Carolina, una joven atractiva de Ciudad Juárez, lleva una vida cómoda; mientras la ciudad es trastocada por la violencia y la corrupción, ella parece habitar una realidad paralela. ¿Qué pasará cuando su camino se cruce con Vicente, un periodista asignado a cubrir la guerra contra el narco?
SinEmbargo comparte un fragmento del último libro de J. Jesús Esquivel, que retrata a un México que vive al filo y en el que la línea que separa la legalidad de la ilegalidad es tan porosa como aquella que divide a un país del otro.
Ciudad de México, 4 de enero (SinEmbargo).- Carolina, una joven atractiva de Ciudad Juárez, lleva una vida cómoda: el negocio familiar es próspero, sus hermanos mayores la adoran y protegen y todos admiran su belleza. Mientras la ciudad se ve trastocada por la violencia, el narcotráfico y la corrupción, Carolina parece habitar una realidad paralela, entre la candidez y el cinismo. ¿Qué pasará cuando su camino se encuentre con el de Vicente?
Vicente es un periodista que comienza su carrera en un diario de la capital del país. Gracias a su dedicación y su valor para exhibir a funcionarios públicos, es asignado a una misión importante: cubrir la guerra contra el narcotráfico, del presidente Enrique Calderón Nieto, en el norte del país. Al poco tiempo de iniciar su investigación, descubre que el asunto es mucho más grave que una sangrienta disputa entre bandas rivales de criminales y que la red de complicidades y corrupción alcanza al procurador de justicia y al gobernador del estado.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Tu cabello es la frontera, libro de J. Jesús Esquivel, una novela que retrata la vida en la frontera norte y la descomposición política del país; un México que vive al filo de la navaja y en el que la línea que separa la legalidad de la ilegalidad es tan porosa como aquella que divide a un país del otro. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grijalbo.
***
UNO
El médico que asistió su nacimiento le dijo a su madre al colocársela sobre los brazos: “Esta niña va a ser muy traviesa. Tiene unos ojos vivarachos. Le dará muchos dolores de cabeza, señora”. Sus padres le pusieron por nombre Carolina.
Don Alberto Campos Rojas nació en el estado de Zacatecas, fue hijo único; sus padres eran dueños de varios ranchos. El papá de don Beto fue un ganadero de abolengo, muy rico, quien procreó otros hijos con las mujeres de sus peones o con las sirvientas de la Casa Grande, donde vivía con Luisa, su esposa y heredera de vastos terrenos en el estado.
Un día, al regresar de la escuela, Beto —que entonces tendría catorce años más o menos— encontró llorando a su madre. Las lágrimas corrían por las mejillas de Luisa y Beto quiso saber qué pasaba. El rostro de su madre indicaba que algo grave la afligía.
—Nada, hijo, nada. No tengo nada, son achaques de vieja.Beto no le compró el cuento; la conocía bien y sabía que ese llanto debía ser el resultado de algo serio.
Cuando iba rumbo a la cocina a preguntar a una de las mujeres que ayudaban con el quehacer qué había ocurrido en su casa durante su ausencia, escuchó el disparo. El tronido retumbó en el cuarto de su mamá. Llegó como rayo al recinto y la encontró en el suelo, al pie de la cama. Su madre se había dado un tiro en la sien con la pistola del marido. Al levantar el cuerpo inerte, Beto reparó en la nota: “Eres un puerco, un hombre asqueroso sin límites, te miré cuando te revolcabas en la caballeriza con la hija de Margarita. ¿Acaso no sabes que esa muchacha es también hija tuya? Maldito desgraciado; prefiero el infierno antes que seguir viviendo contigo”.
Beto sintió un dolor agudo en el vientre mientras apretaba con rabia infinita la nota que había dejado escrita su madre antes de suicidarse. Al alzar la vista, miró a su padre recargado en el marco de la puerta. Su rostro tenía una mueca de incredulidad y coraje.
