Los crímenes de transfobia en México aumentan cada año y se ejecutan de las maneras más brutales. Las mujeres trans son perseguidas, golpeadas y fulminadas, sin que exista una cifra oficial sobre estos asesinatos de odio.Por esa razón, el Centro de Apoyo a las Identidades Trans documenta, a partir de sus posibilidades, los crímenes que encuentra en redes sociales e internet.Las historias de Cassandra, Oyuki y Fernanda revelan a una sociedad transfóbica que asesina a quienes transgreden las convencionalidades.
Por Guillermo Rivera
Ciudad de México, 3 de septiembre (SinEmbargo/VICE Media).- En la fotografía que ilustra la nota del portal web Letra Roja aparece el rostro y torso ensangrentados de una mujer transexual. El cuerpo está tendido sobre el asfalto, con los brazos cruzados y las manos cerradas. La noticia, publicada el 6 de octubre del año pasado, se titula: «A golpes mataron a travesti en Chalco», y anuncia que «tenía entre 30 y 32 años de edad y estaba vestido como mujer».
«¡MATÓ A TRAVESTI!», publicó el periódico La Prensa dos días antes, sobre el mismo caso, y detalló que un «despiadado asesinato fue cometido contra un hombre vestido de mujer, al ser ultimado a golpes».
Ambas notas afirman que el cadáver fue encontrado cerca del canal de Acapol, en la colonia Ampliación Santa Catarina, en Valle de Chalco, que «se apreciaban hematomas ocasionados por golpes en diferentes partes del cuerpo» y que «agentes de la policía ministerial del Estado de México llevan a cabo las investigaciones para esclarecer el crimen».
Ninguno de los medios informa que la víctima de este crimen de transfobia se llamaba Fernanda y que acababa de cumplir 27 años.
CASSANDRA I
Cassandra estaba segura de que su hermana no se negaría y le reveló que sus prendas le gustaban, que deseaba verse como ella. «Después le pregunté: ‘¿me prestas tu ropa?’ Y aunque desvió la mirada, sonrió y me respondió que podía escoger la que quisiera», recuerda hoy Cassandra, más de dos décadas después de aquel primer momento que la redefiniría.
Entonces tenía 15 años y eligió una blusa blanca, una falda tableada, medias y zapatos de tacón bajo. Nadie en la vecindad se enteró de que, por primera vez, salió con vestimenta de mujer a las calles de la colonia La polvorilla, en Iztapalapa.
«Me sentía nerviosísima, pero caminé hacia el festejo en el barrio. Todo iba bien, hasta que una vecina me reconoció. ¡Sentí mucho miedo!», cuenta Casandra. Estaba segura de que la mujer la delataría ante sus familiares y no sabía cómo iba a enfrentarlos. Para ellos, Cassandra era Leonardo. Al otro día por la tarde comenzó el interrogatorio.
«Mi mamá gritó: ‘¡Me dijeron que eres puto! ¿Es cierto?’. Pensé que me echaría de la casa. No dije nada, sólo recordé lo cruel que había sido mi niñez, cuando mis tíos y primos me gritaban que no caminara como mujer, que no fuera puto», recuerda. El colmo fue un día cuando, en su afán de «convertirlo en un hombre», la obligaron a boxear. Cassandra, de siete años, recibía golpes y lloraba. «Me decían: ‘¡qué marica!’, y mi mamá no intervino».
Cassandra sabía que ella era un niña, pero como todos reprobaban su comportamiento femenino, terminó creyendo que ellos tenían razón. Eso no evitaba que enfrentara a su mamá cuando le compraba algún carro de juguete: «Yo le decía: ‘soy una niña, quiero vestidos, muñecas’ y ella me golpeaba». Cassandra era la mayor de tres hermanos y, cuando su mamá salía, se ponía zapatillas e improvisaba un vestido con alguna sábana.
«Estudié la primaria y no concluí la secundaria porque el acoso, los insultos y golpes de los compañeros me lo impidieron. Me juntaba con niñas, me comportaba como ellas y me gritaban ‘maricón’, ‘joto’. No me atrevía a contar esto en casa porque sabía que me iría peor», dice.
Cuando su mamá la cuestionó, al día siguiente de su hazaña, Cassandra negó durante horas haber usado prendas femeninas, «pero la mirada de apoyo de mi hermana me armó de valor y me confesé. Le dije: ‘sí, me siento bien vestido de mujer y me gustan los hombres. Si piensas que no está bien, puedo irme de tu casa'».
