La Caravana Migrante en la Ciudad de México ya se cuenta por miles en el albergue temporal que el Gobierno de la capital del país instaló en el estadio Jesús Martínez “Palillo” de Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca. Ahí confluyen los centroamericanos que han abandonado sus países por falta de oportunidades y por la violencia. Se entretejen historias y descansan los pies de los que viajan hacia la frontera norte con la única meta de cruzar hacia Estados Unidos.
Para la mayoría no hay vuelta atrás. Han dejado en el camino sufrimientos, enfermedades y han andado con sus hijos e hijas cientos de kilómetros de territorio mexicano para escapar de la pobreza y tener una oportunidad de mejorar su calidad de vida. Donald Trump, el Presidente del país anglosajón que está militarizando la frontera y promete construir un muro, no será un obstáculo para cruzar, dicen.
Ciudad de México, 5 de noviembre (SinEmbargo).- La pequeña Aislyn Nicolle camina entre las gradas de concreto del estadio Jesús Martínez “Palillo”, de la Magdalena Mixhuca en la Ciudad de México. Lleva puesta sólo una chamarra azul y un pañal. Va descalza y sin pantalones. Tiene dos años y el domingo pasó 15 horas desnuda, envuelta en una sábana y sin comer en la caja de un trailer mientras se trasladaba de Veracruz a la Ciudad de México.
Su madre, Gabriela Rodríguez, tiene 20 años. Ambas son migrantes originarias de Santa Rosa de Copán, Honduras, y forman parte del llamado éxodo de migrantes centroamericanos que están de paso por la Ciudad de México y que se dirigen a la frontera con Estados Unidos en busca de una oportunidad para mejorar sus ingresos y calidad de vida.
“Ayer mi hija venía desnuda, si pañales, sin nada, con un frío, un frío exagerado; sólo traía una sabanita porque olvidamos la cartera donde venía todo lo de ella: la ropa, pañales, toallas húmedas. Veníamos en un furgón y resulta que nunca llegábamos a este punto [la CdMx]. Nos subimos a ese furgón a las ocho de la mañana y paramos a las once de la noche, todos sin comer”, narra Gabriela.
Gabriela y su hija de dos años se subieron al furgón de un trailer en Ciudad Isla, Veracruz, junto con otros 70 migrantes por la mañana y durante todo un día no comieron ni bebieron agua. En algún punto tuvieron miedo, relata, pues el chofer amenazaba con cerrarles las puertas. Finalmente, cerca de la media noche, los abandonó al entrar a la Ciudad de México.
Madre e hija durmieron en el atrio de una iglesia junto con el resto de los migrantes que venían en el trailer. Por la mañana, algunos vecinos les dieron ropa, comida y les ayudaron a llegar al estadio Jesús Martínez “Palillo”, en donde, de acuerdo con personal del Gobierno de la Ciudad de México, alrededor de la una de la tarde de este lunes ya se contaban alrededor de 2 mil 200 personas de la Caravana Migrante.
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En el interior del estadio Jesús Martínez “Palillo” ubicado en Ciudad Deportiva, miles de hombres, mujeres, niños y adolescentes de la Caravana Migrante pernoctan desde el domingo en el albergue temporal que el Gobierno de la Ciudad de México instaló para ellos.
Algunos esperan recostados sobre cobijas y cartón en las gradas de concreto, otros en colchonetas al interior de dos carpas en donde descansan principalmente familias enteras con niños que pasarán una semana de noches frías en la capital del país antes de seguir su camino hacia la frontera norte.
Ahí el Gobierno de la Ciudad ha instalado un comedor improvisado en donde les reparten las tres comidas del día y colaciones de frutas durante la media mañana. Ha colocado tambos de 200 litros para que laven ropa y se bañen, y algunas carpas de servicio médico en donde atienden principalmente a niños de enfermedades virales.
Miembros de organizaciones como Unicef llevan juegos para los menores y los adolescentes y personas altruistas reparten ropa y calzado a las familias. Entre las necesidades más apremiantes están escasez de productos de aseo personal como pasta de dientes, cepillos, toallas femeninas, y la ropa para bebé y niños pequeños como mamelucos, calcetines, ropa interior y zapatos de tallas pequeñas.
El estadio está lleno de bullicio y en las inmediaciones peregrinan decenas de centroamericanos que llegan a cada minuto. Los ojos negros de un niño de no más de dos años inspeccionan el camino que lleva de las inmediaciones del Metro Ciudad Deportiva hacia el estadio, mientras descansa sobre los hombros de su padre. En el interior del albergue, afuera de las carpas, hombres y mujeres tienden su ropa sobre el pasto para que pueda secarse al sol.
Heydi Ávila está sentada al lado de su hijo en medio del estadio. El pequeño Jordan descansa en una carriola de bastón que recién le regalaron. Ella huye desde hace 22 días del padre del pequeño de tres años porque se lo quería quitar y viaja en la Caravana Migrante desde Honduras hasta el norte de México para intentar cruzar la frontera.
