del círculo de tópicos para escribir no algo novedoso sino de manera novedosa.
Uno de los problemas en México, por lo menos desde mi perspectiva, es que muchos de los autores posteriores al Boom, exceptuando a los infrarrealistas, los del Crack y casos aislados sin adscripción a agrupación alguna; se han dedicado a escribir –tal vez sin proponérselo- imitando un modelo de literatura mexicana ya caduca (le pese a quien le pese), una que se aferra a la Piedra de Sol, de Octavio Paz, La región más transparente, de Carlos Fuentes y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Afortunadamente han emergido con el tiempo (no digo que antes no existieran pero cobraron notoriedad por un panorama editorial más fresco e incluyente) una gama de escritores que escriben acorde a las circunstancias sociales, políticas, culturales y humanas, actuales.
Pero no quiero que mi disertación sea una crítica de la República de las Letras, geografía en otros tiempos de exigentes requisitos de ingreso; sino que sirva como base para el comentario de un libro que acabo de terminar y que me parece ilustra lo anteriormente dicho: Ceremonia, (Editorial Paraíso Perdido), de Daniel Espartaco Sánchez. Lo dije al principio, me gustan los escritores que crean sin atavismos ni sacralidades, y esta novela es el claro ejemplo, una crítica divertida y ácida al mundillo literario mexicano contemporáneo de la mano de una pluma que ya no necesita demostrarle nada a nadie. Ceremonia podría considerarse la secuela de Gasolina, novela de Daniel que cuenta cómo un encuentro de jóvenes escritores becarios en el puerto de Veracruz se transforma en una aventura trepidante de persecuciones en veloces botes deportivos y reggaetón. Aquel trabajo de Espartaco fue digno de respeto por atreverse a realizar una sátira sobre el estado de la literatura joven en México y más aún por incluir un género musical despreciado por la intelectualidad (recordemos que el escritor Alejandro Carrillo fue severamente criticado e insultado por defender el reggaetón y por jactarse de estar escribiendo una novela cuyo eje central es el género).
Ceremonia cuenta cómo los dos actores –también productores- más populares y de proyectiva internacional de México del momento (cualquier parecido con DL y GGB ¿es mera coincidencia?) se interesan y adaptan a la pantalla grande Gasolina, trabajo que apenas recibió unas cuantas críticas positivas pero que terminaría proyectándose en algunas salas del país, festivales internacionales y hasta sería nominada a los premios Ariel. La novela describe la perspectiva del autor que se ve abrumado por la manipulación de su trabajo: el excesivo interés de los dos personajes y la forma en que se le dio tratamiento al filme: terminó incluyendo escenas de persecuciones en helicóptero y disparos de bazuca que el libro carecía. El éxito de la adaptación le augura estabilidad al narrador a través de un contrato con el “Súper Súper Grupo Transnacional” que le pide escribir una trilogía de Gasolina, aunque ello implique la explotación de un tema que prefiere dejar para seguir con otros proyectos que sabe difícilmente serán igual de atractivos para el público y los editores; al igual que traicionar a la editorial que primero confió en él, todo esto mientras carga sobre sus hombros el peso de dos divorcios y una relación de pareja que parece obligarlo a comportarse de una manera que en circunstancias ordinarias despreciaría.
Este breve pero divertido libro (77 páginas) es literariamente bueno, en él queda plasmada la prosa que los críticos y lectores le han venido reconociendo a Espartaco con el paso de sus libros pero con el plus de convertirse en una crítica franca y clara de los anhelos literarios posmodernos, así como en una descripción perfecta de la forma de vida del escritor mexicano, cuyo principal problema para triunfar en el complejo mundo de la literatura parece ser él mismo.