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VESTIDO DE HOMBRE
Cassandra recuerda que la hermana de Fernanda —la mujer transexual asesinada en Valle de Chalco— dijo que agradecía la visita, pero no estaba interesada en la propuesta.
Tres integrantes de la organización Centro de Apoyo a las Identidades Trans (CAIT), entre ellos Cassandra, acudieron al domicilio de la familia de Fernanda, un día después del sepelio, con la intención de ofrecer asesoría legal y seguimiento al caso. Cassandra cuenta que la hermana salió a la puerta de la entrada de la vecindad. «Su única respuesta fue: ‘mejor no'», dice.
Las activistas del CAIT, indica Cassandra, se enteraron del crimen de transfobia vía internet, cuando una de sus compañeras posteó la noticia en Facebook. «De inmediato contactamos a transexuales que colaboran con la organización y viven en la zona donde se cometió el crimen. Ellas investigaron y sí, era cierto».
Las trans que la conocían contaron al CAIT que Fernanda era una mujer transexual que un par de años antes de ser asesinada se dedicaba a cortar el cabello. Harta de los golpes y agresiones de sus hermanos, de los reproches del resto de los familiares porque se identificaba como mujer trans, huyó de su casa y alquiló un cuarto en la misma zona. Al poco tiempo, la depresión la alejó de su trabajo y la llevó a una dependencia al alcohol y drogas. Para solventar su adicción, comenzó a ejercer el trabajo sexual en una pulquería en Valle de Chalco.
La última vez que sus compañeras de trabajo la vieron, Fernanda salió del negocio en la madrugada, acompañada de dos sujetos. Los tres subieron a una camioneta. Algunas horas después, su cuerpo fue encontrado cerca del canal de Acapol.
La policía dice que a Fernanda la golpearon con una piedra en la cabeza y la asfixiaron.
Fernanda medía 1.75 y era delgada. Tenía el cabello chino y lo teñía de rubio. Meses antes de que la asesinaran, asistió a un taller de prevención de enfermedades del CAIT y Cassandra, quien lo impartía, recuerda que, en las sesiones, la joven participaba con regularidad. «Una vez me dijo que ya le había caído el veinte, que usaría más el condón. Para ella era difícil, pues compraba droga o condones», cuenta.
A Fernanda la sepultaron como Fernando, vestida de traje masculino. «Es una cuestión ideológica familiar, que es respetable, pero ella se definía como mujer transexual», opina Cassandra.
Los del CAIT buscaron a su familia con la intención de ofrecer apoyo en la presión al Ministerio Público para encontrar a los culpables del crimen de transfobia y no dejarlo pasar, como sucede con otros casos similares. Un hermano y una hermana de Fernanda los escucharon. El primero no habló. «Ella dijo que no querían hacer nada, nosotros respondimos que podía resolverse, si podíamos hablar con alguien más», recuerda Cassandra.
La mujer afirmó que lo consultaría con sus hermanos. «Dimos nuestros datos, pero ha pasado casi un año y jamás se comunicaron», dice Cassandra y agrega: «situaciones iguales hemos visto en Veracruz, Puebla, en Coahuila, donde recientemente mataron a una reina de belleza. A principios de este año, una trabajadora sexual fue asesinada en la Colonia Obrera, en la Ciudad de México. Esto, por decir algo. Los casos ocurren a cada rato».
CASSANDRA II
La respuesta de su mamá fue: «eres mi hijo y no te voy a abandonar». Hoy, Cassandra confiesa que en ese instante sintió «alivio» y que «por primera vez en mi vida me liberé. Mi mamá, a quien yo más quería, por fin me aceptaba».
A los pocos días se depiló las cejas, pintó de rubio el flequillo de su cabello y tomó prestadas algunas prendas de su hermana. «Aunque no vestía completamente de mujer, me comportaba como tal», recuerda ahora Cassandra, sentada ante la mesa de un restaurante en el oriente de la Ciudad de México.
«Pero durante mi niñez y transición viví serios momentos de discriminación y transfobia», agrega la mujer transexual, de cabello medio largo y teñido de güero.