—¿Qué hizo la bruta de tu madre? ¡Se mató con mi pistola! Beto no dijo nada, guardó el pedazo de papel en el bolsillo del pantalón y levantó en brazos el cuerpo sin vida de su progenitora.El velorio y el entierro de Luisa fueron lo último que vivió Beto en Zacatecas. El mismo día de las exequias y sin volver a intercambiar palabra con su padre, se fue de la Casa Grande con cien pesos en la bolsa y la ropa de luto que se había puesto para despedirse de su madre en el panteón. Al llegar a la terminal camionera se subió al primer autobús que se topó de frente, sin leer ni poner atención al letrero del destino final. Fue así como en 1954 Alberto Campos Rojas llegó a Ciudad Juárez, Chihuahua.
Maura Robles Hinojosa, Maurita, sabía que sus papás eran de Durango. Toda su familia estaba regada por ciudades de la frontera norte de México. Tenía primos en Tamaulipas, Sonora, Nuevo León y, por supuesto, Chihuahua.
A Maurita sus padres la llevaron a vivir a Ciudad Juárez cuando tenía cinco años. Ella se consideraba una juarense cien por ciento. Allí, en esa siempre extraña pero amada ciudad, pasó su niñez y estaba en plena adolescencia cuando conoció a Beto. Se encontró con él un día de marzo en el mercado municipal. Ella acababa de cumplir diecisiete años cuando se miró por primera vez en esos ojos verdes que no dejaban de observarla desde que estaba comprando el recaudo en uno de los puestos. A partir de ese momento se sintió una mujer completa, que deseaba ser amada por ese hombre que la miraba con embeleso y ternura.
Desde pequeña, Maurita sabía leer lo que decían las miradas de las personas. “Esta niña tiene un don, adivina las cosas”, le dijeron a su madre varias de sus comadres cuando se enteraron de que ella supo un día antes que su tío Martín moriría atravesado por las navajas de los bandidos que le robaron la cartera al salir del trabajo. Se lo advirtió a su mamá y a su tío, pero la tomaron por loca y no le creyeron.
—Cállate, Maura, no seas ave de mal agüero —le gritó su padre, que escuchó la premonición.
Ese día en el mercado Beto le dijo que le permitiera ayudarla con la canasta. Maura aceptó al instante. El galán —porque Beto era galán: blanco, fornido, ojo verde, y olía muy bien, a colonia fina— le contó que trabajaba como ayudante en un taller mecánico y que estaba ahorrando para comprarse un carro. Maurita supo en ese mismo instante que había encontrado marido; que Beto era trabajador, honrado y bueno; que con ese hombre tendría siete hijos y una vida larga de matrimonio.
El calor seco de Juárez no hizo mella en el porte de Maurita mientras caminaba del brazo de Beto a sólo minutos de haberlo conocido. Tenía una figura envidiable y, aunque siempre vestía muy recatada —faldas abajo de la rodilla y blusas cerraditas hasta el cuello—, su caminar era un oleaje prometedor. Beto ni siquiera se fijó en ello. De Maurita le atrajo su rostro y su cabello. Tenía ojos negros, nariz respingada y unos labios que daban ganas de mordisquearlos. Su cabello era una enredadera azabache de la que quedó prendado apenas la hubo rozado levemente con los dedos. A los tres meses de aquel encuentro en el mercado, Maurita y Beto se casaron por la iglesia y el civil.
A los cuarenta años de don Beto y a los treinta y nueve de doña Maurita, nació Carolina, en un hospital particular. Don Beto era dueño de tres talleres de reparación de motores de automóviles y motocicletas ubicados en la avenida 16 de Septiembre, a orillas del mercado de Los Cerrajeros. Tenía dinero suficiente para pagar los gastos médicos de un parto en un sanatorio particular y no arriesgar a su mujer a que pariera en una de las clínicas de gobierno, que dan mal servicio y siempre hacen cesáreas a las mujeres parturientas, aunque no lo necesiten.
Carolina era la adoración de su padre y de Maurita, aunque el carácter siempre huraño de ésta le impedía demostrarle a su hija, la última de los siete que tuvo, lo mucho que la amaba. El médico que la vio nacer no se equivocó: los ojillos color miel de Carolina eran un punto de atracción y de cautiverio. Su madre le ponía vestidos cuyas tonalidades la ayudaran a resaltar el color de los ojos. De don Beto, la niña heredó el tono de piel; de Maurita la nariz, los labios gruesos y la mata de pelo que le serpenteaba ondulada por la espalda hasta la cintura. Carolina era una niña bonita, una güerita de las pocas que había y nacían en Ciudad Juárez.
