Lo más valioso de Elizabeth Strout es la sutileza con que explora los recovecos de la condición humana, ha dicho Fernando Aramburu. “Esta mujer que tanto me ha dado llenando mis horas de insomnio”, afirmó Elvira Lindo. Todo es posible, la nueva novela de Elizabeth Strout, es un retrato único y compasivo de las debilidades humanas. Aquí, el primer capítulo.
Ciudad de México, 3 de noviembre (SinEmbargo).-Una famosa escritora vuelve al Medio Oeste americano, a la ciudad de su infancia, y desencadena una serie de historias narradas por aquellos que la conocieron: recuerdos de soledad y condescendencia, sutiles y poderosos sentimientos y el siempre creciente abismo entre el desear y el tener.
Fragmento de Todo es posible, de Elizabeth Strouth, con autorización de Océano
LA SEÑAL
Tommy Guptill había tenido una vaquería en su día, que había heredado de su padre y estaba a unos tres kilómetros del pueblo de Amgash, Illinois. Ya hacía muchos años de eso, pero por las noches Tommy aún se despertaba a veces con el miedo que había tenido la noche que su granja había ardido hasta los cimientos. La vivienda también había sido pasto de las llamas; el viento había llevado chispas a la casa, que no estaba lejos de las cuadras. Había sido culpa suya –siempre pensaba que la culpa era suya–, porque aquella noche no había comprobado que las ordeñadoras mecánicas estuvieran bien apagadas, y allí fue donde se originó el fuego. En cuanto prendió, arrasó la vaquería entera. Lo perdieron todo, salvo el marco de bronce del espejo del salón, que encontró entre los escombros al día siguiente y dejó donde estaba. Se organizó una colecta: durante varias semanas sus hijos fueron al colegio con la ropa de sus compañeros de clase, hasta que él pudo recomponerse y reunir el poco dinero que tenía; vendió las tierras al granjero vecino, pero no sacó mucho por ellas. Luego, él y su esposa, una mujer bonita y menuda que se llamaba Shirley, se compraron ropa nueva. Él también compró una casa, y Shirley mantuvo la moral admirablemente alta mientras todo aquello sucedía. Habían tenido que comprarse la casa en Amgash, que era un pueblo destartalado, y sus hijos fueron al colegio ahí en vez de en Carlisle, donde iban antes, dado que su vaquería estaba justo en la frontera entre los dos pueblos. Tommy empezó a trabajar como conserje en la escuela de Amgash; la estabilidad del empleo lo atraía, y jamás podría trabajar en una granja ajena: no se sentía con ánimos para eso.
Tenía treinta y cinco años por aquel entonces.
Ahora sus hijos eran mayores, con hijos propios que también eran mayores, y Shirley y él seguían viviendo en su casita; ella había plantado flores alrededor, lo que era poco corriente en ese pueblo. Tommy se había preocupado mucho por sus hijos en la época del incendio; habían pasado de que su casa fuera un lugar al que el colegio iba de excursión –todos los años en primavera los alumnos de quinto curso del colegio de Carlisle iban a pasar el día allí; comían al aire libre en las mesas de madera próximas a las cuadras y luego entraban para ver cómo los hombres ordeñaban las vacas y el espumoso líquido blanco subía y circulaba por encima de ellos en los tubos de plástico transparente– a tener que ver a su padre como al hombre que pasaba la escoba por el «polvo mágico» que se echaba sobre el vómito de algún niño que había devuelto en los pasillos, vestido con su pantalón gris y una camisa blanca que llevaba «Tommy» cosido con hilo rojo.
Bueno. Todos habían superado el bache.
* * *
Esa mañana Tommy iba a hacer recados al pueblo de Carlisle conduciendo despacio; era un soleado sábado de mayo y solo faltaban unos días para que su mujer cumpliera ochenta y dos años. Había campos por doquier, con el maíz recién sembrado, y también la soja. Algunos seguían marrones, pues los habían arado a fondo para sembrarlos, pero sobre todo el cielo era azul y despejado, con unas pocas nubes blancas dispersas cerca del horizonte. Tommy pasó junto al letrero de la carretera que señalaba la casa de los Barton; aún ponía costura y arreglos, aunque la mujer, Lydia Barton, que cosía y arreglaba ropa, había muerto hacía muchos años. Los Barton habían sido unos marginados, incluso en un pueblo como Amgash, debido a su extrema pobreza y excentricidad. Ahora, el hijo mayor, un hombre llamado Pete, vivía solo en la casa, la hija mediana residía dos pueblos más allá y la menor, Lucy Barton, había huido hacía muchos años y había acabado viviendo en Nueva York. Tommy había pensado mucho en Lucy. En todos los años que se había quedado después de las clases, sola en un aula, desde cuarto hasta el final de secundaria; había tardado varios años en tan siquiera atreverse a mirarlo a los ojos.