Meses antes de que Cassandra se confesara con su mamá, su papá había muerto y la economía familiar se quebró. «Dejé la secundaria, ya no aguantaba las agresiones», lamenta. Un año después llegó a Tijuana, tras ingresar a trabajar a una organización que reclutaba, y explotaba, a menores de edad para vender productos, plumas y dijes, en distintos estados del país. Allá conoció a una chica trans que la invitó a vivir en su casa. Ahí residían otras mujeres transexuales. Vendían drogas. Todos los días, al lugar llegaban trans a consumir las sustancias.
Aunque tóxico, el ambiente le agradaba. «Ahora sí podía vestirse a diario con vestimenta de mujer. Comencé a hormonizarme y después a prostituirme. A los 17 años, mi primer cliente fue un gringo que me invitó cristal. La curiosidad me ganó y fui adicta unos ocho años. Comencé a ejercer el trabajo sexual en la calle y descubrí que la transfobia allá era peor. Estaba prohibido salir con ropa de mujer. Los policías te detenían, yo corría cuando los veía».
Al menos una vez a la semana, cuenta, la llevaban a los separos. Una vez la obligaron a encuerarse y hacer sentadillas. En otra ocasión, la golpearon porque se les dio la gana. Cassandra pedía realizar servicio comunitario para disminuir las horas de encierro, como los varones, pero a ella y a las otras mujeres trans les negaban ese derecho.
El acoso era constante y Cassandra, a los 20 años, decidió regresar a la Ciudad de México pues pensó que, tarde o temprano, alguien iba a asesinarla.
Renunció a la droga y buscó trabajo en una fábrica de chocolates, pero la rechazaron porque los encargados se preguntaron qué sanitario utilizaría. Su argumento era que se originarían conflictos. «Yo les dije que podía usar el de mujeres, rápido, cuando nadie estuviera y ellos dijeron que no, y que no harían un sanitario para mí», recuerda Cassandra.
Ante el rechazo, aceptó la invitación de una amiga a ejercer trabajo sexual en avenida Zaragoza. «El sistema nos orilla a lo mismo: eres estilista o sexoservidora. En aquel tiempo pensaba: ‘me merezco todo lo que me pasa por ser así’. Creía todo lo que decían ‘los normales'».
MÉXICO TRANSFÓBICO
«¿Qué hay detrás de un crimen de una trans trabajadora sexual asesinada en un bar o cantina?», pregunta Rocío, mujer transgénero y coordinadora del CAIT. Sentada ante la misma mesa del restaurante del oriente de la ciudad donde Cassandra cuenta su vida, la misma Rocío responde: «los factores en el entorno. La familia las expulsa de casa, no hay opciones laborales. La transfobia existe en el entorno familiar y laboral».
El CAIT se fundó en el año 2011, efectúa trabajo en derechos humanos, documenta los casos de crímenes de transfobia y, si los deudos lo permiten, asesora en el seguimiento a los casos. La asociación civil participa en el proyecto Transrespect vs Transphobia, coordinado por la organización internacional Transgender Europe, la cual compara las políticas públicas de cada país en materia de derechos de los hombres y mujeres trans, con los índices de crímenes de transfobia a nivel global.
Uno de los trabajos del CAIT consiste en documentar los casos de América y, particularmente, los de México, a partir de la información que aparece en los portales de noticias y periódicos en internet.
En 2012, cuando presentó su primer informe, la organización encontró 256 casos de asesinatos en el continente. México ocupó el segundo lugar, con 20 por ciento, sólo después de Brasil, con 46 por ciento. De los 795 hallados de 2007 a 2012, 22 por ciento correspondieron a México, lo que equivale a 164 crímenes y a casi la cuarta parte de la cifra total.
El número de los asesinatos hallados por el CAIT siempre van en aumento. Si en 2007 encontró 14, en 2010 fueron 38 y en 2012, 52. «Nuestro alcance está a partir de lo que aparece en internet. Letra S expone que por cada crimen documentado, por lo menos dos pasan desapercibidos», denuncia Rocío.
En la Encuesta Nacional sobre la Discriminación en México, el tema trans no aparece y sólo es considerado en la encuesta a nivel Ciudad de México, la cual registra que los travestis, transgéneros y transexuales se encuentran dentro de los 15 primeros grupos que mayor grado de discriminación sufren. «¿Cuántas quejas sobre violaciones en contra de trans existen? Las cuentas con las manos, igual pasa con la población gay», lamenta la mujer transgénero.
