Adolfo García Ortega confiesa que le debe a su madre haber escrito El Evangelista (Galaxia Gutenberg, 2016). Ella se preguntaba, siempre, cómo habría sucedido lo que se cuenta en el Evangelio, la crucifixión de un tal Yeshuah que parece haber existido hasta “el primer día de abril del año decimonoveno de Tiberio”. El nacido en Valladolid en 1958 se entrega, entonces, a la tarea de cumplir un sueño de su madre: hacer la crónica de una historia que siempre es muchas, un cristal roto, una realidad muchas veces contada, cada vez de una manera distinta y que todo mundo cree saber.
Por Luis Felipe Pérez Sánchez
Ciudad de México, 4 de febrero (SinEmbargo).- El Evangelista es la pre-cuela del cristianismo, dice el propio escritor. Sabe que los evangelios se escribieron mucho tiempo después de los hechos y eso implica entregarlo todo a la manera en que se recuerda lo sucedido. Está consciente de las trampas de la memoria y del acomodo de los hechos para justificar una casusa. Le interesaba, por eso, el testimonio de quien hubiera vivido los hechos. Su narrador hace las labores de un historiador o un periodista. Cuenta, con cierto escepticismo pero siempre con cercanía, la historia de una revuelta de judíos que sofocó el imperio romano. El lector se encuentra ante el relato que choca incómodamente contra lo sabido o lo que se cree saber acerca de los Evangelios cobrando vitalidad renovadora.
Flavio Josefo es el único historiador que da testimonio de esta revuelta sucedida en Jerusalén donde se incluya la existencia de este Yeshuah. La novela es un homenaje a Josefo, pero, también, la escritura de este libro es la preocupación ante lo que se puede ver en la actualidad. Es decir, la vuelta de lo inquisitorial, del fanatismo y del discurso que justifica las acciones, incluso si se trata de una masacre, de algo sangriento, de la confusión.
Es una versión de los hechos escrita por un escriba anónimo que sigue la existencia del Visionario, aquel mártir que se convertiría en el estandarte del cristianismo. Destaca en esta crónica la existencia o la relevancia de Iskariot Yehuda, que aparece aquí como el verdadero dirigente de este movimiento sofocado con violencia esa vez. Se pregunta: “¿Habría cambiado algo si hubieran sabido que la revuelta de Jerusalén duraría tres días y dos noches, que la tercera noche Yeshuah el Visionario ya estaría preso y que el cuarto día sería ejecutado? Hoy veo claramente que no, porque creían que su muerte sería fértil y traería más revueltas, a cual mayor. Relataré aquí, por tanto, los hechos que condujeron a su fin para que no se pierdan en el olvido, si es que alguien desea recordar aquellos violentos días de los que fui testigo.”
La mirilla desde donde podemos ver lo sucedido se filtra a través de las cartas que el narrador escribe a su hermano. Se describe distante, pero seducido por los alborotadores que buscan el reino de Dios que los libere de sus opresores. Le interesa distinguir qué es lo que pasa, tanto como al propio Adolfo García Ortega, que suele repetir justamente esta premisa. Pero el escriba también se confunde, duda de sí, se pregunta cuál es el misterio de ese personaje que parece un loco silencioso que en algún momento le exige cumplir con un destino sorprendiéndolo con unas palabras dirigidas a él: “Cumple con tu deber y escribe. Y cuida de que no te persigan por ello, porque ya nadie te protegerá”. Duda porque en algún momento debe espiar para Herodes Antipas. Se hace preguntas acerca de lo que va sucediendo.
LA APUESTA POR ALGO VERÍDICO
El autor de El evangelista apuesta por contar algo verídico, una labor imposible, un acto de comprensión de la historia que se documentó en ese entonces. Parece el gran reto para García Ortega. El escriba, por más que apela a la objetividad, es el testigo en el que se debe confiar. Se convierte en un espía doble. Esa misma posición, sin embargo, le permite dejarnos un relato que cubre varias aristas, penetra en el mundo de Herodes, en el del Prefecto Poncio Pilato, pero también desentraña un tanto la presencia de un personaje como el Iskariot, y nos hace cuestionar su lugar en los hechos: “Te contaré, querido hermano, la historia de Iskariot tal como la aprendí de Simón, vecino suyo en Kefar Nahum hasta que ha estallado esta revuelta y con quien ha pescado incontables veces, noche y día, en las aguas de Kenneret.”
Es una historia que se debe contar como la más objetiva de las subjetividades. El narrador es un testigo que le escribe a su hermano a propósito de unas revueltas que le tocó ver, un aire tremendista que nos muestra a un narrador algo pasmado, siempre necesitando defender lo que él vio, por más inexplicable que parezca. El escriba intenta desmentir las muchas interpretaciones de la presencia en la tierra de El visionario. Esta empresa esconde la esquiva búsqueda de la verdad. El evangelista resume la labor del escritor que no es otra que la de obedecer los caminos de la memoria cuando se confronta con la realidad. Contiene en sí una historia de aventuras, pues las circunstancias resuelven la intriga y nos muestran personajes matizados por la mirada de quien describe con precisión y que, a través de este delinearlos, los hace actuar consecuentemente.
Todas las revueltas acaban en una masacre, ésa es la enseñanza de la historia. La premisa de la que se apropia García Ortega le permite explicar la actualización de una historia. El cuestionamiento renueva la duda a propósito de estos hechos que todo mundo cree saber y de los que todo mundo duda. Quiere ser un escritor que incite con esta novela la duda o la búsqueda del criterio propio. Se inscribe entre los escritores que surgen desde la herida; aquellos hombres que tienen conflicto con el discurso oficial o establecido. La escritura para García Ortega es la posibilidad de explicarse algo a sí mismo por principio, pero, también, que esa pregunta resuelva o explique o interese a otros, a los lectores.