Herbert O. Yardley estuvo al frente de la Cámara Negra, un servicio de inteligencia creado tras la I Guerra Mundial. Después de descifrar los códigos diplomáticos japoneses y espiar las comunicaciones con el apoyo de las compañías telegráficas, el Gobierno cerró la organización. Yardley decidió revelar aquellos secretos en un famoso libro que enfadó a Estados Unidos.
Por Cristina Sánchez
Ciudad de México, 5 de marzo (SinEmbargo/ElDiario.es).- Un criptógrafo aficionado al póker, un mujeriego derrochador, un genio según los que le conocieron con pocas primaveras, un mago de los números, un experto en el arte del engaño… Estas son algunas de las facetas del funcionario de la inteligencia estadounidense que destapó el espionaje masivo de su Gobierno.
Evidentemente, no hablamos de Edward Snowden, sino de un padre de la criptografía de la potencia norteamericana que reveló esas prácticas 82 años antes que el ex técnico de la CIA. Herbert O. Yardley dio la exclusiva en la prensa, igual que haría después Snowden con The Guardian y The Washington Post.
No obstante, no hay muchas coincidencias más en las carreras de estos dos estadounidenses que decidieron irse de la lengua. Yardley había promovido la creación de la Cámara Negra, el germen de la famosa NSA. Sin embargo, la figura «más extravagante, controvertida y enigmática» de la historia de la criptografía estadounidense, según un documento de la propia Agencia de Seguridad Nacional, acabó desvelando los secretos de aquella organización cuando su cierre le dejó sin trabajo.
EL CRIPTÓGRAFO AUTODIDACTA QUE «ESPIÓ» AL PRESIDENTE
En 1915, casi cuarenta años antes del nacimiento de la NSA, un joven Herbert O. Yardley consiguió descifrar un telegrama desde Europa para el Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Logró descubrir el mensaje dirigido a la Casa Blanca en tan solo dos horas, toda una hazaña para la época.
Operador de telégrafo, profesión que heredó de su padre, Yardley trabajaba por aquel entonces en el Departamento de Estado de EU, donde aprendió por sí mismo aquella técnica en su tiempo libre para dar cuenta de que las comunicaciones estadounidenses no eran seguras. En 1917 se convirtió en el responsable de MI8, el servicio de inteligencia del Ejército especializado en criptografía. Hasta 150 personas llegaron a trabajar en esa institución que, entre otras cosas, reveló la identidad de un agente secreto alemán.
Con el fin de la I Guerra Mundial, la MI8 fue desmantelada. Utilizando sus dotes persuasivas, el criptógrafo convenció a las autoridades para que crearan una nueva organización capaz de señalar para la potencia norteamericana «quiénes eran sus amigos y quiénes eran sus enemigos».
Logró su objetivo. En 1919 nacía la Cipher Bureau, más conocida como la Cámara Negra, una organización dependiente de la División de Inteligencia Militar y cofinanciada por el Departamento de Estado que contó con siete criptógrafos. Eso sí, la primera agencia dedicada a esos menesteres en tiempos de paz supo mantenerse en la sombra: hasta los empleados recibían su sueldo de «fondos confidenciales».
LA CÁMARA NEGRA, UN SERVICIO DE ESPIONAJE EN TIEMPOS DE PAZ
Yardley se comprometió a resolver los códigos diplomáticos japoneses en tan solo un año. Después de «varios periodos de confianza y depresión», como él mismo los describió, fue capaz de traducir un mensaje antes de que se cumpliera ese plazo.
Aquel logro hizo que Charles Evans Hughes, secretario de Estado por aquel entonces, encarrilara la Conferencia de Washington de 1921-1922, en la que se adoptaron ciertas limitaciones a las fuerzas navales.