La ley de identidad de género de la Ciudad de México dice que una persona puede tramitar su acta de nacimiento con la identidad de género que decida, y Rocío afirma que eso es bueno, «pero no suficiente. Cassandra no cuenta con acta de nacimiento con su identidad de género y si la obtiene, ¿en qué cambia su vida? ¿De qué manera repercute ese trámite en una trabajadora sexual si no tiene estudios o historial laboral? Hace falta una política de reconocimiento del Estado, el cual, por omisión o acción, ha discriminado a esta población. En el papel todos somos iguales, pero no en la realidad».
Cuenta algunos casos. Una mujer trans de León, Guanajuato, realizó su cambio de identidad. Trabaja en un banco, donde le exigen vestimenta masculina y ella se rehúsa. A otra mujer trans de Guadalajara, el DIF la separó de su hijo adoptivo y no lo volvió a ver. «A Cassandra le negaron el trabajo en la fábrica de chocolates», recuerda, «y sucede lo mismo en el ámbito privado y público». En Ecatepec, una mujer trans era orientadora en una secundaria. Cuando inició su transición, se presentó en el trabajo con su identidad de mujer y de inmediato la enviaron a áreas administrativas de la Secretaría de Educación del Estado de México, sin función específica.
«Evitaron que tuviera contacto con alumnos», cuenta la activista, «lo que le provocó inestabilidad emocional. Ella intuía que querían aburrirla para que renunciara, pese a que laboraba ahí desde diez años atrás. No tenía que pedirle permiso a nadie para vestirse como quería. Los alumnos y padres de familia la aceptaron, el problema eran los directivos. Así estuvo dos años, hasta que falleció».
Rocío indica que el CAIT también se enfoca en salud y prevención y detección oportuna de VIH: «la población trans con el virus está aún más oculta. Hay muchos mitos y prejuicios, y ellas no quieren ser más discriminadas».
En Argentina, continúa, «se legisló a favor del reconocimiento de la identidad de género y se abordó el tema de salud y empleo, por encima, pero se hizo. Aquí ni eso. Igual con los matrimonios igualitarios, no hay política de fondo. Parejas acuden a la Ciudad de México a casarse. El reconocimiento de género no basta. Es una laguna en el país y la capital es la única con legislación, no existe en otros estados».
En varias entidades, lamenta, «ni siquiera está tipificado el delito de discriminación».
ANÓNIMOS, OLVIDADOS
En México no existen estadísticas ni datos sobre los crímenes de personas trans. Ante la falta de un registro de las autoridades, el CAIT se ha encargado de, a partir de sus posibilidades, monitorear los casos.
Su documentación indica que en el país, de 2007 a 2015, se cometieron 283 asesinatos de mujeres trans, la mayoría en Puebla, Quintana Roo, Nuevo León, Sinaloa, Jalisco, Ciudad de México, Oaxaca, Guanajuato, Morelos, Michoacán, Veracruz, Guerrero, Chihuahua y Estado de México. Los primeros lugares los ocupan estas últimas tres entidades, con 23, 23 y 29, respectivamente.
En la mayoría de los casos se reportó una edad de 20 a 39 años. Los oficios más recurrentes fueron: trabajadora sexual, estilista y mesera y/o camarera, pero en más de la mitad de los crímenes se desconoce a qué se dedicaba la víctima.
Del total, 70 murieron por disparo, 23 por asfixia, 35 por golpes, 39 fueron apuñaladas, ocho degolladas, nueve desmembradas, 13 apedreadas, 11 atropelladas intencionalmente, cinco quemadas y en 70 de los casos no se especificó. Antes de asesinarlas, 33 fueron torturadas.
El lugar de la muerte o donde fue localizado el cuerpo se detalla así: 67 en la calle, 42 en casa o departamento, 31 en carretera o autopista, 22 en zona agrícola o barranca, nueve en automóvil, siete en río o canal, dos en plaza o parque, cinco en bar o disco, 14 en hotel, siete en estética, 16 en casa abandonada o baldío, cuatro en hospital, cuatro en puente o vías de tren, uno en fosa clandestina, uno en panteón y en 51 casos no se registró.
De acuerdo con el CAIT, en los casos de crímenes de mujeres trans en México prevalece la invisibilidad, «lo que acarrea impunidad y normalización del problema. El no castigo representa otro eslabón del círculo de estigma, discriminación y violación a los derechos humanos que viven amplios sectores».