Desde su casa, ella y sus seis hermanos —cuatro hombres y dos mujeres— estaban acostumbrados a ver caminar por las calles polvorientas de su tierra a hombres y mujeres que con sus miradas parecían hacer preguntas que ellos no sabían cómo responder. Durante la infancia de Carolina, Ciudad Juárez fue un pueblo grande, tranquilo, punto de paso para miles de personas que llegaban de cualquier zona de México a buscar empleo por unos cuantos días hasta familiarizarse con el lugar, juntar el dinero necesario para pagar los coyotes o polleros a fin de cruzar como indocumentados la frontera, llegar a El Paso y de ahí irse a cualquier otra ciudad de ese país que ofrecía dólares.
La casa que don Beto construyó para Maurita y sus hijos era grande. Al frente contaba con un patio amplio en el que había una pileta con cuatro lavaderos que ya no se usaban. En el inmueble de una planta había cinco habitaciones, dos para los cuatro hombres, dos para las tres mujercitas y la recámara matrimonial.
Roberto y Javier, los hermanos mayores de Carolina, dormían en una habitación, Luis y Pedro en otra, Angélica y Sara en otra, y Carolina, por ser la más pequeña y consentida del papá, era dueña del cuarto grande de la casa. Desde que salió del sanatorio, a Carolina la instalaron en la recámara matrimonial. Cuando cumplió un año, sus padres le cedieron el trono y se mudaron a la habitación que originalmente le habían asignado. Angélica y Sara la odiaban por eso y por todas las deferencias que tenía su padre para con aquella güereja.
La diferencia de edad entre Roberto y Carolina era de veinte años, y su hermano mayor la trataba como a la princesa de la casa. —Es más bonita que ustedes, pinches mugrosas —decía Roberto a Sara y a Angélica, simplemente para hacerlas enojar. Roberto se divertía con los celos que le tenían sus otras hermanas a Carolina. Angélica era cuatro años mayor que ella, y Sara, tres.
La escuela primaria Alfonso Reyes estaba a unas cuadras de la casa de la familia Campos Robles; ahí estudiaron sus hermanos mayores, y ahí estudiaban sus hermanas cuando Carolina ingresó al primer grado. Sus hermanas caminaban para ir al colegio, Carolina no. Don Beto la llevaba en su troca Chevrolet color rojo.
—No conoce muy bien el camino. ¿Qué tal si se la lleva el señor del costal? —explicaba a sus dos hijas mayores, quienes refunfuñando aceptaban la discriminación a cambio del billete de diez pesos que su padre les daba a escondidas de Maurita. Don Beto amaba a todos sus hijos, pero Carolina era su preferida. La mirada traviesa y misteriosa de su hija menor le recordaba la de su propia madre durante los momentos felices que vivió en el rancho de Zacatecas, del que nunca hablaba ni con su mujer.
—Tienes los ojos de tu abuelita Luisa. Si me das un beso te digo un secreto y te doy un caramelo.
—¿De verdad, papi? —le decía Carolina a don Beto antes de que la levantara en brazos para que le diera el beso.
—Tus ojitos son más bellos que los de tu abuelita Luisa. Ella nos mira desde el cielo y se va a enojar y a ponerse celosa, pero se le quitará si me das otro besito.Don Beto siempre llevaba dulces en los bolsillos; decía que los angelitos se los colocaban allí para que él se los entregara a la niña más bonita de todo Ciudad Juárez: Carolina. Por igual, Angélica y Sara recibían golosinas, pero no por darle besos a su padre, sino por lavar los trastes sucios, barrer o servirles las sobras de la comida a los perros.
Doña Maurita siempre tenía perros en la casa, cuatro o cinco. Los canes eran huéspedes escuálidos y pasajeros; los recogía de la calle y por el mismo lugar por el que llegaban desaparecían el día menos pensado. La excepción fue Pistolero, un pastor alemán que le dieron a don Beto, desde cachorro, unos jóvenes como pago por la reparación del motor de una motocicleta. Pistolero, como su dueño, era fiel adorador de Carolina y la seguía a todas partes. Por eso, en las tardes, cuando la niña regresaba de la escuela y salía a jugar al patio, a Maurita no le daba congoja. Pistolero la tenía vigilada y no permitiría que ningún desconocido se le acercara. Incluso, el guardián les ladraba a Angélica y a Sara cuando molestaban a la niña. A Sara le aventó un mordisco una vez que hizo llorar a Carolina porque le arrebató un juguete.
