La vida de las personas con SIDA se mueve entre dos antípodas: ignorancia y amor. Este es el relato de un día con un niño colombiano que vive con esta enfermedad causada por el VIH.
Por Juanita Rico
Ciudad de México, 5 de octubre (Open Democracy).– El virus de la Inmunodeficiencia Humana, VIH, es un virus especial. El primer caso ocurrió en 1931 en África. La primera muestra de sangre infectada por el virus está guardada desde 1950, pero la primera manifestación quedó registrada en San Francisco a principios de la década de los 80. En esta época la expectativa de vida de una persona VIH-positiva era de 18 meses.
Antonio* tiene 8 años. Su historia comenzó como la de cualquier otro niño. Su madre, Myriam Buenahora, lo tuvo un día nublado de 2004 en el HUS, el Hospital Universitario de Santander, en Bucaramanga, Colombia. Pasaron 14 meses, pero la vida de Antonio no era normal: tenía gripe todo el tiempo, no podía comer bien por infecciones de la garganta y tenía infecciones urinarias constantes.
Por eso, Myriam lo llevó para que le hicieran pruebas en el HUS. Unas semanas después, el mismo día que iba a recoger los resultados, oyó por radio que se había descubierto un nuevo caso de VIH-Sida en un menor en Colombia. No tenía idea de que hablaban de su hijo.
Cuando llegó al HUS le dieron la noticia. Todos estaban sorprendidos. No entendían cómo se habían demorado tanto en detectar el virus. Ella, aterrada, se hizo los exámenes. Salió positiva también.
“En ese momento consideré matarme y matar al niño. No entendía bien cómo funcionaba el virus”, -dice. Tenía, sin embargo, dos hijos más a quienes hacerles pruebas para saber si también eran positivos. No lo fueron, pero ella no les contó por qué les estaban haciendo los exámenes. Solo dos años más tarde se enteraron de que su madre y su hermano tenían VIH. “¿Se van a morir?” preguntaron. “No, nos vamos a morir cuando Dios mande”, les respondió ella.
Solo dos años más tarde se enteraron de que su madre y su hermano tenían VIH. “¿Se van a morir?” preguntaron. “No, nos vamos a morir cuando Dios mande”, les respondió ella.
LA FRONTERA ES EL CUERPO
Su mirada es inquietante. Su cuerpo es delgado, entrenado para soportar la incomodidad, el dolor, el miedo. Sus labios son alargados, su piel morena y elástica. Antonio siempre ha sido un niño tranquilo y consciente de su cuerpo.
“Nos vinimos a Bogotá porque aquí yo tenía mejores oportunidades”, me dice. Estamos en su casa en Ciudad Bolívar, uno de los barrios más pobres de la ciudad.
Desde que llegaron cuando Antonio tenía tres años, un año y medio después de saber que era positivo, ha tenido varias recaídas debido al virus. Porque ese es uno de los primeros mitos que hay sobre la enfermedad y que él me aclara con energía: “No es una enfermedad, es un virus que ataca el cuerpo humano”.
Para él nada ha sido fácil. Aunque la situación ha mejorado con la ayuda de fundaciones como la Fundación Planeta Amor, que se dedica a apoyar e incluso cuidar a niños con VIH-Sida. Allá ha conocido a otros niños con el virus. Antonio va todas las tardes después del colegio. Hoy me va a llevar con él.
Mientras se viste, Myriam me cuenta que encontrar un colegio ha sido terrible. Cuando llegaron fueron a más de seis colegios y en todos, cuando sabían del virus, les decían que no. “Es que si suda es peligroso para otros niños”, “Si lo aceptamos el resto de padres van a retirar a sus hijos al siguiente día”, “si se sienta en los baños nos va a tocar quemarlos”. Estos fueron algunos de los argumentos que le dieron para no aceptarlo.
Antonio toma sus medicamentos por la noche con su madre. Son tres, AZT, 3TC y Ritonavir, el conocido Cóctel Ho, o tratamiento antirretrovírico, que evita que el virus mute y ataque el sistema inmunológico.
Según Carlos Mario Restrepo, infectólogo de la Universidad Nacional, “si el VIH muta en respuesta a uno de los medicamentos, los otros dos medicamentos podrán controlar la enfermedad, porque actúan sobre puntos diferentes de la reproducción del virus”. El investigador también advierte que “si se actúa sobre un solo punto se expone a que el virus mute fácilmente de componentes y de aminoácidos, haciéndolo resistente a los medicamentos”.