El CAIT reitera que sus datos no son exhaustivos porque están conformados sólo a partir de lo que encuentran, pero «vislumbran una realidad que es mucho peor de lo que sugieren los números. Son casos hallados en internet, vía medios de comunicación e informes locales de organizaciones trans y/o defensoras de los derechos humanos».
«Uno de los inconvenientes son los términos para denominar a las personas trans», detalla, pues «no a todas se les registra como trans. La violencia brutal en los casos indica que, en casi todos, se trata de feminicidios, término que la organización prefiere utilizar, o crímenes relacionados con las situaciones a las que se enfrentan».
Concluye que «algunos crímenes aparecen en la nota roja y logran movilizar a colectivos», pero «el resto de los asesinatos permanecen anónimos, olvidados».
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OYUKI I
A los 16 años, hizo a un lado el nombre que le asignaron al nacer, asumió su condición de mujer transexual y se bautizó Oyuki.
Nació en Iztapalapa y recuerda que a los 11 años comprendió que su cuerpo no correspondía con su identidad de género. «Intenté fingir que no pasaba nada», cuenta, «y para complacer a mi familia salí con una niña, pero yo quería estar con un niño. Como mi comportamiento no se parecía al del estereotipo social de un varón, mis hermanos me decían ‘sidoso’, ‘maricón’, ‘joto'».
Oyuki lloraba y sus papás le ordenaban callar, pues eso era cosa de mujeres. Más agresiones, burlas y adjetivos debía aguantar en la escuela: ‘florecita’, ‘marisco’, ‘puto’. La violencia empeoró en la secundaria, cuando cuatro compañeros la golpearon. Oyuki se defendió y el castigo fue la suspensión. «Era un asunto de transfobia porque ya empezaba mi proceso de identidad: usaba pantalones y blusas justas, me expresaba como niña y eso molestaba», indica en entrevista.
Aunque cuando ingresó a la preparatoria las agresiones disminuyeron, un día un alumno golpeó su rostro porque le incomodaba que Oyuki se juntara con mujeres. «No concluí la prepa porque mi papá enfermó de hidropesía y busqué trabajo, sin mucha suerte. Mi identidad entonces era más visible: usaba cabello largo, flequillo rubio y ropa de mujer. Me sentía más completa, aunque faltaban cosas».
Solicitaba empleo, pero no pasaba de un «gracias, nosotros te llamamos». Con su papá en el hospital, la economía familiar empeoraba. Cuando una amiga de la colonia la invitó a ejercer el trabajo sexual, Oyuki aceptó, cansada de las negativas laborales constantes y la urgencia de un sustento. Su papá murió al poco tiempo y las responsabilidades comenzaron.
Oyuki se convirtió en trabajadora sexual independiente y se enfrentó a la violencia y transfobia, cortesía de policías y jueces cívicos. «Realizaban operativos ficticios en las que éramos golpeadas y, a veces, sufríamos abuso sexual. Nos detenían a las nueve de la noche y nos presentaban hasta las cinco de la mañana ante el juez».
Ante el cúmulo de injusticias, «en 2001 logré, con varias compañeras, incidencia en el gobierno del DF. Iniciamos el movimiento de trabajadoras sexuales independientes de la ciudad, formado por mujeres biológicas y trans. Logramos detener los operativos gracias al diálogo. La Secretaría de Seguridad Pública local ordenó a las diferentes áreas frenar la violencia. No fue nada fácil, fueron meses de lucha».
CON TETAS Y OPERADA
En el restaurante, Cassandra frunce el ceño y advierte que es forzoso aclarar los significados de discriminación, transfobia, transexual, transgénero y travesti.
«Para comenzar, ¿qué es transfobia?», pregunta y se responde de inmediato: «es discriminar a personas trans por su identidad de género». Discriminar, expone, «es tratar de manera diferente o realizar una acción perjudicial contra alguien, por su identidad o religión. Comienza con una mirada hostil. Si esto no se previene, puede convertirse en un crimen».
Cassandra explica que transexual es una persona que se percibe con el género opuesto al de nacimiento. «En mi caso», dice, «estoy en tratamiento de reemplazo hormonal y podría efectuarme la operación de vaginoplastia, pero no es necesario para identificarme como mujer transexual».
Una persona transgénero, continúa, transita entre lo masculino y femenino y, en el caso de un hombre biológico, podría modificar su cuerpo pero no se percibe como una mujer. Si es mujer biológica, no aspira a ser hombre. «Transgrede las normas heteronormadas», indica.