Como la mayoría de los niños que cruzan el país en la Caravana Migrante, Jordan está enfermo. Tiene en la nuca una protuberancia que supura pus y una inflamación por debajo del cuero cabelludo.
“El papá del niño me lo quería quitar. Él me ayudaba con el niño y se sentía con el derecho de quitármelo, escuché de la Caravana y me vine para acá”, narra.
La joven de 21 años tomó a su hijo Jordan y dejó con su madre a su primogénito de cinco años, un pequeño a cuyo padre asesinaron cuando Heydi estaba embarazada.
En Honduras Heydi trabajaba ocasionalmente en una fábrica de ropa por mil lempiras por cuatro días (unos 830 pesos mexicanos), pero casi nunca había trabajo. Si logra llegar a la frontera, dice, intentará cruzar hacia Estados Unidos como ya lo hizo uno de sus hermanos que intentó cruzar sin pollero y fue deportado por la migra mexicana.
“Si me regresan, me regresan. Pero yo quiero trabajar para hacer una casa para ellos dos y para mi mami”, dice mientras Jordan se rasca el grano en la nuca con insistencia.
Con esa misma esperanza viaja desde hace un mes desde San Pedro Nonualco, Honduras Roberto Antonio Jirón Chávez, un padre de familia que va por su segundo intento de cruzar la frontera norte.
La primera vez cruzó México solo y vio, dice, de todo. Mujeres violadas en el camino y hombres huyendo de la migra y de “Los Zetas”.
Aunque el camino fue peligroso, logró cruzar a Estados Unidos sin coyote y llegó hasta Houston, Texas, en donde trabajó mes y medio en un campo, pero fue aprehendido por la migra estadounidense durante una redada y deportado a Honduras.
“Ahora me quedaré en Nogales. Ahí esperaré a que se calmen las cosas para intentar cruzar. Voy para Nueva York, allá tengo una tía que también cruzó de inmigrante hace 20 años, ella me dice: ‘vente despacio hijo, despacio, no te desesperes, uno llega despacio’. Me quedaré a trabajar en la frontera para mandar dinero para Honduras y luego intentaré llegar”, dice.
En Honduras Roberto Antonio trabajaba en un taller mecánico y ganaba 8 mil lempiras al mes (6 mil 640 pesos mexicanos) para mantener una familia de seis miembros: él, su esposa, una bebé de un año y tres hijos varones de 7,11 y 13 años.
La familia, cuenta, se quedó Honduras en la casa de sus padres. La travesía quiso jugársela solo. Si logra cruzar la frontera entre México y Estados Unidos e instalarse en el país anglosajón, pensará en cómo llevarse a su familia. Pero todo a su tiempo.
Pero no todos han decidido viajar solos. En la Caravana hay familias enteras que intentan llegar a la frontera norte, como la de Elizabeth Morales, una mujer que viaja en compañía de su esposo y sus dos hijos de tres y nueve años.
La familia, precisa la mujer de 30 años, decidió migrar porque el padre tenía dos años sin conseguir trabajo y aunque los hermanos de él les apoyaba con alimentos, no era suficiente para pagar renta y servicios.
“Cuando escuchamos de la Caravana dijimos: ‘vamos todos’ en familia, todos juntos”, narra.
–¿No temen a la política de Donald Trump, el Presidente de Estados Unidos, que está militarizando la frontera?, ¿no temen a su política antimigrante? –se le pregunta.
–No, yo sé que Dios está con nosotros y que él [Trump] no se manda solo. Quien toma la decisión es Dios. Si vamos todos en grupo, nos cuidamos unos a otros.
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La pequeña Aislyn ha tomado un refresco de cola a otra migrante que duerme boca abajo sobre una de las gradas. La niña se resiste a dejar la botella y le insiste a su madre que le dé de beber un poco.
–No es tuyo hija –le dice e intenta darle agua, pero la niña la rechaza.
Gabriela ha tenido que despertar a la mujer para preguntarle si le puede dar de beber del refresco a su hija.
–Luego se lo repongo –le dice, mientras la otra migrante asiente.
La niña sigue descalza y semidesnuda. Es difícil encontrar pantalones de la talla de una pequeña de dos años, argumenta y muestra un par de tenis talla 20 de niño que le regalaron.
Gabriela decide entonces bajar de las gradas e ir hacia el centro del estadio, a las carpas de Unicef para donar los tenis que le regalaron a Aislyn y que no le quedaron. Ahí unas jóvenes reparten ropa para niña y niño. La mujer se acerca y le regalan un gorro, un pantalón gris y un chaleco tejido de estambre blanco para la niña.
–¿Tendrá unas calcetas? –pregunta.
–No, no traemos calcetines, es todo lo que traemos –le contestan.
Luego Gabriela decide ir a dejar a Aislyn a las gradas del estadio, pues se ha enterado que afuera regalan colchonetas.
Si llega a la frontera y no logra cruzar hacia Estados Unidos, no se regresará a su país, afirma. No lo hará por el bien de su pequeña hija.
“Me ha costado mucho trabajo llegar hasta aquí. Muchos sufrimiento. Yo no me regreso”, dice.