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Antonio Calera

05/08/2016 - 11:22 am

El paseante en busca de un restaurante

El paseante no lo pudo evitar. Se le fueron las ganas de comer, conocer un nuevo lugar. Todo lo que veía era igual. Se detuvo. Alzó la cabeza y prendió un cigarrillo. Se le veía confundido, abatido. “Ni hablar. No es posible dar con lugar distinto, original. Habrá que ir a lo seguro. Los sitios de antaño, que no saben fallar. Es una lástima. Y qué digo lástima: es una calamidad. Ya no queremos comer bien, no nos causa alegría la magia de la buena comida. ¿A dónde habrá ido a parar nuestro apetito señorial?”.

Y ahí frente al espejo se dijo, por adentro, nuestro paseante: “Vivir la vida, pues, que para eso se la pasa uno trabajando. ¿Cuándo sino en un fin de semana para acometer la gran ciudad, sentarse a la mesa en un buen restaurante?”. Y así prendió la radio para darse ánimos, darse un baño. “Nada mejor que este estado”, pensó. “Sentirse limpio, fresco, espabilado, con el cerebro en blanco, listo para salir al mundo y, literalmente, comérselo”. Se vistió acorde a la ocasión, ni muy arreglado pero tampoco muy casual, y se hizo a la calle para dar con un nuevo sitio, el descubrimiento añorado. La cosa ha comenzado como se debe.

Una perfecta mañana, día de sol, la gente en ánimo de verbena. Y bien, habría que comenzar el paseo dejando algo en claro. Un buen restaurante, pensaba, le quedaba bastante claro, no significaba necesariamente el más famoso o el más caro, tampoco el más innovador en términos culinarios. No. Podría ser incluso todo lo contrario. Un restaurante no muy conocido y viejo, barato a comparación de otros, y que por alguna razón incomprensible no hubiera sido descubierto por grandes grupos de glotones. Y es que luego resulta que los verdaderos epicentros gastronómicos son justo los que viven tranquilos por debajo de la publicidad, alejados de las redes sociales y sus supuestos reflectores, con los mismos clientes de siempre (en el mejor de los casos con varias generaciones de familias leales a su sazón), y que, aunque para algunos resulte extraño, viven tranquilos lejos de las exigencias propias de un restaurante “con todas las de la ley”: pocas mesas, cartas reducidas, poco personal, y por ello quizá el tiempo necesario para dedicarse a lo indispensable, lo fundamental: hacer buena comida y dar un buen servicio.

Claro. Habría entonces que dar con el calvo, con ese ansiado descubrimiento de lo nuevo. Y no se refería tampoco, era algo que sabía, por lo menos no por ahora, a toparse con alguna fonda, tortería, comida corrida o garnachería. No. Su amor por ellas era incondicional y llevaba el poder de su grasa, literalmente, en el corazón. No. Quería toparse este día con ese restaurante levantado desde cero, con dedicación y esfuerzo por una familia o grupo de amigos, por ejemplo, que al principio no hubiera tenido todas consigo y, con el paso del tiempo, ensayando y equivocándose como receta primordial, hubiera comenzado a sacar la cabeza, se hubiera dado a conocer y recomendar, nunca mejor dicho, de boca en boca.

Sí, eso habría que buscar. Tarea nada fácil, imaginaba, en una ciudad en la que sus restaurantes lo que más hace es copiar. Doliera a quien doliera esa era la verdad. Para comenzar por el afuera, el espíritu de clonación era muy evidente desde los nombres. Nombres italianos, españoles o ya de plano en inglés, que como subtítulo presumían su definición: todos los restaurantes son bistrot, todos trattoria, todos delicatesen y gourmet: “Ah, y por cierto -apuntaba con una sonrisa mentalmente- algunos menos afortunados hasta copiaban el ofrecimiento de una promesa más bien incierta, y que se insinuaba con el mismo cliché popular: “… y algo más”. Tan francamente pobre. Era una pena y era una pena: se preocupaban los dueños o socios más en ser iguales que en presumir su deferencia. No había imaginación ni valentía. Menos conocimiento de su mercado.

