La historia de José Wesley narrada por Felipe Dana muestra a través de fotografías cómo vive una familia cuando a su hijo le es diagnosticado microcefalia.
Por Felipe Dana
RECIFE, Brasil, 4 de febrero (AP) — Conocí a Solange Ferreira en diciembre pasado. Estaba en un hospital, esperando a que los médicos le dijesen si su bebé padecía una enfermedad de la que hablaba todo el mundo en su pueblo, la microcefalia, que hace que los niños nazcan con la cabeza más pequeña de lo normal, otros trastornos y una corta expectativa de vida.
Yo no tenía ninguna duda de que Josesito, nacido en septiembre, se había contagiado de ese mal que muchos expertos asocian con el virus del zika. Su cabeza era demasiado pequeña y su cráneo era casi plano.
«Todos dicen que tiene una cabeza pequeña. No sé qué significa eso», me dijo Ferreira, una empleada de servicio de 38 años, mientras esperaba en un hospital de Caruaru, ciudad del nordeste brasileño próxima a Recife, el epicentro del brote de zika.
Igual que tantas otras madres que entrevisté y fotografié, Ferreira me preguntó qué pensaba. No le dije nada. No quería ser el que acababa con sus esperanzas de que José estuviese bien.
Cuando salió del consultorio del médico me dio la noticia. Había venido sola al hospital con José y era evidente que necesitaba descargarse con alguien. No lloró, pero su tristeza era palpable y parecía en estado de shock. Le pedí su número de teléfono y aceptó que les tomase fotos a ella y a José al día siguiente.
En su pequeña casa de Poco Fundo, a unas tres horas en auto de Recife, la vi sufriendo con el bebé. José gritaba sin parar, la cara se le ponía roja y su cuerpo se tensaba. Darle de comer era una batalla, algo que yo ya había notado observando a pequeños con problemas neurológicos.
Cuando los gritos cobraban tal intensidad que nadie en la casa podía soportarlos, Ferreira colocaba al bebé en un balde. Una enfermera en el hospital le había recomendado esa técnica. Y, efectivamente, el niño pareció calmarse.
«Tuvimos suerte de que nos dijeron lo del balde», manifestó Ferreira.
Editar las fotos esa noche no fue fácil. Muchas de las imágenes mostraban a José sufriendo, pero yo no quería transmitir solo esa imagen del bebé.
Las fotos de José en el balde me impactaron mucho y también a nuestros lectores de todo el mundo. Por eso esta semana decidí visitar a la familia.
Ferreira se había mudado a un sitio que queda a pocas horas, en un pueblo llamado Bonito, mientras que su esposo se quedó en Poco Fundo. Ella dijo que quería estar más cerca de Recife para que José pudiese recibir atención, y marcharse, además, de una zona llena de mosquitos, portadores del virus del zika.
«Si no hubiésemos estado allí, esto no habría sucedido», dijo Ferreira.
En realidad, no hay mucha diferencia entre Bonito y Poco Fundo en relación con los mosquitos y los virus que transmiten: fuera del zika, el dengue y la chikungunya.
José se veía peor todavía. No solo gritaba de manera descontrolada, sino que uno de sus ojos estaba agitado. Ferreira me dijo que en otra visita el médico le había dicho que el niño probablemente se quedaría ciego y paralítico. Había perdido peso y rondaba los cinco kilos, dos menos que antes (bajó de 15 a 11 libras), lo que es una baja alarmante en un bebé que debería estar creciendo. Dependiendo de la gravedad de la enfermedad, algunos niños mueren antes de llegar a la adultez.
Ferreira lloró al contarme que José tal vez nunca podría correr y jugar como sus dos hermanos mayores. Me di cuenta de la magnitud de lo que le estaba sucediendo a Ferreira. No era un problema temporal, un reto que se supera. José necesitará muchos cuidados el resto de su vida.
Cuando me estaba por ir llegó una vecina con un pequeño de la edad de José.
Ferreira miró al niño y sonrió.
«He llegado a pensar que lo que pasa es que los otros chicos tienen cabezas grandes», me dijo, en tono juguetón y triste al mismo tiempo. «José es lo que es normal para mí».