Gracias a que la Cámara Negra rompió los códigos de las comunicaciones diplomáticas niponas, Hughes jugaba con ventaja: ya conocía las cuotas de buques de guerra que Japón estaba dispuesta a aceptar en aquellas reuniones. Yardley sería condecorado por ello con la Medalla por Servicio Distinguido del Ejército, aunque oficialmente se debió a sus «servicios militares durante la guerra».
En aquel momento, ya contaba con el apoyo de las compañías telegráficas para espiar a diestro y siniestro. El director de la División de Inteligencia MilitarMarlborough Churchill y el propio Yardley se reunieron en secreto con el presidente de la Western Union para pedirle que les diera acceso a las comunicaciones privadas que manejaba la principal compañía telegráfica de la época. Aquel directivo no tuvo reparo en aceptar.
Pese a que tras la Gran Guerra volvió a estar en vigor la Ley de Comunicaciones por Radio de 1912, que establecía duros castigos para los empleados de las compañías de telégrafos que divulgaran los contenidos de los mensajes, casi todas las empresas estadounidenses satisficieron como la Western Union los deseos de la Cámara Negra. Un escándalo al más puro estilo del programa PRISM que la NSA puso en marcha en el siglo XXI.
La Cámara Negra se dedicó a espiar los mensajes de entre dos docenas y una cuarentena de países, especialmente los de América Latina, aunque Alemania y España también estaban en su lista. No obstante, el presupuesto de la organización se veía mermado cada año y las compañías de telégrafos cada vez estaban menos dispuestas a facilitar a Yardley sus mensajes, por lo que tuvo que recurrir a «métodos más ingeniosos» que sus superiores no siempre aprobaban.
EL BEST SELLER QUE CONMOCIONÓ AL MUNDO
En 1929, el Gobierno cortó el grifo definitivamente. Según la versión oficial, el nuevo secretario de Estado bajo la presidencia de Herbert Hoover, Henry L. Stimson, no solo decidió echar el cierre a la Cámara Negra por razones económicas, sino porque las prácticas de Yardley carecían de ética. » Los caballeros no leen el correo de otros caballeros» fue la sentencia de Stimson que pasaría a la historia. Había que comenzar a jugar limpio en las relaciones internacionales.
Versiones extraoficiales barajan incluso que William F. Friedman, criptonalista del Cuerpo de Señales del Ejército y principal rival de Herbert O. Yardley, presionó para lograr el cierre de la Cámara Negra. Lo hiciera o no, fue el gran beneficiado por aquella decisión. Estuvo al frente del nuevo Servicio de Inteligencia de Señales que asumió las labores criptográficas. Aunque ofrecieron a Yardley un puesto, lo hicieron por un salario que sabían que rechazaría.
Sin trabajo en plena Gran Depresión y aficionado a vivir con ciertos lujos, al criptógrafo se le ocurrió la gran idea de compartir sus experiencias, omitiendo solo los detalles más espinosos. Primero publicó fragmentos en la prestigiosa revista The Saturday Evening Post y después, en 1931, vio la luz su libro ‘The American Black Chamber’. Vendió 18.000 copias en Estados Unidos y 40 mil alrededor del mundo.
La obra se editó en Francia, Suecia, Reino Unido, Canadá o el mismísimo Japón, donde incluso la prensa lo distribuía por entregas. De hecho, el volumen causó un terremoto político en el país nipón. Tras saber que Estados Unidos les había espiado hacía una década (los periódicos difundían titulares como «Traición en la Conferencia de Washington»), comenzaron a trabajar en una nueva máquina de cifrado.
Obviamente, aquel libro no sentó bien al Gobierno estadounidense. El Departamento de Estado optó por mentir a la opinión pública diciendo que la mayoría de su contenido era falso. El Departamento de Guerra se mantuvo en silencio públicamente, aunque en privado el Cuerpo de Señales y la División de Inteligencia Militar no podían reprimir su ira.