Rocío interviene: «yo soy una mujer transgénero. Una cosa es identidad de género y otra la preferencia u orientación sexual Estas últimas dos se refieren a con quién te relacionas sentimental y sexualmente». «Yo soy una mujer transexual heterosexual», dice Cassandra, «mi identidad de género es mujer y me gustan los hombres, pero existen mujeres transexuales lesbianas».
«Si hablas de una mujer trans hay un estereotipo: tiene tetas y está operada», señala Rocío, «y no toda las mujeres trans son así. Además, nunca pensamos en los hombres trans, en los andróginos, intersexuales y disidentes sexuales. Existe mucha diversidad dentro de la identidad de género».
El nombre de la organización, CAIT, obedece, precisamente, a que, de acuerdo con la activista, «hay varias etiquetas sobre qué es ser trans. Incluimos la palabra identidades pues existen varias, sólo que pocos hablan de ello».
Finalmente, indican que una persona travesti es quien «gusta de vestirse ocasionalmente de la manera social que no le corresponde. Puede ser heterosexual y hacerlo como un fetiche».
Ambas concluyen que los crímenes de odio por transfobia se aplican a asesinatos de transgénero, transexuales y travestis.
«Como en varias situaciones del país», enfatiza Rocío, «falta documentación sobre los crímenes de transfobia. El tema trans es reciente en el país. De por sí el tema de diversidad sexual es nuevo. A partir de la reforma al código civil de 2008, cuando se autorizó el trámite del acta de nacimiento con la identidad elegida, fue más visible lo trans, sin embargo, «debemos buscar más allá de la etiqueta de transfobia o crimen de odio».
La hipótesis de la activista es que buena parte de estos asesinatos están relacionados con la violencia en México, el crimen organizado y el narcotráfico.
«Chihuahua, por ejemplo», explica, «presenta el mayor número de casos del país y es un estado violento. Debemos revisar las condiciones que ponen a estas mujeres en vulnerabilidad, pues el trabajo sexual en varias zonas es riesgoso. En el norte del país y Cancún, es común que el crimen organizado les cobre derecho de piso, y si las chavas no respetan esa dinámica… la situación es compleja».
CASSANDRA III
Cassandra se incorporó al CAIT cuando Rocío acudió a su zona de trabajo a regalar condones. «Me llamó mucho la atención», cuenta, «y le pregunté si era posible unirme a la organización. Dijo que sí, pero antes me envió a cursos y talleres sobre derechos humanos y prevención de VIH/sida. También tomé un diplomado sobre disidencia sexual en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM)».
Cassandra ya sabía qué era transfobia pero antes de integrarse al CAIT, dice, nunca había empleado la palabra. En el trabajo sexual, padeció ese tipo de odio una y otra vez. En 2005, en un hotel, un cliente rompió una botella y amenazó con asesinarla. Logró escapar, pero aún conserva la cicatriz de 15 centímetros en la pierna derecha. En 2011 sufrió un accidente automovilístico. Cassandra llevaba su atuendo de trabajadora sexual y los paramédicos se rehusaron a atenderla. Un par de años después, sujetos descendieron de una camioneta y golpearon a las sexoservidoras. Cassandra volvió a fugarse, pero una de sus compañeras no corrió con la misma suerte y terminó ensangrentada en el asfalto.
«La patrulla nos ignoró, como siempre», dice, pese a «que es común que en el trabajo sexual te avienten piedras, huevos, balas de gotcha, agua, orines. En otra ocasión me subieron a una camioneta, me llevaron a un cerro y me violaron. Si un tipo te roba, lo acusas y él jura que fue al revés, la policía le cree porque tú eres una mujer trans y trabajadora sexual. Eso me ha pasado varias veces».
Y es lo menos, afirma, «lo peor sucede cuando a las chicas las asesinan en hoteles y no ocurre nada».
Nunca en estos casos, denuncia, se menciona que la víctima era una mujer trans. Los periódicos se refieren a ella como «hombre vestido de mujer». «O aseguran que fue un crimen pasional, aunque sea mentira. Por eso creo que es importante el empoderamiento», afirma, «conocer tus derechos crea otra percepción. Como dice Rocío, el estigma genera discriminación, y ésta la violación a tus derechos».