Desde que Carolina aprendió a caminar y hablar, a su madre le intrigó que su hija prefiriera estar cerca de sus hermanos y no de Angélica y Sara. Deseaba jugar con sus hermanos a los balazos, como lo hacían los vaqueros en las películas que su papi veía en la televisión. Le fascinaban los dompes amarillos de lámina de la marca Tonka que vendían solamente en el otro lado y que seguramente habían pertenecido a sus hermanos. Los encontró en el cuarto de los trebejos que estaba en la huerta. En la caja de carga de esos vehículos Carolina cabía muy bien, sentadita. Sobre ellos, cuando estaban de buenas, Luis o Pedro la paseaban por el patio tirando del Tonka con un lazo. En más de una ocasión el poderoso dompe con Carolina como carga se estrelló contra las macetas de geranios y rosas que Maurita tenía por todo el patio de la casa.
—Te vas a volver machorra —le gritaba Pedro cuando su hermanita le proponía agarrar una de las pistolas de plástico para batirse a tiros.
Como la casa de la familia Campos Robles se encontraba a media altura del Cerro del Indio, los siete hijos de don Beto y Maurita, parados en el patio de su casa, podían ver a lo lejos Estados Unidos. La ciudad de El Paso les quedaba justo de frente, y desde su punto de observación miraban miles de automóviles dirigirse hacia el norte y hacia el sur, sobre la carretera interestatal número 10 que se encuentra a unos metros del río Bravo que divide a México de Estados Unidos y a Ciudad Juárez de El Paso. Sin embargo, los hijos de don Beto y doña Maurita no sentían la menor atracción por Estados Unidos y menos por El Paso. Como juarenses y fronterizos, tenían mica o tarjeta de migrantes, con la cual los agentes aduanales gabachos de los puentes internacionales les permitían ingresar a El Paso. Entrar y salir de Estados Unidos el mismo día para ir de compras o a comer era para la familia Campos Robles como ir al centro de Juárez por la mañana y regresar a su casa por la tarde.
A Carolina, cuando su madre la llevaba de la mano caminando a El Paso, lo que le gustaba de Estados Unidos eran los vestidos blancos que veía en las tiendas y los helados sabor vainilla de a veinticinco centavos de dólar que doña Maurita le compraba en el McDonald’s antes de cruzar de regreso a casa por el Puente Santa Fe-Paso del Norte. Para los Campos Robles, Estados Unidos era su patio de enfrente; les valía madre que los gabachos y su gobierno consideraran a Juárez y todo México como su patio trasero.
De entre los siete hijos de doña Maurita, la menor era la más extrovertida. La mirada de Carolina la hacía distinta. Su belleza y color de piel eran la envidia de Angélica y Sara y motivo de pleito con sus compañeras de clase en la escuela Alfonso Reyes. Desde que ingresó a la primaria, a Carolina le surgieron enemigas.
Los lunes, cuando a las 9:15 de la mañana se rendía homenaje a la bandera y Carolina estaba formada en la fila de mujeres correspondiente a su salón, era víctima de pellizcos y jalones de cabello. No lloraba; se aguantaba pese a que los ataques eran constantes. Sabía que si flaqueaba se burlarían de ella. En su salón tenía pocas amigas; Mireya, su compañera de banca, posiblemente era la única. Fue Mireya quien le confesó que Leticia, una niña flaca y larguirucha, era la que le jalaba el cabello y ordenaba que le dieran pellizcos.
—Dice Leticia que tienes ojos de lagartija y cabello de bruja blanca —le reveló Mireya.
Ese día, al llegar a casa, Carolina se encerró en su cuarto y se soltó a llorar. Le fue imposible soportar que dijeran que tenía ojos de lagartija, esos animalitos feos que veía esconderse y correr sobre las bardas de las casas de adobe que había por su barrio. No asimilaba que tuviera el pelo de bruja blanca. Las brujas que había visto en la televisión no lo tenían como ella. Estuvo llorando y haciendo pucheros metida en su habitación hasta que escuchó el llamado de su madre para ir a comer.