Tommy estaba pasando ahora por la zona donde antes tenía la vaquería –ya solo había campos, no quedaba ni rastro de ella– y pensó, como a menudo hacía, en su vida de esa época. Había sido una buena vida, pero no lamentaba lo que había sucedido. No era propio de él lamentarse, y la noche del incendio –atenazado por un miedo incontrolable– comprendió que lo único que importaba en el mundo eran su mujer y sus hijos, y pensaba que las personas vivían toda la vida sin tener eso tan presente ni tan claro como él. En su fuero interno, veía el incendio como una señal de Dios para aferrarse bien a ese regalo. En su fuero interno, porque no quería que lo tuvieran por un hombre que buscaba pretextos para una tragedia; y no quería que nadie, ni tan siquiera su amada esposa, pensara que haría tal cosa. Aquella noche había sentido, mientras su mujer estaba con sus hijos junto a la carretera –él los había sacado rápidamente de casa cuando vio que las cuadras estaban ardiendo–, al ver las enormes llamas ascendiendo hacia el cielo nocturno y oír los espantosos mugidos de las vacas agonizando, había sentido muchas cosas, pero fue justo cuando el techo de su casa se desplomó y cayó entre las cuatro paredes, de lleno sobre las habitaciones y el salón de debajo, donde estaban las fotografías de sus hijos y sus padres, al ver eso, había sentido –de forma innegable– lo que solo podía pensar que era la presencia de Dios, y comprendió por qué los ángeles siempre se representaban con alas, porque lo había sentido –el sonido de un aleteo, o ni tan siquiera un sonido–, y había sido como si Dios, que no tenía rostro, pero era Dios, se apretara contra él y le comunicara sin palabras –en un brevísimo instante– un mensaje que Tommy entendió que era: Está bien, Tommy. Y Tommy había comprendido que estaba bien. Estaba más allá de su entendimiento, pero estaba bien. Y lo había estado. A menudo pensaba que sus hijos eran más compasivos por haber debido ir al colegio con niños que eran pobres y no de hogares como el que ellos habían tenido. Sentía la presencia de Dios desde entonces, a veces, como si un color dorado estuviera muy cerca de él, pero ya no volvió a sentirse visitado por Dios como esa noche, y sabía demasiado bien qué pensaría la gente, y por eso se llevaría con él a la tumba la señal de Dios.
Aun así, en una mañana de primavera como esa, el olor de la tierra le recordó los olores de las vacas, la humedad de sus ollares, el calor de sus vientres y sus cuadras –tenía dos–, y se permitió cavilar sobre retazos de escenas que le venían a la mente. Quizá porque acababa de pasar por delante de la casa de los Barton, pensó en el hombre, Ken Barton, que había sido el padre de aquellos pobres niños tristes y había trabajado para él a temporadas, y luego pensó –como hacía más a menudo– en Lucy, que se había ido para estudiar en la universidad y había acabado en Nueva York. Se había hecho escritora.
Lucy Barton.
Al volante, Tommy negó ligeramente con la cabeza. Sabía muchas cosas después de haber sido conserje en ese colegio durante más de treinta años; sabía de alumnas embarazadas, madres alcohólicas y cónyuges infieles, pues oía a los alumnos hablar de esos temas en los corrillos que formaban en los baños o cerca de la cafetería; en muchos aspectos, él era invisible, lo sabía. Pero Lucy Barton le había preocupado más que nadie. Ella, su hermana Vicky y su hermano Pete habían sufrido las crueles burlas de los otros alumnos, y también de algunos de los profesores. No obstante, como Lucy se había quedado después de clase tan a menudo durante tantos años, sentía –aunque ella no hablaba casi nunca– que la conocía mejor que a sus hermanos. Una vez, cuando Lucy estaba en cuarto curso, fue durante su primer año de conserje, Tommy había abierto la puerta de un aula y la había encontrado acostada en tres sillas puestas juntas cerca de los radiadores, con su abrigo por manta, durmiendo a pierna suelta. Se había quedado mirándola, viendo cómo el pecho se le movía ligeramente al respirar, le había visto las ojeras, las largas pestañas como diminutas estrellas titilantes, pues tenía los párpados húmedos como si hubiera estado llorando antes de dormirse, y había retrocedido despacio, haciendo el menor ruido posible; le había parecido casi indecoroso sorprenderla así.
Pero una vez –recordó ahora– ella debía de estar en bachillerato y él entró en el aula y la encontró dibujando con tiza en la pizarra. Lucy paró en cuanto lo vio.
–Sigue –dijo él.
En la pizarra había un dibujo de una enredadera con muchas hojitas. Lucy se apartó de ella y después, de repente, le habló.
–He roto la tiza –explicó. Tommy le dijo que no pasaba nada–. Lo he hecho a propósito –añadió ella, y una sonrisita asomó a sus labios antes de apartar la mirada.