De pequeña, Cassandra no sabía qué era una persona gay o trans. Cuando comenzó su trabajo en la organización y leyó sobre identidad, se enteró de quién es: una mujer transexual. «Antes me definía como gay, un hombre vestido de mujer con chichis y pene. Ahora, Leonardo quedó en el olvido, sólo uso el nombre para situaciones legales. No he cambiado mi documentación, pero lo haré en algún momento».
Cassandra, hoy de 36 años, concluyó la secundaria, estudia la preparatoria en línea, es estilista y cuenta que ya no le afectan los insultos en la calle. «En los 90 me gritaban, insultaban, correteaban y golpeaban. Ahora es distinto. Soy una mujer. Hace cuatro años inicié el tratamiento hormonal con prescripción médica. De ser posible, buscaré la reasignación de sexo».
Cassandra dejó durante un período el trabajo sexual pero lo retomó por la escasez de recursos. En algunos meses, se retirará para siempre. Ese es su plan.
OYUKI II
Oyuki tiene 38 años y el año pasado realizó, por fin, su cambio legal de identidad de género, tras la reforma a la ley de identidad de género de 2015. Durante 37 años, dice, se sintió ilegal en México.
Durante su activismo a favor de las trabajadoras sexuales, Oyuki se relacionó con las feministas Martha Lamas, Jesusa Rodríguez y Elena Poniatowska. «En una ocasión Jesusa me dijo que me veía actitud y me recomendó estudiar ciencias políticas en la UACM. Realicé el examen, ingresé y siempre me ayudé con el trabajo sexual». En 2010 concluyó la licenciatura en Ciencia Política y Administración Urbana y dos años más tarde se tituló con el nombre que le asignaron sus papás.
Durante dos años Oyuki peleó para que se le expidiera el título con el nombre de su identidad de género y sin realizar cambios legales. «Con ayuda del Centro de Estudios de Diversidad Sexual de la universidad», recuerda, «sensibilicé al consejo universitario sobre identidad de género, mostrando material de tratados internacionales y avances logrados por las organizaciones sociales mexicanas para la población disidente».
Los académicos desconocían el tema y «cuando se enteraron de que existía la ley de identidad de género en la ciudad, me pidieron hacer el trámite, pero en aquel momento tenía un costo de hasta 50 mil pesos y no contaba con el dinero. Ellos entendieron y ese día de 2014 me sentí, por primera vez, legal en mi país, al recibir el título con mi nombre: Oyuki Ariadne Martínez Colín», celebra.
Tras recoger el documento, Oyuki dijo a los reporteros que la UACM desfasaba al Gobierno de la Ciudad de México en materia de identidad de género. «Después se agilizó la reforma y se aprobó por unanimidad en 2015. Ahora ya no tiene costo y yo pude hacer mi trámite el año pasado», indica.
Oyuki opina como Rocío, la coordinadora del CAIT: «no es suficiente. No es una reforma que integre empleo, salud y educación. Todavía hay barreras que no se revierten, relacionadas con cuestiones administrativas y de voluntad política. No se ha trabajado la sensibilidad. No basta el acta de nacimiento para lograr el reconocimiento pleno de la comunidad trans».
VIOLADA, TORTURADA, DEGOLLADA
A finales de julio, los medios hicieron ruido sobre el texto ICD-10 de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el cual dice que las personas que no se identifican con el sexo que les asignaron al nacer, son consideradas enfermas mentales, e incluye a las personas transgénero en la misma categoría que la pedofilia y la cleptomanía.
Una de las bases de la definición de los trastornos mentales de la OMS es que van asociados a malestar mental. De acuerdo con el periódico El País, «esta situación ha sido denunciada repetidamente por activistas y psiquiatras, pues se sabe que el estigma social es una de las principales razones de que transgéneros tengan altas tasas de depresión y otros trastornos».
Un estudio publicado en la revista The Lancet Psychiatry indaga sobre si la OMS debe cambiar la clasificación médica. El trabajo se basa en una encuesta realizada en México a 250 personas transgénero en la Clínica Especializada Condesa.
«El estigma asociado a la identidad transgénero ha contribuido a que estas personas tengan un estatus legal precario, sufran abusos de sus derechos humanos y tengan barreras a la hora de recibir cuidado médico», menciona Geoffrey Reed, de la Universidad Nacional Autónoma de México y coautor del estudio.