La hora de la comida en casa de los Campos Robles era sagrada. Don Beto llegaba en punto de las tres de la tarde y Maurita tenía lista la mesa al momento que entraba a casa su marido. Los cuatro hijos varones de don Beto llegaban con él; montados en sus motocicletas, Roberto y Javier, los mayores, lo escoltaban, mientras él viajaba en su troca roja con Luis y Pedro. Roberto y Javier habían desertado hacía unos años de la escuela. Roberto no terminó la preparatoria; Javier sí, pero no quiso entrar a la universidad. Cada uno tenía a su cargo uno de los tres talleres que poseía su padre. Don Beto se ocupaba del taller grande, adonde Luis y Pedro iban a trabajar cada tarde al terminar las clases de la prepa.
El ambiente a la hora de la comida era ameno. Don Beto contaba lo que acontecía en las calles alrededor de sus talleres. Estaba al tanto de los chismes y rumores que corrían como agua por los puestos de Los Cerrajeros. No se necesitaba un periódico para enterarse de lo que pasaba en la ciudad; con sentarse un rato a platicar con el dueño del puesto vecino era suficiente. Aunque el nombre del mercado hacía honor a la verdad, pues ahí había cerrajeros, era un lugar donde se vendía de todo, legal o ilegalmente.
Alberto Campos Rojas nunca llegaba a casa embarrado de aceite o de grasa. Pese a ser un gran mecánico, llevaba varios años de no ejercer el oficio; ahora sólo se encargaba de administrar sus talleres, que le dejaban bastante dinero. Además de sus hijos mayores, tenía once trabajadores que se encargaban de las reparaciones de los motores. A sus hijos menores y a sus tres hijas, don Beto les preguntaba a la hora de la comida por su día en la escuela.
A Maurita, en voz alta siempre, le decía que era la mujer más guapa y la mejor cocinera de todo el norte. Recatada a más no poder, su mujer se sonrojaba y nunca respondía a los piropos.Al terminar de comer, don Beto se sentaba en el sofá a leer el periódico de la tarde; el matutino lo había leído en su taller. Maurita hacía los menesteres de limpieza, junto con Angélica y Sara, y Carolina se ponía cerca de su papá a hacer la tarea. Sus hermanos se encerraban a descansar porque a las cuatro y media de la tarde debían salir de regreso a los talleres.
La misma tarde que Mireya le confesó quién era su agresora anónima, Carolina se levantó de la sala y le preguntó a su papá si existían las brujas blancas.
—Ni blancas, ni negras ni azules. Sólo existen las princesas hermosas como tú.
—¿Estás seguro de que no existen, papi?
—Segurísimo. No creas todo lo que ves en la televisión.Como la respuesta de su papá sobre la inexistencia de las brujas no le fue suficiente, la niña se dirigió a la habitación de sus hermanos mayores.
—¿Que onda, güerita? —dijo Roberto apenas la vio entrar.
—En mi salón hay una niña que me pellizca, me jala el cabello y me dice que tengo ojos de lagartija y que soy una bruja blanca. Javier y Roberto tuvieron ganas de soltar una carcajada, pero se aguantaron; sabían que de lo contrario provocarían el llanto de su hermanita y un drama familiar.
—Güerita, acompáñanos a la huerta —le pidió Roberto, mientras le guiñaba un ojo a Javier para que los siguiera.
—Te vamos a enseñar a pelear para que esa niña… ¿cómo se llama?
—Leticia.
—… Leticia —repitió Roberto— nunca más se meta con Carolina Campos Robles, la güera más bonita de Juárez. Tú no le vas a dar de pellizcos ni a desgreñarla, ¿verdad, Javier? Carolina, tú le vas a dar en la madre.
Carolina había escuchado en las calles de su barrio que a sus hermanos, pero en especial a Roberto, le tenían miedo los muchachos de la colonia y los del centro de Juárez. Su hermano mayor era alto y fornido; también Javier, aunque no tanto como Roberto. Javier se paró frente a Roberto con los puños cerrados y se puso en guardia; sabía cuál era el siguiente paso de la lección que le impartirían a su hermana.
—Con el puño bien apretado le vas a pegar en la cara duro y sin miedo, así —dijo Roberto al tiempo que le soltaba un golpe a Javier, que lo recibió en plena boca.Su hermano lanzó un escupitajo con sangre.