–¿A propósito? –preguntó él, y ella asintió, con la misma sonrisita. Así que Tommy fue a coger una tiza, entera, la partió por la mitad y le guiñó un ojo. En su recuerdo, ella casi se había reído–. ¿La has dibujado tú? –preguntó, señalando la enredadera con las hojitas.
Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta. Pero ha- bitualmente solo estaba sentada en un pupitre leyendo, o haciendo los deberes, él veía que hacía eso.
Se detuvo en una señal de stop y dijo, las palabras en voz baja, hablando solo: «Lucy, Lucy, Lucy B. ¿Dónde te fuiste, cómo huiste?».
Tommy sabía cómo. En la primavera de su último curso, la había visto en el pasillo después de clase y ella le había dicho, con una candidez que lo sorprendió y sus ojos como platos: «¡Señor Guptill, voy a estudiar en la universidad!». Y él había respondido: «Oh, Lucy. Eso es estupendo». Ella le había dado un abrazo; no lo soltaba, así que él también la abrazó. Siempre recordaba ese abrazo, por lo delgadísima que estaba; le notó los huesos y los pequeños pechos, y porque más adelante se preguntó cuánto, o cuán poco, habrían abrazado a aquella muchacha.
Tommy pasó la señal de stop y entró en el pueblo; un poco más adelante había un hueco para aparcar. Dejó el coche ahí, bajó y entrecerró los ojos por el sol.
–Tommy Guptill –gritó un hombre, y cuando Tommy se volvió vio a Griff Johnson acercándose con su característica cojera, pues Griff tenía una pierna más corta que la otra y ni tan siquiera su zapato con alza podía evitar que cojeara. Griff tenía un brazo extendido, listo para un apretón de manos.
–Griffith –dijo Tommy, y estuvieron un buen rato estrechándose la mano, mientras los coches pasaban despacio junto a ellos por la calle Mayor.
Griff era el agente de seguros del pueblo y se había portado muy bien con Tommy; al enterarse de que no había asegurado la granja por su valor, Griff había dicho: «Te he conocido demasiado tarde», lo que era cierto. Pero Griff, con su cara afable, y ahora su gran barriga, seguía portándose bien con Tommy. De hecho, Tommy no conocía a nadie, pensó, que no se portara bien con él. Mientras un suave viento soplaba alrededor de ellos, hablaron de sus hijos y nietos; Griff tenía un nieto que estaba enganchado a las drogas, lo que Tommy pensaba que era una pena, y solo escuchó y asintió, mirando de vez en cuando los árboles que bordeaban la calle Mayor, con las hojas tan nuevas y verdes, y después le oyó hablar de otro nieto que estaba estudiando Medicina, y dijo:
–Oye, eso es estupendo, enhorabuena –y se dieron palmadas en los hombros y cada uno siguió su camino.
En la tienda de ropa, con la campanilla de la puerta que anunció su llegada, estaba Marilyn Macauley probándose un vestido.
–Tommy, ¿qué te trae por aquí? –Marilyn estaba pensando en comprarse el vestido para el bautizo de su nieta que se celebraría en domingo dentro de varias semanas, dijo, y lo estiró de un lado; era de color beige con grandes rosas rojas; Marilyn iba sin zapatos, solo con las medias. Dijo que era un despilfarro comprarse un vestido nuevo para algo así, pero que le apetecía.
Tommy –que conocía a Marilyn desde hacía años, desde que estudiaba secundaria en Amgash– vio su incomodidad y comentó que no le parecía ningún despilfarro. Y añadió:
–Cuando puedas, Marilyn, ¿me ayudarás a elegir un regalo para mi mujer? –Vio como entonces ella adquiría un aire eficiente y ella dijo sí, por supuesto, y entró en el vestuario y salió con su ropa habitual, una falda negra y un jersey azul, con los zapatos planos negros puestos, y de inmediato lo condujo hacia los pañuelos.
–Mira –dijo, y sacó un pañuelo rojo entretejido con hilo de oro.
Tommy lo sostuvo, pero cogió un pañuelo de flores con la otra mano.
–Este quizá –sugirió. Y Marilyn dijo:
–Sí, es del estilo de Shirley –y entonces Tommy comprendió que el pañuelo rojo le gustaba a ella, pero que jamás se permitiría comprarlo. Marilyn, durante el primer año que Tommy trabajó de conserje, había sido una muchacha encantadora que decía: «¡Hola, señor Guptill!» siempre que lo veía, pero ahora era una mujer madura, nerviosa, delgada, con la cara chupada. Tommy pensaba lo que otras personas, que era porque su marido había ido a Vietnam y ya no había vuelto a ser el mismo; veía a Charlie Macauley por el pueblo y siempre parecía ausente, el pobre hombre, y también pobre Marilyn. Así que Tommy sostuvo un momento el pañuelo rojo entretejido con hilo de oro como si estuviera pensándoselo, y dijo:
–Creo que tienes razón, este es más del estilo de Shirley –y llevó el pañuelo de flores a la caja. Dio las gracias a Marilyn por su ayuda.