Tras una evaluación de los daños, concluyeron que su comportamiento había sido «altamente inapropiado» y que su libro exageraba. Friedman pensó que había desvelado demasiados secretos, aunque le escribió una carta a Yardley diciéndole que lo dejaría en «su propia conciencia».
A Yardley no se le pudo acusar de traición. De hecho, su caso acabó provocando que se aprobara una legislación para proteger los registros gubernamentales en 1933. En ella se establecía que quien pudiera obtener acceso a cualquier «código diplomático oficial» y que publicara o suministrara cualquier código o material obtenido en el proceso de transmisión entre un gobierno extranjero y Estados Unidos, sería multado con hasta 10 mil dólares, encarcelado o ambas cosas.
Yardley siempre defendió que su único motivo para escribir el libro fue alertar a Estados Unidos de su «indefensa posición en el campo de la criptografía». Una periodista escribió incluso otro volumen sobre los detalles de los mensajes interceptados a Japón que Yardley iba a firmar como autor. El Gobierno siguió la pista a aquella obra y jamás llegó a publicarse.
DE CRIPTÓGRAFO A NOVELISTA
Yardley siguió publicando libros, aunque decidió pasarse a la ficción. Escribió novelas de espías como The Blonde Countess (La condesa rubia), en la que se inspiró Rendezvous (Código secreto), una película de 1935 en la que el propio Yardley participó como asesor.
Tras sus apariciones en la radio y televisión estadounidenses, continuó trabajando como criptógrafo fuera de su país. Ayudó a la China nacionalista de Chiang Kai-shek a descifrar los códigos japoneses y también trabajó para el Gobierno canadiense durante la II Guerra Mundial. En los años 50, otra de sus obras fue un éxito, aunque nada tuviera que ver con el espionaje. The Education of a Poker Player se convirtió en un clásico de la época sobre el juego de naipes. Se publicó en 1957, un años antes de su fallecimiento.
Cuando Yardley ya no podía defenderse, se rumoreó incluso con había vendido información confidencial a los japoneses, aunque los autores que han rastreado su historia continúan debatiendo si lo hizo. Fuera verdad o no, el historiador David Kahn, que escribió una completa biografía sobre Yardley, considera que sus revelaciones no vinieron tan mal a Estados Unidoscomo se pensó.
A su juicio, si no hubiera desvelado el espionaje, los nipones no se hubieran puesto a trabajar en las novedosas máquinas de cifrado inmediatamente. El retraso habría dificultado que el rival de Yardley, William Friedman, comenzara a estudiar sus misterios antes de la II Guerra Mundial. De hecho, lograron romper el código secreto de Purple, una de aquellas máquinas, al principio del conflicto bélico.
«En los términos de hoy en día, sería como si un empleado de la NSA hubiera revelado públicamente las operaciones de inteligencia de comunicaciones completas de la Agencia de los últimos 12 años (todas sus técnicas y grandes éxitos, su estructura organizacional y su presupuesto) y hubiera incluido, en buena medida, las comunicaciones interceptadas, descifradas y traducidas no solo de nuestros adversarios sino también de nuestros aliados». Así resumía el escándalo de Yardley la NSA en la investigación que hizo pública en 1981, precisando que solo se podía saber el 80 por ciento de la verdad de aquella historia.
En aquel momento, el servicio de inteligencia no parecía prever que 82 años más tarde de que Herbert O. Radley publicara su famoso libro, otro de los suyos iba a propagar a los cuatro vientos sus prácticas de vigilancia masiva.
Ahora bien, mientras que el Gobierno denunció a Edward Snowden por delitos de robo y espionaje, Herbert O. Yardley no cayó del todo en desgracia ni acabó entre rejas. Jamás volvieron a darle un puesto de confianza, pero su fotografía está colgada en el Salón Criptológico de Honor de la NSA. Sin embargo, este padre de la criptografía moderna que decidió contar los tejemanejes de la organización que precedió a la NSA sí fue condenado al olvido.
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