—Y si con ese trancazo no la haces llorar e intenta pegarte, rápidamente con la misma mano le das otro puñetazo, pero ahora en la nariz, así. Al recibir el segundo golpe de Roberto, Javier cayó de nalgas contra el suelo y la sangre comenzó a manar de su rostro de forma efusiva. Roberto agarró una toalla que estaba colgada en uno de los tendederos y se la aventó a Javier para que se limpiara.
—Así es como le tienes que dar en la madre a esa Leticia. Mañana cuando salgas de clases te le acercas y le das cuando estén en la calle. Las maestras no podrán castigarte y verás que nadie volverá a meterse contigo en la escuela.
—Si no entiende con eso, nos avisas. Hay otras maneras de enseñarle que no se debe meter contigo —terció Javier, que continuaba limpiándose la sangre que le chorreaba de la nariz. Esa noche Carolina se fue a dormir pensando que se convertiría en la niña más temida y poderosa de la escuela.
La jornada escolar del día del asalto fue una de las más largas para Carolina. En varias ocasiones durante la clase y a la hora del recreo miró a su enemiga, que siempre estaba rodeada por tres o cuatro compañeras. A la una en punto, Carolina fue la primera en dejar el salón. Tomó sus útiles, que acomodó dentro de la mochila de cuero, y se dispuso a esperar a su víctima a unos pasos de la reja de la escuela, junto a los vendedores de paletas heladas y chicharrones de harina con chile y limón.
Cuando Leticia salió, Carolina llevaba un par de minutos con los puños listos para el ataque. Como si supiera que tenía una cita con el destino, Leticia se dirigió a Carolina.
—No soy bruja blanca ni tengo ojos de lagartija, pinche flaca fea —le gritó Carolina, al momento de lanzarle un puñetazo que se estrelló directamente en la nariz de Leticia.La niña agredida sintió el calorcito de la sangre que comenzaba a escurrirle por la nariz y, antes de que pudiera reaccionar, recibió otro golpe en el mismo lugar.
—Esto les va a pasar a todas las que se metan conmigo —sentenció Carolina ante las miradas de sorpresa y miedo de sus compañeras de clase que atestiguaron la riña, rápida y breve.
Dueña del momento, Carolina se dio la vuelta y comenzó a caminar por la calle rumbo a su casa. Cuando faltaba una cuadra para llegar a su destino, la alcanzaron Angélica y Sara, que venían andando muy aprisa.
—¿Que le acabas de sacar sangre de la nariz a una niña de tu salón? —preguntó Sara.
—Sí. Javier y Roberto me enseñaron a pelear para romperles la madre a las que se metan conmigo. Así les va a pasar a ustedes si me siguen molestando, ya les dije, cabronas.
Las tres hermanas caminaron juntas en silencio. Carolina iba feliz; sabía que en adelante ya no sería la princesa sino la reina de su casa y la jefa de sus compañeras de clase. Carolina Campos Robles tenía siete años la primera vez que impuso su ley a golpes.
La hazaña a la salida de la escuela fue tema de conversación ese día en su casa a la hora de la comida y por la noche durante la merienda. Don Beto le dijo que las princesas no golpeaban niñas.
—Pero te tienes que defender e hiciste bien —matizó.
—¡Beto, a quien debes regañar es a estos cabrones de Roberto y Javier, ellos la aconsejaron! Si de por sí parece machorra, ahora que anda golpeando niñas va a querer ser boxeadora —reclamó doña Maurita, y provocó la risa de toda la familia. Discretamente, Maurita buscó la mirada de su hija pequeña, y al cruzarse con ella le cerró el ojo izquierdo en señal de complicidad.
Desde aquel día, nadie en la escuela volvió a meterse con Carolina, hasta los niños la veían con temor y recelo. La destreza de Carolina para tirar golpes se fue perfeccionando. De vez en cuando jugaba con Luis y Pedro al box. Sus hermanas la mantenían a distancia; la consideraban una mocosa entrometida a quien podían someter si era necesario.