Y si las cosas eran así por afuera lo eran aún peor por dentro. Colores blancos y negros, mesas de madera, espejos grandes con enmarcados palaciegos, refrigeradores para postres a la vista de todos y, casi como una obligación si se quiere pertenecer al gremio, un elemento cohesionador de todos los competidores, esos muros pintados de negro como pizarrones, en donde un menú enorme se escribe con gises para el apoyo de los débiles visuales. “Ya lo sabemos: recordemos”, pensaba el paseante en su camino. “Menús en papel para no gastar, mismas vajillas, mismos vasos, misma manera de ser absolutamente ecológicos a través de la reutilización de palets o envases de pet y claro, en donde todos son artesanales u orgánicos, todos cocinan en el momento con alimentos frescos y comprados directamente a su agricultores, todos son verdaderos chefs como lo indican las filipinas y todos son pet friendly. Sin olvidar que todos toman ginebra (como antes Jäggermaister y antes absenta), cierran con los mismos digestivos, los mismos postres, cafés mafufos hechos por los mejores baristas con el mejor café del mundo. Pan con lo mismo”, se decía, mientras su paciencia se iba al traste.

No hay que ir muy lejos para darse cuenta de lo que está sucediendo, pensaba el paseante, mientras se abría paso por los corredores habituales, los más frecuentados por los habitantes de la zona turística de la ciudad. Basta con comparar a diez o veinte lugares. “Lo que pasa es que no hay estilo. No hay personalidad propia, no hay ego para distinguirse de los demás. Por el contrario, todo parece provenir de un mismo patrón, haberse uniformado, y tal reproducción masiva termina por hartar a quien lo identifica una y otra vez en diez kilómetros a la redonda. ¡Claro, cómo no odiarlo si uno se lo topa veinte veces en cada cuadra! Si nace una marisquería con una pecha, le seguirán cinco o seis parecidas. Lo mismo pasa con los que quieren ser dinners, las pizzerías, los lugares de cortes de carnes, los restaurantes italianos, los que van por la comida sana y los que se hacen los europeos por vender baguettes y embutidos con quesos. ¡Ya no digamos los menús! ¿Cuántas veces nos topamos con el queso de cabra y los portobello, las ensaladas con queso azul, arándano y peras? ¿Filetes rebañados? ¿Cuánto tiempo se tardaron en hacernos odiar las arracheras? ¡Se copian hasta las tipografías con que los presentan en sus cartas! ¡Dios santo! ¡Qué triste el panorama del hilo negro descubierto por todos al mismo tiempo!

Y así es que, súbitamente, nuestro paseante se dio cuenta de lo que sucedía, tuvo una epifanía: “Claro, muchos de los dueños de los restaurantes no ven a la comida como una pasión sino como un negocio. Y así no es posible que nazca la poesía. Los verdaderos restauranteros primero son creadores, comedores serios que aman lo que hacen y no lo cambiarían por nada: no ven a sus comensales como clientes sino como gente que busca el placer a toda costa, por sobre todas las cosas: como hacer magia. Y luego está el servicio. Hemos perdido nuestra capacidad de exigir por lo que pagamos. Nos han hecho pensar que criticar es dar la nota”.

El paseante no lo pudo evitar. Se le fueron las ganas de comer, conocer un nuevo lugar. Todo lo que veía era igual. Se detuvo. Alzó la cabeza y prendió un cigarrillo. Se le veía confundido, abatido. “Ni hablar. No es posible dar con lugar distinto, original. Habrá que ir a lo seguro. Los sitios de antaño, que no saben fallar. Es una lástima. Y qué digo lástima: es una calamidad. Ya no queremos comer bien, no nos causa alegría la magia de la buena comida. ¿A dónde habrá ido a parar nuestro apetito señorial?”.

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