La investigación encontró que es el rechazo social y la violencia a que se enfrentan las responsables de sus problemas mentales, y no su identidad sexual. El 76 por ciento declaró haber sufrido rechazo social, la mayoría de veces por parte de familiares, compañeros de clase y amigos. El 63 por ciento aseguró haber sido víctima de la violencia por su identidad transgénero y, en la mitad de casos, la familia fue la agresora.
El CAIT advierte que aseveraciones como la de la OMS contribuyen al odio, e indica que la información que reúne no «intenta horrorizar al lector», sino tratar «de reconocer que las mujeres trans viven en una época de brutales feminicidios». Algunos ejemplos son los siguientes:
Enero 2011, Estado de México. La víctima fue incinerada y encontrada en el bosque de La Marquesa.
Noviembre 2011, Coahuila. El cuerpo fue hallado en la carretera a Torreón, desnudo, con partes del cuerpo cortadas.
Noviembre 2011, Chihuahua. Un grupo de hombres se llevaron a dos mujeres trans y una mujer biológica de un hotel. Días después sus cuerpos fueron encontrados en una furgoneta.
Enero 2012, Nuevo León. La víctima presentaba huellas de tortura, fue baleada y tenía las manos semiamputadas.
Mayo 2012, Guerrero. El cuerpo fue hallado en al área suburbana de Acapulco y presentaba múltiples golpes, una cortada en el brazo y dos disparos.
Junio 2012, Ciudad de México. Los feminicidas desmembraron el cuerpo y los restos fueron abandonados en diferentes colonias de la delegación Benito Juárez.
Octubre 2012, Chiapas. La víctima fue violada, torturada y degollada.
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OYUKI III
Durante su lucha para obtener el título con el nombre de su identidad de género, Oyuki buscó empleo y encontró un lugar en el área de enlace comunitario de la delegación Iztapalapa, donde abordó el tema de VIH.
«Se me abrieron algunas puertas. Cuento con actitud y por primera vez en un espacio me sentí reconocida como Oyuki». También participó en el proyecto del Fondo Mundial de lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria, donde orientó a trabajadores sexuales sobre el tema.
El empleo duró poco tiempo y Oyuki buscó una oportunidad en la Clínica Especializada Condesa, el único centro público de México dedicado a atender a personas trans. Presentó su currículum y documentación. «Como tu identidad de género y registro oficial no concuerdan, está complicado, pero tienes experiencia», le comentaron. Un año después recibió una llamada para incorporarse al equipo de trabajo, como encargada de la Unidad de Salud Francisco Estrada Valle en la Miguel Hidalgo. Hace un año, Andrea González, directora ejecutiva del Centro para la Prevención y Atención Integral del VIH/sida de la Ciudad de México, le asignó el cargo de jefa de Enlace Comunitario.
Parecía que la extensa mala racha de su vida había desaparecido, pero los episodios de transfobia regresaron cuando, cuenta, comenzó a recibir un trato discriminatorio de parte de algunos compañeros y compañeras de su nuevo trabajo. Oyuki prefiere omitir nombres y cargos por temor a poner en riesgo su empleo. «Sé que Andrea González respeta los derechos del equipo de trabajo y estudio cómo informarle sobre la situación».
Cuando Oyuki saluda a sus colegas, «algunos no responden y me tratan de manera despectiva. Si canalizo algún usuario a las áreas, recibe un trato discriminatorio por el simple hecho de haber sido enviado por mí». Para ciertas personas, dice, «es complicado que una trans ocupe una jefatura y realice trabajo comunitario, pues buen porcentaje de los usuarios de la clínica es población trans y ahora una de ellas es parte de su equipo de trabajo».
Para Oyuki no hay duda: «de nuevo soy víctima de transfobia y esto refleja falta de sensibilización de una parte del personal, cuando no debería de ser así. Mira, yo he aguantado los madrazos en todos los sentidos pero, aunque recibo el apoyo de mi jefe directo y de otras subdirecciones, esta situación me genera inestabilidad y he estado a punto de renunciar porque el trato en totalmente diferente».
«Este es mi sustento», continúa Oyuki, de 38 años, «desde que me titulé dejé el trabajo sexual. Mi intención era tener alternativas de vida. Llegué con deficiencias, claro, pero aprendo rápido. Esta actitud en mi contra no es por mi trabajo, es por mi identidad, y si no documentamos y denunciamos, el comportamiento de las personas no cambiará».