A Sara y Angélica, que eran bastante unidas, les gustaba leer Tú, una revista de farándula que estaba de moda. Angélica guardaba con sumo cuidado y en orden cronológico las revistas en la cajonera de su habitación. Sobre ese mueble estaba la grabadora en la que ella y su hermana escuchaban casetes con la música pop del momento. Sus cuatro hermanos eran rockeros, lo mismo que Carolina. A Roberto le gustaba el rock clásico de Estados Unidos y un poco del rock en español. De cuando en cuando, Javier regañaba a Angélica y Sara por andar leyendo chismes de celebridades y escuchar música pop.
—Es música de chilangos; ustedes son norteñas, no chilangas —las aleccionaba Javier.
Como reina de su hogar, Carolina se creía con derecho a todo. En distintas ocasiones, cuando sus hermanas no se encontraban en casa, entraba a su habitación para ojear las revistas. Carolina no sabía qué quería decir la palabra chilango, pero varias veces había escuchado a sus hermanos tildar de chilangas a Angélica y Sara por escuchar canciones de Emmanuel. En su
casa había discos y casetes de Juan Gabriel, cantante pop, pero, por alguna razón que ella no entendía, sobre Juanga —como le decían sus hermanos y sus papás— no se hacían comentarios negativos ni críticas. Sus padres ponían música de Juan Gabriel y ella se sabía de memoria dos o tres temas.
Carolina quiso modificar el gusto musical de sus hermanas. Se propuso hacerlas rockeras para que ya no fueran chilangas. Con unas tijeras, recortó las cintas de los casetes de Emmanuel y de otros artistas. Así la encontraron Angélica y Sara en su cuarto. Sara pegó un alarido que se escuchó por toda la casa.
—¡Chavala pendeja! —le gritó Angélica, que, sin pensarlo, se le abalanzó.
Fue tan repentino el ataque que Carolina no pudo esquivar la cachetada. El ardor en la mejilla la encolerizó y por instinto de sobrevivencia levantó las tijeras.
—Te las entierro en la panza si me vuelves a pegar, cabrona.Angélica miró a los ojos a su hermana menor y percibió un brillo que le enchinó la piel. Sabía que aquella chiquilla no dudaría en clavarle las tijeras. Sara, que se había puesto a recoger los pedazos de cinta, reaccionó como nunca pensó hacerlo.
—Déjala, lo que no sabe esta pendeja es que está maldita —dijo.
Angélica volteó a verla, sorprendida. Carolina se sintió desconcertada. ¿Maldita? ¿Por qué?
—Tiene la marca del diablo en la cola —agregó Sara.Angélica sonrió y con rabia le gritó a Carolina:
—Sí, llevas la marca del diablo. ¿Se te olvidó? La tienes desde que naciste.
Impotente, Carolina tiró al suelo las tijeras y salió corriendo de la habitación de sus hermanas. Se encerró en el cuarto de sus padres y se bajó el calzón. La marca del diablo, en efecto. En la nalga izquierda tenía un lunar de mancha, negro, grande. La marca del diablo, como le pusieron sus hermanas a ese distintivo natural que tenía de nacimiento. No había manera de defenderse, lo tenía ahí, en la cola. Vencida, se sentó sobre la cama y se quedó mirando de frente el espejo de luna del enorme ropero.
Había perdido la batalla, pero no la guerra. A partir de ese día Carolina comenzó a elucubrar cómo sacarle ventaja a la marca del diablo. La tenía, cierto, pero la cola siempre la traía tapada con los calzones. Era una marca secreta.
En el colegio Carolina jamás destacó por conseguir buenas calificaciones. Las cuatro maestras y dos maestros que tuvo en los seis años de educación básica se extrañaban de que su alumna saliera tan mal en los exámenes. Era una niña lista y atenta en las clases. Eso sí, nunca quería leer en voz alta, se rehusaba y cuando era obligada a hacerlo delante de sus compañeros terminaba llorando. De primero a sexto año de primaria, nunca completó una sola lectura. Ni siquiera llegaba a la mitad cuando ya estaba llorando. Como era inteligente e hija de una de las familias pudientes de la colonia, sus profesores y profesoras le condonaron las malas calificaciones; por ello obtuvo el certificado de primaria.
El día que Carolina cumplió diez años, doña Maurita la llevó a la iglesia del Rosario, que se encontraba a unas cuantas cuadras de su casa. La señorita Azucena, catequista de la iglesia, las recibió con una sonrisa. Carolina era popular en toda la colonia. La güerita del pelo color de oro, le decían algunos…