Bajamos la montaña desde Ciudad Bolívar hasta el colegio de Antonio, el único donde lo aceptaron. Es un trayecto de casi hora y media que lo deja agotado. Frente al colegio se encuentra con sus amigos. Es el más pequeño de todos y el más delgado también. Ninguno sabe que tiene VIH. Es más “ellos no saben qué es”, me dijo antes de llegar. “Por favor no les cuente que si saben no van a querer jugar conmigo”.
RITUALES DE SANACIÓN
Entra a clase. Quedamos de encontrarnos a la una. Hoy va a salir temprano para ir más tiempo a la Fundación. Cuando sale está contento. Hoy le fue bien en matemáticas y español. Cuando le pregunto qué quiere ser cuando grande me dice: “No sé todavía. Por ahora quiero vivir”.
En el carro de una de las directoras llegamos a la Fundación Planeta Amor. Otros niños también están llegando de sus respectivos colegios. Todos se abrazan y se cambian para ir a las actividades que les tienen preparadas. Aunque la mayoría fueron abandonados por sus padres o dejados al cuidado de la Fundación cuando supieron que eran portadores del virus, hay otros como Antonio que van para compartir.
Hay algunos que corren por ahí. Otros que están en sillas de ruedas o que necesitan oxígeno debido a que algún virus ha atacado su sistema de defensas. Está, incluso, una niña que parece de año y medio pero que en realidad tiene cuatro años. Sus padres la abandonaron y, debido al tratamiento tardío, quedó con un leve retraso mental.
Antonio los abraza a todos y les da dulces que trae en su maleta. Jorge Cerón, Director Ejecutivo de la Fundación, me dice que lo peor de todo es “el desconocimiento que hay sobre este virus. La gente piensa que no los puede tocar porque van a quedar infectados”. Algo similar a lo que expresaron los directores de los colegios donde Antonio no pudo estudiar.
Cuando le cuento que Antonio me pidió que no les contara a sus amigos del colegio, me dice que es normal. Me dice que hace poco alguien fue a visitar la Fundación, pero pidió que la taza donde le ofrecieron café fuera purgada con agua hirviendo “por si acaso”.
Según cifras de la Organización Mundial de la Salud, OMS y ONUSIDA, la región Caribe es la segunda más afectada por el virus del VIH en el mundo y hay 76 mil que son portadores.
Es una enfermedad difícil, me dice Cerón. Esto lo confirma Antonio cuando me cuenta, mientras se toma la merienda que le dan en la Fundación, que después de cada cita médica él y su mamá saben que tiene que salir a interponer una tutela porque si no, no les dan nada. “Hasta para cosas tan simples como una biopsia, así como para los medicamentos, que son costosísimos, pero son necesarios para nosotros”, dice.
Volvemos a Ciudad Bolívar y ya son las 7 de la noche. Antonio se toma cada una de sus medicinas. Es lento y riguroso. Luego mira a su madre hacer lo mismo. Come, se lava los dientes y les da un beso a sus hermanos. Reza con su mamá y le pide que le lea un cuento.
Después de tres cuentos cae rendido. Yo no alcancé a despedirme, pero le agradezco a Antonio haber podido ver el día a día de uno de esos 76 mil niños que viven con este virus y que han sabido encontrar un equilibrio y resistir.
CLAVES SOBRE EL VIH-SIDA
Sida no es lo mismo que VIH: sida es el nombre de la enfermedad. La sigla VIH (virus de inmunodeficiencia humana) hace alusión al virus que la causa. Se puede vivir con el virus y nunca padecer el sida. El sida aparece en las etapas más avanzadas de la infección por VIH.
El VIH se puede transmitir por relaciones sexuales (vaginales, anales o bucales) sin protección con una persona que viva con el virus; por la transfusión de sangre contaminada; y por compartir agujas, jeringas, material quirúrgico u otros objetos punzocortantes.
De momento, no hay cura para el VIH, pero existe el llamado tratamiento antirretrovírico, que puede volver el virus indetectable para el organismo y, por ende, impedir el contagio.
*Los nombres de esta historia han sido cambiados para proteger a sus protagonistas.