Creo que le encantará –observó ella, y Tommy respondió que seguro que sí.
De nuevo en la calle, Tommy se dirigió a la librería. Pensaba que quizá habría un libro de jardinería que a su mujer le gustara; una vez dentro, se paseó por la tienda y vio –en el mismo centro de la librería– un expositor con el nuevo libro de Lucy Barton. Lo cogió –tenía en la cubierta un edificio urbano– y miró la solapa posterior, donde estaba su fotografía. Pensó que no la reconocería si se la encontrara ahora, que solo porque sabía que era Lucy podía ver lo que quedaba de ella, en su sonrisa, aún tímida. Volvió a recordar la tarde que Lucy le dijo que había roto la tiza a propósito, su divertida sonrisita de ese día. Ahora era una mujer madura, y en la fotografía llevaba el pelo recogido, y cuanto más la miraba, más veía a la niña que fue. Tommy se apartó para dejar sitio a una madre con dos niños; la mujer pasó por su lado con sus hijos y dijo: «Perdone, lo siento», y él respondió: «Oh, claro», y luego se preguntó, como a veces hacía, qué vida habría llevado Lucy, tan lejos en Nueva York.
Volvió a dejar el libro en el expositor y fue a buscar a la dependienta para preguntarle por un libro de jardinería.
–Es posible que tenga justo lo que quiere, acabamos de recibir esto –y la muchacha, que en realidad no era una muchacha, salvo que a Tommy todas le parecían muchachas últimamente, le mostró un libro con jacintos en la tapa, y él dijo: «Oh, es perfecto». La chica le preguntó si quería que se lo envolviera y él dijo: «Sí, sería estupendo», y la miró cuando colocó el papel de plata alrededor del libro, con las uñas pintadas de azul, y sacando un poco la lengua, entre los dientes, mientras se concentraba; puso la cinta adhesiva y le dirigió una sonrisa radiante cuando terminó.
–Es perfecto –repitió él, y ella dijo:
–Pues que tenga un buen día –y él le respondió lo mismo.
Salió de la librería y atravesó la soleada calle; le contaría a Shirley lo del libro de Lucy; ella había querido a Lucy porque él la quería. Luego puso el coche en marcha, lo sacó del hueco en el que había aparcado y puso rumbo a casa.
El chico de los Johnson le vino a la cabeza, cómo no era capaz de dejar las drogas, y después pensó en Marilyn Macauley y en su marido, Charlie, y luego en su hermano mayor, que había muerto hacía unos años, y pensó que su hermano –que había luchado en la Segunda Guerra Mundial, que había estado en los campos cuando los vaciaban–, pensó que su hermano había regresado de la guerra cambiado; su matrimonio se acabó, la relación con sus hijos se enfrió. No mucho antes de morir, habló a Tommy de lo que había visto en los campos, y de cómo él y sus compañeros eran los encargados de enseñárselos a la gente del pueblo. Por alguna razón, habían llevado a un grupo de mujeres para mostrarles lo que había sucedido ahí mismo, y el hermano de Tommy dijo que, aunque algunas lloraron, otras levantaron la barbilla y parecieron enfadadas, como si se negaran a que nadie les hiciera sentirse culpables. Tommy jamás había olvidado esa imagen, y se preguntó por qué la recordaba ahora. Bajó la ventanilla del todo. Parecía que cuantos más años tenía, y ya era viejo, más comprendía que no podía entender esa confusa lucha entre el bien y el mal, y que quizá las personas no estaban hechas para entenderla ahí en la Tierra.
Pero cuando estuvo cerca del cartel que anunciaba costura y arreglos, redujo la velocidad y giró por la larga carretera que conducía a la casa de los Barton. Tommy tenía por costumbre pasar a ver a Pete Barton, quien por supuesto ya no era un niño sino un hombre maduro, desde que Ken –el padre de Pete– había muerto. Pete se había quedado solo en la casa, y Tommy llevaba uno o dos meses sin verlo.
Avanzó por la larga carretera, esa parte estaba aislada, algo de lo que Shirley y él habían hablado a lo largo de los años, pues el aislamiento no era bueno para los niños. Había maizales en un lado y sembrados de soja en el otro. El único árbol –inmenso– que antes se alzaba en mitad de los maizales había sido alcanzado por un rayo hacía unos años y ahora estaba caído sobre un costado, con las largas ramas peladas, rotas y apuntando hacia el cielo.
Elizabeth Strout (1956) es una escritora estadounidense de ciencia ficción. Ganadora del premio Pulitzer.