Tras la sonada decepción que nos llevamos hace unas semanas con Gimme Danger, nos reencontramos con el mejor Jim Jarmusch de ficción. Paterson es una comedia dramática depuradísima en la que el director neoyorquino se acerca a aquello que Paul Schrader bautizó como el estilo trascendental. Eso sí, en clave costumbrista y minimal.
Por Xavi Sánchez Pons
Ciudad de México, 5 de agosto (SinEmbargo).- Paul Schrader, que además de director y guionista, es un crítico de cine bastante atinado, acuñó allá por 1988 el término del estilo trascendental para referirse al cine de Ozu, Dreyer y Bresson. En pocas palabras, ese tipo de cine que nos acerca a la transcendencia, al deseo de mostrar lo metafísico y lo espiritual a través de la lente de una cámara y que consigue ir de lo particular a lo universal de forma natural. Dicho así suena como muy solemne y serio, digno de ratón de filmoteca. Pero no se me asusten, que en realidad también puede ser algo mundano y sencillo o al menos parecerlo; llegar a ese estilo trascendental sin resultar sesudo.
Ese era el caso de uno de los cineastas citados antes, Yasujiro Ozu y de películas como Cuentos de Tokio (1953) o El gusto del sake (1962). Historias sobre gente normal en ambientes realistas que eran capaces de ir más allá de la anécdota para extraer poesía de lo cotidiano. Vamos, llegar al tuétano de las preocupaciones reales y de lo que verdaderamente importa de la existencia. Pues bien, eso es un poco lo que hace Jarmusch en Paterson. De hecho, es como si el estadounidense tomara toda la esencia de Ozu, esos relatos autóctonos y costumbristas japoneses y las adaptara al imaginario minimalista, al sentido del humor y a la topografía indie que le son propias al director de Dead Man (1995).
Paterson es el nombre del protagonista, pero también el de la ciudad donde vive, una pequeña localidad de Nueva Jersey que vio nacer a Lou Costello y el de un celebrado poema épico de William Carlos Williams -autor que aparece citado en varias secuencias del filme-.
Un conductor de autobuses aficionado a la poesía -la única vía de escape a su vida gris- que se enfrenta a su monótona vida con un espíritu cercano al martirio: esa mascota doméstica, un perro, que le hace la vida imposible. Jarmusch nos hace partícipes de la rutina de Paterson a lo largo de una semana, de lunes a lunes con todos sus rituales diarios, mostrando pequeños fragmentos de su existencia. Es más, nos deja pequeñas pistas, ligeros cambios de comportamiento o pequeños gestos, para que decidamos si el personaje -un excelente Adam Driver– tiene o no el encanto de los perdedores que tan bien ha sabido construir el neoyorquino en sus películas o si será capaz de liberarse algún día del hastío vital al que parece estar condenado.
Jarmusch deja claro su amor por Paterson, incluso lo describe con una ternura infantil: esa forma primitiva de leer los poemas que escribe sobre cajas de cerillas y esa cara que pone de tristeza cuando nadie le mira. Y no solo eso: también trata con cariño a secundarios que están en el límite del bien y del mal. Por ejemplo: la novia del protagonista, una Amelie Poulain en potencia. Pero, a pesar de tomar partido, la puesta en escena y la mirada son en esencia tan limpias, que, como decíamos antes, es el espectador el que tiene la palabra final.
¿Es Paterson un hombre sin encanto y hemos asistido a su entierro en vida? ¿O se trata de un individuo con capacidad para reinventarse y escapar así de la rutina? El final abierto hace que las respuestas a esas preguntas sean aún más difíciles. Otro punto a favor de Paterson y Jim Jarmusch, que tras la cool y memorable pareja de vampiros de Sólo los amantes sobreviven (2013) y la decepción de Gimme Danger (2016) añade otro personaje y obra mayor a una filmografía casi impoluta.
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